Por HELENA ARELLANO MAYZ

«La dulzura, cuando es sincera, es una fuerza invencible»

Marco Aurelio

«But it’s all so easy

All you got to do is try

Try a little tenderness»

Otis Redding

Te encontrabas en el umbral de la puerta, presto a partir. Yo deseaba besarte y no me atreví, apenas te pasé la mano por tu mejilla en una púdica y amorosa caricia. Un gesto de ternura.

El recuerdo palpita dentro. Evoco aquel momento, sin reclamo, con la intención de intentar abordar la noción de la ternura.

Hay quienes consideran la ternura como lo que queda de una pasión mermada, lo residual, como si fuese la hermana pobre del amor, un especie de caramelito dulce, un regalo flacuchento de consolación. Asistí a una conferencia filosófica que trataba, por el contrario, de analizar la ternura en su valor existencial, bajo el prisma de su potencialidad, del poder que tiene sobre nosotros «animales humanos».

Pensemos en una persona que se encuentra inmersa en una angustia existencial, agobiada, sus músculos tensos, ansiosa, agitada, oprimida por una sensación de pesadez derrotista, fatigada, con consciencia de las dificultades del vivir en el mundo, de lo que está en juego, experimenta en su ser un sufrimiento que pudiéramos asociarlo a la angustia infantil de cualquier niño recién nacido, indefenso, que en el umbral de la existencia, es absolutamente dependiente de otros. Por ende, esta imagen nos refiere a un sentimiento humano, legítimo, y no se trata de avergonzarse de él. Entones, cómo explicar que, a veces, el mero gesto de otro a nuestro lado, quien al posar simplemente su mano con ternura sobre nuestro antebrazo tendido, tenga el poder de levantar, de disipar, en un instante, la angustia existencial descrita. Es el misterio del poder de un ínfimo gesto tierno, de una caricia, una palabra dulce, una mirada cariñosa.

Antes de intentar dilucidar racionalmente este maravilloso misterio, sería preferible agradecer con alegría el poder de la ternura. Reconocer que, a veces, un gesto suave, dulce de otro, tiene la capacidad de acallar la angustia que por momentos emerge de nuestro inconsciente, aplastándonos. Quizás porque antes que seres con ideas, con valores, de convicciones, hasta con alma, somos seres con cuerpo. Somos cuerpos inteligentes, habitamos el mundo percibiéndolo. De pronto, no conocemos en su totalidad el espectro del potencial del cuerpo. No solo el impacto del cuerpo de otro sobre nosotros, sino el de nuestro propio cuerpo. Somos seres capaces de experimentar en nosotros mismos una reacción al recibir una sonrisa, un gesto, una mirada de ternura de otro, que a su vez despliega un poder desmesurado, de mitigar, aliviar, calmar un malestar existencial con su tacto, su voz, o su mirada.

Sobre estos temas reflexionó Freud y todos aquellos que prosiguen en el pensamiento psicoanalítico. Reconocer la impronta de los inicios de una vida humana: la necesidad inmensa de cuido, de atención, de regazo, de cobijo, de ternura. Somos animales prematuros, inacabados por la naturaleza. Un bebé necesita toda esa atención, cuidados, manoseo para completar la labor que la naturaleza no termina. El recién nacido es incapaz de sobrevivir solo en el mundo. La atención, el tacto, no es secundario, es una necesidad primaria, vital, presente desde los inicios de la existencia humana. Y es esa misma necesidad la que volvemos a experimentar a cualquier edad. He ahí quizás la respuesta del porque en medio de un malestar, una fatiga, existencial, la mera presencia física de otro sea capaz de reconciliarnos, aliviarnos, gracias a un gesto de ternura. Porque la necesidad de otro forma parte de la condición humana, el haber necesitado de otro ser para completarnos y poder andar en el mundo.

Además de una necesidad vital, la ternura es potencia. «La dulzura es un enigma. Incluso en el doble movimiento del dar y recibir, ella aparece en los linderos señalados por el nacimiento y la muerte. Puesto que tiene sus grados de intensidad, ella es una fuerza simbólica y tiene el poder de transformar las cosas y los seres, ella es una potencia», leo de Anne Dufourmantelle. La ternura nos empuja, nos ayuda, a pasar: «a otra cosa». Como un niño que después de sentirse cobijado por sus padres da sus primeros pasos hacia su libertad al comenzar a asistir a una escuela maternal. En la ternura existe una promesa potencial, una fuerza que propulsa hacia delante, que eclosiona «otra cosa» más allá de la ternura misma, sobrepasándola. La ternura nos fortalece, para hacernos sentir sin más necesidad de ella, bajo la impresión de no requerirla más, hasta que, de nuevo, volvemos a errar, y la dureza de la vida nos golpea, nos alcanza para recordarnos la necesidad que tenemos de ella. La ternura se constituye como una verdad de lo humano. Un simple gesto puede contener la fuerza de liberarnos, de aliviar la angustia para hacernos sentir apaciguados, justificados, amados y propulsarnos a salir del detenimiento, de la restricción, del peso de sentirnos responsables de nuestra propia inacción, para movernos hacia la libertad. La ternura funge así como elemento transicional que produce algo diferente de ella misma.

La ternura propone ese espacio transicional. Se convierte en un lugar de pasaje que nos ayuda a liberarnos, nos desinhibe casi de manera subversiva y mágica para conducirnos con suavidad a aproximarnos a otros seres. La ternura tiene la capacidad de disolver la zozobra, apaciguar el temor, permite una descompresión de la agitación del mundo, de la premura de la cotidianidad, hasta de la hiper-conexión tecnológica. Nos recuerda que tenemos cuerpo, que nuestro cuerpo es terriblemente sensible al exterior, que es un cuerpo inteligente, capaz de comprender −sin pensar− lo que dicen sus dedos, de ver con ojos ciegos, de escuchar la voz silente de una caricia.

La ternura nos reconcilia con nosotros mismos, gracias a ese pasaje, para sentirnos fortalecidos a fin de abordar otra cosa, avanzar en nuestra propia vida. Ella abre el camino para el deseo, para la sensualidad, para toda la alegría que la sexualidad puede ofrecer. La ternura hace posible algo diferente de ella misma. Ya sea porque la ternura se viva como necesidad vital de la condición humana, o como el contacto, el preámbulo que permita la aparición del deseo de un encuentro con otro que nos empuje a la aventura de la libertad. La ternura, genuina, no miente. Un gesto dulce y tierno no se simula. Su puede fingir una elocuente declaración de amor en palabras, así como un orgasmo, al estilo de la conocida escena de la película When Harry met Sally; pero la ternura suele establecer un espacio real y verdadero entre los seres humanos.

El mundo afuera no es necesariamente amigable. Es más bien, duro, difícil y hostil. Tantas veces, injusto. Con muchos, más amargo, y cruel que con otros. Hoy aparece en El País un artículo titulado: «Viaje a las entrañas del abuso infantil». Describe los estragos, las huellas y heridas que dejan la brutalidad, la violencia, el abuso en la infancia. La absoluta ausencia de ternura. El artículo refiere al trabajo de numerosas entidades en Filipinas que laboran en la asistencia a menores maltratados y abandonados. La denuncia, la descripción de las secuelas que relata la periodista es una realidad para muchos niños en el mundo. Sin ir muy lejos, dentro de nuestras fronteras venezolanas, tristemente abunda el maltrato y el abandono infantil. También, felizmente sobreviven −con tesón, dedicación y entrega− muchas instituciones. Para enfatizar la importancia del esfuerzo realizado en esos centros de acogida, levanto mi voz hacia las bondades de la ternura. Ante la maldad presente en la realidad de tantos, al leer sus testimonios, resulta inclusive cuesta arriba pensar en la dulzura. Pareciera una noción abstracta, melosa, que se nos deshace entre los dedos como un algodón de azúcar. Sin embargo, si logramos acopiar algo de confianza, a fuerza de intentar, de osar ir hacia delante, el mundo puede sorprendernos con gentileza en el encuentro con otros que nos ayuden, nos den la oportunidad de hallar ternura en la vida. Quizás se trate también de intentar establecer una relación tierna, dócil, con nosotros mismos, con nuestras dudas, con nuestras inseguridades. Sin la rigidez del control. La suavidad puede desbloquear las dificultades, ajustarnos al camino, sin abandonar la voluntad puesta en el horizonte del deseo. Al final, la lucidez de reconocer nuestra propia vulnerabilidad es una fortaleza. Y a la vez, nos abre a la capacidad de acoger con ternura la fragilidad del otro.

Quizás allí yace la invencibilidad de la dulzura, ser capaces de firmeza y de docilidad. Una sabiduría existencial para salir de un pensamiento binario y apuntar a que ambos −dureza y delicadeza− van juntos nutriéndose mutuamente: lo tenso y lo laxo, la acción y el reposo, la firmeza y la suavidad. Como en los padres que sostienen y guían a un hijo con «dulce-firmeza» más allá de una rígida autoridad arbitraria. Al imponer límites y justificarlos educan en libertad. De igual forma, podemos ser tajantes, firmes, en nuestras posturas en palabras hacia otro y a la vez mantener dulzura en nuestra presencia humana. La inteligencia sutil y perceptiva del cuerpo antecede inclusive al lenguaje.

El amor y la ternura nos autorizan a existir, según Sartre, para quien no hay Dios que justifique la existencia humana. Esa postura recalca el potencial contenido en la ternura, la capacidad de hacer nacer «otra cosa», hasta justificar la existencia. La ternura empuja a un niño a dar lo mejor de sí mismo. Riega sus potencialidades. Ayuda a la germinación. Así como se requiere ternura en una relación afectiva que permita al otro aflorar toda la verdad de sí. También en la vida en sociedad una protesta podría entenderse como la expresión de una necesidad colectiva de ser escuchados, tomados en cuenta, de subrayar su existencia como grupo.

La ternura es necesaria para con los demás, para con uno mismo, y para con el mundo. Ella es fuente de fortaleza, una especie de energía inmaterial contenida que nos ayuda a perseverar ante la dura resistencia de la realidad del vivir.

Comencé a escribir estas líneas evocando un recuerdo personal y terminaré con otro. El pasado mes de marzo después del primer gran apagón de electricidad en la ciudad de Caracas, yo volaba a Europa. En Maiquetía, entre un gentío varado desde hacía tres días, estaba una joven de Maracay quien tomaba un avión por primera vez en su vida. La fueron a despedir su madre, su hermana y su abuela. Conversamos mientras aguardábamos pacientes durante las varias horas de retraso. La joven me contó que su papá había regresado a Lisboa hacía seis meses. «Un portugués que se va de su país y regresa no es bien visto. Es como un fracaso para ellos, por eso tardó tanto en decidirse a marcharse de Venezuela. Ha trabajado duro devuelta en Portugal. Ahora me voy yo, luego mi hermana en unos meses y después mi mamá», me dijo. Sentí a la joven algo ansiosa, pero lucía serena. Traté de enviarle un mensaje de texto a la mamá, sabía que la hija perdería la conexión. Cuando nos bajamos del avión, la dejé junto a una agente de Air France. Ella no aguantó la inquietud solapada, y se despidió, abrazándome. Abrazó a una desconocida a quien quizá no vuelva a ver nunca más. Necesitaba un abrazo. Necesitaba a su mamá. Necesitaba de la ternura de otro para seguir adelante.

Como ella, así vamos todos por la vida…


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