Rómulo Betancourt con Eleazar López Contreras / Leo Matiz©

Por SIMÓN ALBERTO CONSALVI

“Los historiadores del año 2000 utilizarán en sus enfoques acerca de hombres y acontecimientos un lenguaje que hoy no puede predecirse. Quienes fuimos actores de ese episodio tenemos el deber de narrarlo y enjuiciarlo en términos verídicos y desprovistos de vindicativo acento, por respeto a nosotros mismos y para no lastimar susceptibilidades de personas a las cuales no profesamos malquerer de ninguna clase”.

Rómulo Betancourt,

El 18 de octubre, 1979

Introducción

La Revolución de Octubre es el suceso de mayor significación política en la historia venezolana desde la fundación de la República en 1830.  Ningún otro suceso tuvo su profundidad, ni sus objetivos, ni sus conquistas.  Entre sus principios fundamentales se inscribió el derecho al ejercicio de la soberanía popular, la modernización del país, las reformas políticas, económicas y sociales negadas por la vieja estructura del poder, en alianza con los poderosos intereses extranjeros que dominaban la economía nacional y condicionaban la política desde la aparición del petróleo en la primera década del siglo.

Germán Carrera Damas considera como “el 1º año de la democracia venezolana” al periodo que va desde el 18 de octubre hasta finales de 1946.  El historiador sostiene que “La fundación de la Primera República liberal democrática representó el primer intento sistemático (…) de perfeccionar en la hoy Venezuela la abolición declarativa de la monarquía, realizada mediante la aprobación, el 23 de diciembre de 1811, de la Constitución Federal para los Estados de Venezuela”. Juzgo pertinente citar su punto de vista:

“Para tal efecto se procuró ponerle término a la república liberal autocrática tradicional que estuvo más cercana del ejercicio absoluto del poder, característico de la monarquía absoluta, que del régimen republicano liberal moderno. La modalidad republicana autocrática fue una desviación del régimen liberal moderno definido en la Constitución de la República de Colombia, aprobada por el Congreso de los pueblos de Colombia, reunido en la Villa del Rosario de Cúcuta, el 30 de agosto de 1821”.

Ponerle término a la república liberal autocrática, como expresa el historiador, fue el gran designio de la Revolución de Octubre. Para llevarlo a cabo, sus propulsores, y, en especial Rómulo Betancourt, lo intentaron a través de la concertación y de los convenios políticos, sin el éxito deseado.

Una mirada a la época es de rigor. La guerra contra el fascismo y contra el nazismo abrió un paréntesis en la beligerancia de los partidos venezolanos, creando un clima propicio a los entendimientos, pero al mismo tiempo estimuló una mayor toma de conciencia entre los políticos y las masas populares.

La guerra terminó en 1945 y coincidió su fin con la necesidad de renovar los poderes y elegir un nuevo presidente de la República. La pretensión de repetir los esquemas de 1936 y de 1941 en la elección del presidente resultaba un anacronismo de tales proporciones que equivalía a lo que José Rafael Pocaterra denominó “golpes de papel”, al referirse a las siete reformas constitucionales del general Gómez.

Un “golpe de papel” fue lo que ocurrió en 1945 con la reforma de la Constitución, en un momento de la historia en el que el triunfo de los aliados le abría las puertas a la democracia en el mundo, bajo las  promesas de la Carta del Atlántico y de las cuatro libertades del Presidente Roosevelt. Puede afirmarse que desde la muerte del general Gómez, y la elección de Eleazar López Contreras como Presidente constitucional de la República en 1936 ningún asunto se debatió tanto como la elección de los presidentes y la democratización del sistema político.

Elegido el general López Presidente provisional por el Consejo de ministros la noche de la muerte de Gómez, el primer gran debate suscitado en el país giró en torno a la cuestión de si López debía ser elegido por el mismo Congreso designado por el dictador, o no. Aquello significaba la legitimación del Congreso, una anomalía incompatible con el fin de la dictadura. Contra todas las resistencias, contra la promesa inverosímil de que el Congreso de Gómez elegiría al presidente y luego se disolvería, se impuso la tesis de López Contreras bajo la argumentación de que cualquier otra fórmula no garantizaría la estabilidad del régimen y pondría en peligro la transición hacia la democracia.

En 1936 surgieron en el gran debate tesis imaginativas. Dos jóvenes escritores, Enrique Bernardo Núñez y Antonio Arráiz, sostuvieron, cada uno según sus percepciones y matices, la tesis coincidente de que era preferible que el general López gobernara como un presidente de facto mientras se convocaba una asamblea constituyente que reformara la Constitución, mientras el segundo postuló una tesis más audaz, “Dictadura (de López) antes que continuidad del Congreso”. Ambas fórmulas iban a significar la derrota de López, el único hombre capaz de contener las fuerzas gomecistas. Fue esta reflexión bien fundada la que condujo a los sectores democráticos a aceptar, “con el pañuelo en la nariz”, la elección de López por el Congreso, con las secuelas que en el juego político entonces iniciado tendrían aquellos diputados y senadores metamorfoseados en “demócratas” y los cuales se convertirían en capital político del Presidente.

De modo que con el tiempo podríamos pensar que el 18 de Octubre de 1945 fue, en gran medida, producto de las concesiones de 1936, y de las características de la transición. Reconozcamos que aquello no tenía alternativa. Reconozcamos, asimismo, que el liderazgo democrático apenas regresaba de largos años de exilio, y, si bien jugó un papel estelar en las jornadas de 1936, carecía de la influencia y de la fuerzas necesarias para contrarrestar las factores todopoderosos que dominaban la sociedad, entre otros el capital extranjero aposentado en el país desde la primera década del siglo.

Si la elección del presidente de la República fue el gran debate de 1936, también lo fue en 1941, con la peculiaridad de que en esta ocasión los sectores democráticos lanzaron una “candidatura simbólica” sin posibilidades de poder, pero como dramatización del gran absurdo histórico. Y se pretendió repetir en  1945, y algunos pensaron que, incluso, en 1951 podría tener vigencia la fórmula de elección del presidente por el Congreso, bajo la égida del Gran Elector.

El pecado mortal de la resistencia al cambio

El 19 de abril de 1941, el Presidente Eleazar López Contreras presentó  su último mensaje al Congreso Nacional. Elegido por los senadores y diputados de Juan Vicente Gómez el 19 de abril de 1936, cinco años después gran parte de quienes lo eligieron continuaban en sus curules, y, por consiguiente, tendrían en sus manos la elección del sucesor. Teóricamente, desde luego, porque el Presidente de la República era el Gran Elector. La última Constitución del dictador consagraba el periodo presidencial de siete años,  de modo que López  había sido elegido hasta 1943, ¡pero único caso en la historia!, resolvió reducir su propio periodo a cinco años, contra el criterio de sus innumerables consejeros.

La última Constitución de  Gómez, la de 1931, consagraba en el artículo 96:

“Dentro de los primeros quince días de su instalación, en el año en que comience el respectivo periodo, se reunirán en Congreso las Cámaras del Senado y de Diputados para hacer la elección del Presidente de los Estados Unidos de Venezuela”.

La Constitución de 1936, primera del post-gomecismo, época de López Contreras, en su artículo 96, (ni siquiera cambió el número), acogió la fórmula de Gómez:

“Dentro de los primeros quince días de cada periodo constitucional, las Cámaras reunidas en Congreso elegirán Presidente de los Estados Unidos de Venezuela”.

En 1941, en el periodo de la transición, podía entenderse, o justificarse, que el Presidente de la República como Gran Elector seleccionara a su sucesor. López Contreras escogió a Medina Angarita en un proceso complejo, a pesar de que sus preferencias apuntaban al embajador Diógenes Escalante. Los viejos generales gomecistas amenazaron  derrocarlo si optaba por el civil, tal como lo refirió el doctor Tulio Chiossone:

“Percatado del peligro que representaba para la estabilidad de las instituciones democráticas cualquier alteración del orden público en momentos en que era necesario consolidar la democracia por medio de una elección ajustada a la Constitución, trató por todos los medios a su alcance de influir en el grupo militarista para obtener su cooperación, pero encontró en él una franca resistencia a la postulación del Dr. Diógenes Escalante”. (…) “Desde ese momento pensó en la persona del coronel Isaías Medina Angarita, leal y eficiente ministro de Guerra y Marina, durante casi todo un periodo, y a quien lo vinculaban estrechos lazos de afecto, simpatía y amistad personal”.

No tanto como resultado de tan ingrata experiencia, quizás por convicción y comprensión de la dinámica política, en el momento de presentar ante el Congreso Nacional su último Mensaje el 19 de abril de 1941, López Contreras reconoció lo arbitrario y anacrónico de la elección de los presidentes de la República como se hacía en la época de Gómez, y manifestó sus esperanzas de que el sucesor del Presidente Medina fuera elegido por el voto universal,  popular, directo y secreto. Para ilustrar los avances del país bajo su Gobierno, recordó las circunstancias prevalecientes en 1935, cuando arribó al poder en medio de generalizada zozobra. Retengamos sus palabras:

“Hemos logrado, pues, una conciencia social preparada para la culminación de las prácticas democráticas, y estoy seguro de que continuando esa proyección del régimen que dejo establecido, lograremos llegar en un día no lejano a conquistas más amplias, en primer término a la instauración del voto directo para la elección del Primer Magistrado Nacional”.

López parecía entender que no sería posible prorrogar la fórmula gomecista,  y que la elección del sucesor de Medina se llevaría a cabo en condiciones democráticas. Eso fue lo que dijo. El general no fue ajeno al debate que tuvo lugar en el Congreso Nacional en junio-julio de 1936. Para romper, aun cuando fuera simbólicamente,  con la Constitución de Gómez, el Congreso Nacional decidió reformarla y nombró una comisión de 21 parlamentarios para redactar un anteproyecto.

En el debate del día 4, un senador  elegido por la Asamblea Legislativa de Nueva Esparta, inserto en aquel sanedrín venido del tiempo dictatorial, tocó las campanas de la historia. Luis Beltrán Prieto-Figueroa fue el primer parlamentario de oposición en aquel Congreso de camaleones transformados mágicamente en demócratas dispuestos a lavar sus culpas en las aguas del Jordán de los olvidos, pero sin propósito de enmienda mientras las circunstancias les permitieran pecar de nuevo.

Al tomar Prieto la palabra, las barras estallaron de tal modo que el presidente del parlamento amenazó con desalojarlas. El senador sostuvo la tesis de la elección universal y directa del presidente de la República. Así figuraba en el proyecto, y fue borrada en la Cámara de diputados, “inopinadamente y sin consultar las aspiraciones del pueblo, porque se quiere legislar a espaldas de la opinión que es la verdadera orientadora de las decisiones de los cuerpos legislativos en los países democráticos”.

Prieto sostuvo lo que debió sonar como herejía: la disolución del propio Congreso, “el pueblo pide en todos los tonos y por todos los medios posibles que el Congreso se disuelva, porque no quiere diputados  ni senadores que no han sido producto de la elección popular”. Asimismo cuestionó la tesis transaccional de la renovación por mitad de las cámaras. Prieto sostuvo: “…es un error, porque siempre será bochornoso que en una misma cámara se encuentran individuos que por venir investidos de una efectiva representación miren despectivamente a sus compañeros que representan el espíritu viejo y antidemocrático de la imposición gubernamental”.

La Constitución de 1936 redujo el periodo presidencial de siete a cinco años, y prohibió la reelección presidencial para el periodo inmediato. La elección del presidente quedaba en manos del Congreso, como se anotó antes, y a los senadores los elegían las asambleas legislativas en tanto a los diputados eran elegidos por los consejos municipales. La reforma rechazó el voto femenino, y mantuvo el inciso VI del artículo 32 que prohibía, desde Gómez,  las doctrinas comunista y anarquista.

1941, la candidatura simbólica de Rómulo Gallegos

En 1941, la presión popular por la reforma de la Constitución y la elección directa del presidente y de los cuerpos deliberantes se tradujo en lo que se llamó “candidatura simbólica”. El papel lo asumió el escritor plenamente consciente de que se trataba de un ejercicio sin destino, que sin duda llegaría a adquirir connotaciones de otro orden, pero las cartas estaban en manos del Gran Elector y de la mayoría oficialista del Congreso.

Gallegos, no obstante, olvidó esas circunstancias, y llevó a cabo una campaña presidencial ejemplar.  Recorrió el país, pronunció cinco discursos fundamentales en Caracas, Valencia, Barquisimeto y Maracaibo. Esos discursos permanecen como un hito de civilidad, e influyeron el debate político como nunca antes había sucedido. Gallegos tenía una visión coherente de país, fue al fondo de los grandes problemas nacionales con probidad, sin hacerle concesiones a la demagogia, en un lenguaje que perdura. Los discursos de 1941 se convirtieron en el centro del debate político porque interpretaban viejos y profundos reclamos. Del simbolismo de su candidatura, Gallegos pasó a desnudar la realidad. No obstante, otros episodios dramatizarán entonces el papel del Gran Elector: en primer lugar, el Presidente López Contreras  quiso presentar la candidatura del Dr. Diógenes Escalante, pero los viejos generales lo amenazaron con derrocarlo si no escogía a un candidato que fuera tachirense y militar, como quedó escrito. No bastaba una de esas condiciones. Así nació la candidatura del general Isaías Medina Angarita.

La ficción y el simbolismo ingenuo de la candidatura de Gallegos de 1941 resultaron explosivos en 1945. ¿Quién o quiénes en la oposición aceptarían ser candidatos «simbólicos»? Con esos procedimientos, el Congreso había «elegido» al general Gómez en 1931, al general López Contreras en 1936, al general Medina Angarita en 1941, y ocurriría lo mismo en 1946. El país, en otras palabras, tendría que esperar hasta 1951 para elegir un presidente a través del voto popular, mediante otra reforma hipotética de la Constitución.  O sea, veinte años después de la última «elección» de Juan Vicente Gómez.

Gallegos analizó cuidadosamente los asuntos que debía abordar en cada una de las zonas geográficas, según su pertinencia y agudeza. En Valencia, por ejemplo, disertó sobre los problemas de la tenencia de la tierra desde la época colonial hasta Juan Vicente Gómez, pasando por las frustraciones de la Revolución federal. El candidato simbólico abordó los problemas nacionales y los internacionales, porque no debe olvidarse que se vivía en un mundo en guerra, y que la guerra no nos era ajena ni en lo material ni en lo ideológico. “Política de paz y neutralidad y rechazo de toda injerencia extranjera en la decisión de los rumbos de nuestras relaciones internacionales”. “Defensa de los principios de autodeterminación de los pueblos débiles y solidaridad con la democracia mundialmente amenazada por el auge inquietante de los regímenes totalitarios y las dictaduras”.  En el Zulia planteó los problemas del petróleo. Las implicaciones para la soberanía del dominio extranjero sobre la industria, advirtiendo que no sería ni podía ser solución idónea “la tesis de la nacionalización inmediata del petróleo, tal como se hizo en México”, porque “carecemos de reservas propias de capital apto para ello y de red distribuidora y de todo el cúmulo de recursos técnicos y materiales requeridos para abordar siquiera la empresa de producir estatalmente los treinta millones de toneladas anuales que arrojan los pozos de la República”.

A pesar de la inequidad de las circunstancias, ambos candidatos presidenciales concurrieron el 21 de abril a la Radio Nacional para poner fin a la campaña. Ambos le hablaron al país. Gallegos, advirtiendo el desenlace, criticó con discreción “la defectuosa forma indirecta, de tercer grado, que al respecto rige entre nosotros, como supervivencia de las componendas de la dictadura con la constitucionalidad encubridora…”.

Para una interpretación de los sucesos posteriores, los planteamientos formulados entonces por López Contreras tienen categoría de clave. En 1941, como quedó visto, al presidente lo elegía el Congreso, y López Contreras era el Gran Elector. Clausurada la campaña el 21 de abril, transcurrieron mayo, junio y julio, hasta que el 28 de ese julio y en aquel Congreso de burócratas, donde no había incompatibilidad de funciones, y se podía ser funcionario público, ministro, jefe de aduana y senador o diputado simultáneamente, el general Isaías Medina-Angarita fue elegido Presidente de Venezuela por 130 votos, en tanto el novelista Rómulo Gallegos obtuvo apenas 13.

Además de haber sido 1941 el año de la candidatura simbólica de Rómulo Gallegos, fue también el de la fundación de Acción Democrática, de manera que fue tiempo de enorme intensidad política. Entre quienes intervinieron en el gran mitin del Nuevo Circo, el 13 de septiembre, estuvieron Gallegos y Betancourt. De éste resaltaremos las siguientes palabras:

“Nace Acción Democrática asistido por la fe y la emoción multitudinarias del pueblo, y lo comanda un equipo de hombres conocidos de toda Venezuela, de bien ganada solvencia política y moral, al frente del cual, como su gonfalonero y conductor máximo, marcha Rómulo Gallegos. (Aplausos). Marcha Rómulo Gallegos, maestro de juventudes, profesor de civismo, el candidato simbólico, o lírico, o como quiera llamársele, para la Presidencia de la República en 1941. (Clamorosa ovación. Vivas a Rómulo Gallegos). El mismo Rómulo Gallegos a quien en 1946, en las elecciones de 1946, los votos y la decisión del pueblo venezolano elevarán a la Primera Magistratura de la Nación (Clamorosa ovación).”

Esta fue la primera vez que se habló de la candidatura presidencial de Gallegos para 1946, y fue Betancourt su postulante. Está visto que el secretario general de AD daba por descontado que la reforma constitucional de 1945 consagraría la elección directa de los presidentes. De tal manera que esto explicaría la candidatura simbólica, con una connotación que hizo historia, y con unas implicaciones de largo alcance.


*El libro forma parte de una colección de 11 títulos editados por la Fundación Rómulo Betancourt para apoyar el Diplomado de Historia Contemporánea de Venezuela, que se dicta con el respaldo académico de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador —UPEL—. A la espera de financiamiento, están por editarse 4 ensayos, de Elena Plaza, Margarita López Maya, Diego Bautista Urbaneja y Alberto Navas.


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