Por ZOÉ VALDÉS 

Los poemas de Hermana pequeña de Sonia Chocrón me han dejado, tras su doble lectura, profundamente triste. Es la razón por la que he vuelto a leerlos una y otra vez, para sentirme lo suficientemente abrumada, en ese estado de excepción absoluta, y entonces poder escribir estas palabras mordidas, lamidas.

Escribo mejor sobre lo extraordinario cuando ando colgada de las cortinas, plena de melancolía. La melancolía es mi estado adecuado, porque es el estado más acabado e insuperable del poema. Estos poemas, como disparos de miel y leche, son inmejorables, óptimos, únicos. Forman parte del universo de una poeta esquiva que desde su primer libro hechiza más que seduce, apenas sin creerlo ella misma, tal vez sin saberlo siquiera.

«Yo tenía un arcabuz», nos afirma en un verso que es un beso desolado. Y nos besa, agotada, con la punta del arcabuz. «Entonces recuerdo la escopeta / Por si acaso». Y de este modo tan machihembrado, tan marimacha, sella de un silbido de esquina la página. De ella, de la esquina, o de la página, caen las balas, qué digo, las lágrimas. Yo cuando escribo soy muy marimacha. O sea, más bien soy ese ser luminoso rodando hacia la luz, hembra y hombre, hermafrodita y lúcida, que busca la espiral y la ascensión. No hay de otro modo. Busco esa mano, pareja a la mía, como la mano de Chocrón, en la oscuridad de los ojos de la Hermana pequeña que una vez soy yo, y otra es ella, la amada-odiada.

Desde 1990, cuando la poeta cubana Magali Alabau dio a conocer su legendario poema-libro Hermana, no había vuelto a sumergirme yo en la dimensión de lo mítico familiar. «Deseoso es aquel que huye de su madre», escribió José Lezama Lima en Llamado del deseoso, no olvidarlo. En lo místico religioso, y en la hermandad. En el respeto de la belleza fraternal, que significa entregarse y fugarse, desnuda el alma, a la herida de la partida, del regreso a las ruinas, de un ir y venir entre «la pelvis de mamá» y un «no tener que tragarse la vida».

Desde entonces, reitero, no había leído nada igual de tormentoso y perenne, de espléndido y hondo.

«Ser de niebla o no ser», de eso se trata. De andar a tientas, de no dormir sino de soñar, de cerrarse, o abrirse, como un libro no escrito todavía en un puñado de pétalos húmedos. No escrito por los muertos que son los que en verdad escriben nuestros libros. Alegres ellos, al menos, más que nosotras, en sus risas de muertos alumbrados.

También como Alabau, Sonia Chocrón sabe que los que nos queda, a veces, es recurrir a las hermanas, inventarlas, y tratar de venderles cualquier cosa, con tal de sentirnos vivas. Aunque «ahora nadie muere por mí», nadie muera por nosotras, salvo nuestras sombras hurgando en los espejos, en los viejos ‘chiforrovers’ donde buscamos sombreros en forma de zapatos que nuestros descosidos pensamientos puedan calzar holgadamente, y volver a taconear versos por bulerías, o por guaguancó.

Sonia Chocrón, niña judía, escribe como la niña celta que fue mi abuela, y que ahora soy yo, heredera, murmurándole idiomas discurridos a las piedras, secretos del vientre henchido a la novena ola; mudándose en las Astarté, Diosas Níveas, que nos nombraron como modelos del Paraíso.

Además de dejarse llevar por la palabra, y al final de la ecuación que para Poincaré era la poesía, por fin dominarla, Chocrón implora, conjura. Va desnuda y en puntas de pie, en medio del bosque de la noche, de aquella Djuna Barnes que descubrí bajo un puente parisino. Lo de ella, su misterio, no va de grillos, sino de chicharras, que el canto no es el mismo.

Cada pesadilla es un traquetear del gatillo de aquel arcabuz. Y cada mirada suya es una asfixia mojada con la puntita de un pañuelo olvidado, bordado, y guardado junto al pezón materno.

Una otra cosa, ¿por qué siempre los totalitarios nos acaban con los teatros y los cines? ¿Por qué, Sonia?

Mientras escribo sobre esta poesía hierven mis manos, sofocada pregunto y pregunto, inquieta transpiro, atrapada por ese gen de la tristeza, que como ya anuncié «era mi gen de la felicidad», y cito otro verso de la autora. También yo, cuando vivía bajo la tiranía no hacía más que lavarme las manos y la cara, era una forma de desaparecer, de trasladarme conducida por el agua, y en la brevedad de la espuma, a una especie de invisibilidad que me salvaba de mis instintos más penosos. Todo parecía atropellarme, como en el carromato del poema de Sonia, sobre todo las malditas ideas, y ¡el deseo! Oh, ese deseo recurrente de ser libre, por todas las vías, las del cuerpo, las de la muerte. Porque también morían las palabras, y eso es lo primero que debía yo salvar: las palabras, aunque ya demasiado saladas, por ese tenebroso mar púrpura.

La poesía de Sonia Chocrón nos sitúa en el medio de una ola, desde allí nadamos hacia una repetición de lo desconocido, y recordamos que alguien nos apuntó con una pistola en aquella isla desdichada, y que entonces tuvimos que sacar el bendito arcabuz, tan parecido a un lápiz o a un pincel, apuntar, golpear, tirotear y huir, fugarnos solas y rabiosas. Los poemas son perfectos, porque lloran y consuelan mientras los leemos, y eso es lo que vale de la poesía, cuando nos acompaña afligida justo hasta la cresta de la ola, y nos impulsa hacia un sitio donde la ternura es el único país posible, y donde alguien nos recibe con un plato caliente, y nos musita: ¡Shalom! ¡Shalom, hermana pequeña!


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