KARINA SÁINZ BORGO, POR CLARA RODRÍGUEZ

Por KARINA SÁINZ BORGO

Señora Vera Michalski, presidenta del jurado del Premio Jan Michalski y sus miembros Jonathan Coe, Kapka Kassabova, Andrea Marcolongo, Valérie Mréjen, Sjón y Gonçalo Tavares, señoras y señores,

A la literatura se llega por desesperación. De ella habrá de surgir una meseta narrada por un hidalgo o el patíbulo contado por un asesino. La literatura ensancha o estrecha el mundo, según quien nos lo cuente. En ella caben la pastora Marcela cervantina y el arsénico que Emma Bovary se lleva a la boca. La novela descubre los lugares inmorales de nosotros mismos. Por eso escribir es un acto extractivo, es escarbar la tierra con las manos. Para conocerlo, al mundo hay que despellejarlo. Por eso de una novela nunca se sale ileso.

La literatura no resuelve problemas. No libera países. No resucita a los muertos. Se escribe para habitar la piel del otro. Para ser incluso aquello que odiamos. En su Poética, Aristóteles asegura que la tragedia encierra la catarsis, esa facultad de redimir y purificar al espectador. Es un rito colectivo de la polis, una ceremonia ciudadana. Releer y revisitar la tragedia es un gesto político. Sin embargo, cuando asistimos a ella sin la convención literaria, acaba por nublar la razón y anular nuestra capacidad para hacer algo con ella. Eso es El tercer país, la novela que el jurado del prestigioso premio Michalski ha premiado este 2023. Es la consecuencia natural de un desgarro que viven al mismo tiempo el lector y el autor.

En mi primera novela, La hija de la española, conté la historia de Adelaida Falcón, una mujer que usa la identidad de otra para escapar de un lugar en ruinas. Adelaida, la protagonista, se apropia del nombre de su vecina, a la que consigue muerta en el suelo. Empujada por la desesperación de una violencia que traspasa las paredes, enloquecida por el miedo, Adelaida se deshace del cuerpo sin vida de aquella junto a la que vivió durante años. La arroja como un bulto a una fogata urbana, le niega cualquier recuerdo o sepultura, con el único objetivo de usar su nombre para escapar. Adelaida es la peor versión de quienes han sobrevivido. Adelaida podría ser cualquiera de nosotros.

Esta segunda novela, El tercer país, narra la travesía de una mujer que atraviesa la frontera cargando a sus hijos muertos dentro de una caja de zapatos, con el único propósito de darles una sepultura digna. Nací en un país en el que hasta las flores son peligrosas. Fui educada en la belleza y la depredación. La destrucción, la demolición y la profanación me enseñaron a sorber la belleza muy rápidamente, antes de que alguien me la arrebatara. Crecí llevándome el mundo a la boca y masticándolo antes de que desapareciera ante mis ojos. Creo que eso puede explicar por qué en mis novelas los personajes se agarran al mundo sujetándolo con los dientes. Pelean como bestias asustadas.

Angustias Romero, la protagonista de El tercer país, huye andando desde la sierra oriental a la occidental. La persigue una peste que borra la memoria y anula la voluntad. Sus dos hijos han muerto en la travesía, pero no dispone de dinero para sepultarlos. Su marido, aquejado por los síntomas de la epidemia, apenas la ayuda a cargar a sus bebés muertos. La desesperación los conduce hasta el cementerio ilegal en el que una mujer llamada Visitación Salazar, una negra preciosa, forzuda, fiestera y dicharachera, entierra a los muertos que nadie reclama. Una vez que consigue dar sepultura a sus hijos, Angustias Romero ya no puede regresar —¿adónde, si lo ha dejado todo atrás?—, así que decide quedarse a vivir en el camposanto. Tendrá que convencer a Visitación Salazar, un personaje estrambótico, excesivo, entre festivo y trágico, la síntesis perfecta entre piedad, compasión y resiliencia, una mujer que le permitirá trabajar, como mucho, a cambio de techo y comida. En ese mundo al margen, Angustias Romero construirá uno propio.

Juntas, Angustias y Visitación forjarán algo parecido a una amistad. Se moverán en un territorio violento en el que los hombres y las mujeres se tratan entre sí como animales: atacan en grupo, se defienden en grupo. Obedecen, delatan, trafican y hasta venden el pelo a cambio de unas monedas para comer. En El tercer país hay depredación, narcotráfico, violencia, jaurías de perros, ríos que engullen, serpientes que reptan, tumbas pobres, hay polvo, tierra y erosión… Angustias y Visitación viajarán —a la manera cervantina— por un territorio arrasado moralmente. Las esperan en cada pueblo el cacique, el matón de turno, el ladrón, el delator, el verdugo. Aprenderán a moverse por ese territorio con un único fin: enterrar muertos. Dándole sepultura a quienes no conocen, forjan para sí mismas una ley propia.

El tercer país ocurre en un territorio imaginario, Mezquite, un lugar que bebe de la Comala de Juan Rulfo, un paraje cuyas potentes tolvaneras dejan al descubierto a la Antígona de Sófocles, esa mujer que viola la ley y desafía al poder para enterrar a los muertos. La tragedia, otra vez, como una máscara que tenemos que vestir para dar sentido a lo que hemos vivido. Mi mundo literario, el que he confeccionado para sobrellevar el que dejé atrás, está lleno de surcos, de estrías, de piel herida, de sangre seca, de ruinas. Dejé mi país hace casi veinte años. A él vuelvo en mis novelas o en mis pesadillas. Entierro una y otra vez el lugar en el que nací, me despido de él para crear una tierra nueva.

Cuando escribo, amaso una piel para el mundo desgarrado que llevo dentro. Nací en el reino de la belleza y la catástrofe. Soy una criatura educada en la belleza de la tragedia. La conozco. Me habita. De los cinco movimientos de la Sinfonía No. 2 de Mahler, el último es el más hermoso. El juicio final ha llegado, los muertos resucitan y los pecadores espantan sus faltas para librarse del infierno. Suenan las trompetas del Apocalipsis y luego un aterrador silencio. En ese instante oscuro, ausente de cualquier nota, emerge el canto de un ruiseñor. Ese momento fugaz, brevísimo, anticipa las voces del coro que anuncia la resurrección que da nombre a la sinfonía. Es el triunfo de la vida sobre la muerte. Y es justamente eso lo que ocurre en El tercer país. Entre tumbas polvorientas, en medio de toda esa desolación, hay un pájaro que canta y un sol que persevera hasta convertir la noche en amanecer.

De eso habla El tercer país, la novela que la Fundación Jan Michalski y el jurado de su prestigioso premio ha reconocido este año. Me llena de orgullo recibir un galardón que reconoce una obra sin importar el idioma en el que ha sido escrita. En su selección brillan autores como el siempre imprevisible y original Enrique Vila-Matas; Philippe Sands con aquel desgarrador libro East West Street o Julian Barnes, cuya audacia literaria deslumbra. Agradezco a Vera Michalski, presidenta del jurado de este premio, y al resto de sus miembros, en especial a Andrea Marcolongo, quien propuso el libro para su evaluación. Dice Herman Melville que la escritura es un proceso en el que alguien bucea y sale a la superficie con los ojos llenos de sangre. Y así habéis leído vosotros esta novela: con ojos heridos y sensibles, ojos universales.

Gracias a mi agencia Casanovas & Lynch, a Penguin Random House y muy especialmente a mis editores Antoine Gallimard y Gustavo Guerrero, por su infinita generosidad; a Roland Spar, de Fischer, por su apoyo incansable, así como a Clara Capitão, de Penguin Portugal; Angela Traffo, de Einaudi y Paloma Sánchez van Dijck, de Meulenhoff.


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