Suspense (1870), de Edwin Landseer / Museo Victoria and Albert, Londres

Por ERIK DEL BUFALO

A Benito Velasco, in memoriam

Antes de que llegara el coronavirus y la masificación de la medicina militar, antes de que nos pusieran un tapaboca obligatorio que nos aleja de los afectos y de respirar la realidad, muchos sospechábamos ya que algo olía muy mal en nuestro mundo. Hace rato que perdimos el olfato certero y por eso la peste que se ha abatido sobre nosotros es solo una señal de una tragedia mayor, escondida bajo las prendas de la más grande incertidumbre. Muy atrás quedó el barrunto hamletiano de sospechar del poder; recelo que le abrió al príncipe danés las puertas al esclarecimiento de su destino. Tales son las maneras del poder que incluso pretende protegernos con un manto maternal mientras que de un modo ilegítimo comparte el lecho con el asesino de nuestro padre. Es quizás en este sentido que el poder en Occidente se quiere cada día más antipatriarcal.

Pero no por ello ama más a las madres. El recién nacido, casi ciego, consigue encontrar el seno materno gracias al olfato. Con todo, en el propio momento del parto, el hombre moderno, apenas dejando el crisol natural del útero, nace dentro de la ciencia, dentro de los avatares tecnológicos, dentro de la industria médica, que en última instancia es su partera, cuando no su nodriza. Como confiamos desde la primera infancia en la ciencia como si fuera una madre, sus instituciones, su burocracia, su discurso normativo, a horcajadas entre el mercado y el Estado, nunca vemos en sí mismos estos resortes primarios del biopoder; tan solo, acaso, percibimos su «normalidad» y la seguridad que pretende brindarnos. Es en esta costumbre, no elegida, de confiar en un mundo establecido que se ofrece como enorme incubadora de por vida, donde la existencia finita, lejos de las fuerzas elementales, se cree sin riesgos inherentes y le cuesta percibir los peligros de su frágil realidad. Nacemos dentro del progreso, que irradia su luz artificial sobre la luz natural de los fenómenos. Allí no cabe la intuición, pues esta requiere de la cercanía de los elementos y del afinamiento de todos los sentidos. El niño nace ya en un hospital o en una clínica, bajo esmeros esterilizados que de entrada, como señalaría Ernst Jünger, «pretenden disolver el destino en un cálculo de probabilidades». El hombre moderno no nace como destino, sino como accidente, como caso estadístico.

Rápido perdemos el instinto del neonato, por lo que de adultos solamente sentimos a la bestia cuando ya está sobre nosotros. La bestia anda como el «enemigo invisible» que nos quita la libertad mientras pretende que ello sea un acto de amor. A propósito de esto, el gran poeta chino Bei Dao afirma que «la libertad no es sino la distancia entre el cazador y la presa». Como presas, los hombres de hoy somos más fáciles de cazar, pues estamos más cerca del nihilismo; pero como cazadores prácticamente somos ya inútiles cuando no grotescos. Así, estos cuerpos que somos, dóciles y en buena salud, aunque nimia salud, obedientes a las consignas que no vienen de la ley, sino de instituciones ajenas a nuestras soberanía, como la OMS o la poderosa industria farmacológica, encuentran en nosotros la más complaciente de las víctimas y a un organismo prácticamente privado de resistencias, de antitoxinas y de anticuerpos. Los animales, en cambio, todavía pueden oler el peligro, la enfermedad y a sus enemigos.

Han pasado considerables siglos desde que Platón centró nuestro principal sentido en la vista, despreciando al olfato como el «menos divino» de todos los sentidos. Incluso Aristóteles, quien trató por todos los medios de reivindicar el tacto, también subestimó el olfato y privilegió, finalmente, a la vista; pues esta, según el maestro de los peripatéticos, realiza la forma en que describimos «las percepciones comunes». Nuestros sentidos deben ser «estéticos», deben percibir de forma adecuada al canon social, que además es un canon visual; «guardar las formas», se dice.

Expresar que «algo me huele mal» o que «esto apesta», que «fulano o mengano tiene un tufo a estafador», no son formas del juicio lógico. Efectivamente, son enunciados de la intuición pura. La lógica es común, la intuición es personal. Immanuel Kant, por ello, igualmente denigraba del olfato, pues lo consideraba asocial, subjetivo y «contrario a la libertad», pues era difícil detener su influjo sin impedir a su vez la respiración. Pero justamente, por ser el más subjetivo, el más individual, el más personal de los sentidos, en fin, el más íntimo, está,  por ello mismo, más vinculado a nuestra percepción intuitiva que puede llegar a ser, si se desarrolla de un modo adecuado, inteligente. Tanto es así que muchos místicos orientales relacionan el tercer ojo con el rinencéfalo, la zona de nuestro cerebro encargada de procesar la información proveniente de este vilipendiado sentido.

Personalísimo, el olfato es el signo de una inteligencia única, inalienable, vital, capaz de actuar al margen de todo sofisma de la razón, de toda elucubración mental, de toda estructura de la lógica, de toda ideología, creencia y propaganda. Nos ofrece una relación casi mágica con la realidad, muda, inexpresable, entrañable, inconfesable pero real. La muerte del olfato entonces también significa la muerte de la intuición, el triunfo de la homogeneización del talento y la derrota de lo animal, o de la naturaleza, en nosotros: la domesticación definitiva.

Reducido el olfato, no sentimos el mal olor si la forma es adecuada; lo aceptado ya no hiede, hiede el inconformismo, que cada vez se asocia más con alguna forma de trastorno mental o emocional. No sentimos el hedor de la bestia si las maneras son políticamente correctas y melifluamente sentimentales. Aún podemos decir, pero quizás no por mucho más tiempo, que «algo nos huele mal en Dinamarca». Sin embargo, no faltará quien inmediatamente nos demande datos objetivos o nos emplace por argumentos, como si el olfato no fuera más objetual que todas las construcciones mentales. Estamos obligados para poder defender nuestras intuiciones a llevarlas ante el «tribunal de la razón», donde se encuentran apoltronados los grandes magistrados de las opiniones establecidas, militantes de la «razón comunicativa», razón esta más razonable que racional y que no es más que el consenso de unas mayorías impalpables o indeterminadas. Este relativismo del supuesto consenso apesta ya demasiado en las atribuladas democracias occidentales, cuyos mandarines comunicacionales no tardarán en acusarnos de delirantes o conspiranoicos, y arrojarnos al foso de la posverdad, si no somos capaces de traducir nuestro olfato en términos de enunciados políticamente aceptables, es decir, inocuos o romos. Pero un olor no tiene argumentos y entonces debe callar. Nuestra época en parte se funda sobre una anosmia general, somos cada vez más incapaces de percibir las amenazas reales de nuestro entorno, necesitamos de medios absolutamente redundantes y de opinólogos de toda suerte para establecernos un juicio cualquiera.

No obstante, existe afortunadamente quien aún prefiera mil veces a un buen sabueso, a un gran rastreador, a un cazador con olfato que a cualquier docto de la mera opinión o especialista del relativismo contemporáneo para atravesar esta selva oscura de la modernidad posindustrial globalizada; de esta época que tanto hiede a bestia desconocida, llena de enunciados reiterativos y vacíos, incapaces de percibir el aliento del dragón que ya se acerca demasiado a nosotros y del cual esta peste pandémica parece apenas el ruido de uno de sus coletazos.

El olfato si bien trajina como el más humilde de los sentidos humanos, es también el más difícil de manipular. Mientras la mente siempre se fuga al futuro, calculando escenarios hipotéticos, mientras nuestras emociones siempre quedan fácilmente atascadas en el pasado tratando de hacer de nuestra historia un cuento que sea tolerable a nuestra conciencia, los sentidos del cuerpo están fijos en el presente, del cual no pueden escapar. Por eso nuestro cuerpo siempre lo ve claro, siempre es el índice último de lo real, del camino, de la vida, de la verdad: noli me tangere.

Por más que parezca una paradoja, nuestra época narcisista no ama al cuerpo, ama al ego; esto es, al reflejo siniestro, alternado, especular de nuestro cuerpo y que es de todas las ilusiones —como ilusión es al fin y al cabo toda imagen— la más difícil de vencer. En 1675 Benedictus Spinoza escribía: «Nadie ha determinado hasta el presente lo que puede el cuerpo». En ese punto liminar de la historia de Occidente, donde la modernidad se hacía ya irreversible, nos encontramos todavía muy lejos del materialismo relativista y del ateísmo contemporáneos; la razón buscaba entonces refundar nuestra relación con lo divino, creando un nuevo pacto: Dios no es una cuestión de fe, de analogías y autoridades sacerdotales sino de conocimiento. La modernidad aún estaba envuelta por la intuición de Juan: Dios es Logos. Por ello, la naturaleza divina debía ser igual a la naturaleza divinizada, Deus sive Natura, y no una naturaleza caída. No otro sino aquel era el principio de inmanencia que guiaba a los filósofos de la otrora modernidad racionalista y que hacía de la sustancia divina un gran lienzo donde la ciencia podía pintar sus verdades solamente parciales, provisorias y relativas. En ese contexto, el cuerpo dejaba de ser la tumba del alma y pasaba a ser su expresión física. Esta intuición, no obstante, se perdería con el paso de los años y la idea cartesiana del cuerpo como autómata, más cercana a la era industrial que se avecinaba, terminaría por vencer y tomaría el monopolio de las ciencias modernas. Después de todo, si el cuerpo es una máquina más entre las máquinas, tanto mejor para la eficacia, el control y la productividad. Una máquina, por supuesto, carece de olfato o de intuición. Por ello, difícilmente ninguna inteligencia artificial reconocerá jamás en el aroma de una magdalena recién horneada la memoria infinita contenida en ella, y que logró, por ejemplo, sucintar en Marcel Proust la escritura de su gran obra En busca del tiempo perdido. Una intuición cuyo esclarecimiento le llevó a Proust al menos siete novelas. Para Spinoza, la consumación de la razón es la intuición activa, la realización de la intuición es la acción adecuada. Pero nada «más excelso y difícil», escribe el filósofo de tantas excomuniones al final de su Ética. Una ética para cazadores iluminados y no para las presas fáciles de las construcciones lingüísticas, donde el «género», siempre abstracto, predomina sobre el cuerpo.

Muy lejos nos encontramos hoy de esta visión. Salvo, de pronto, en algunas esferas de la literatura y del arte, es decir, de lo poético —y de allí su gran importancia—, nuestras intuiciones se hacen de esta manera, y en el mejor de los casos, poca cosa; en el peor, lucen vergonzosas, incorrectas, y de las cuales no podemos dar cuenta, pasando a la esfera privada, cuando no secreta. He allí, sin embargo, una ventaja, se hacen también, por la misma razón, invisibles al biopoder, para el cual todo es una construcción arbitraria del lenguaje. Después de todo, «la naturaleza ama ocultarse», sentenciaba Heráclito.

¿Pero de quién debe ocultarse la naturaleza? Los antiguos cazadores finlandeses tomaban y conservaban el hocico del oso, «para robarle su olfato». Es porque la naturaleza en sus arcanos siempre es invisible, no vemos lo que engendra —la physis, solo lo engendrado, lo cuantificable. Por ello, a la divinidad no la vemos, pero como en el gnosticismo sufí podemos apreciar en la rosa el aroma de la Fuente, o en el misticismo cristiano podemos sentir el perfume del Espíritu Santo. Como si hablara en contra de los falsos demiurgos de hoy, el apóstol llega incluso a decir: «Porque fragante aroma de Cristo somos para Dios entre los que se salvan y entre los que se pierden; para unos, olor de muerte para muerte, y para otros, olor de vida para vida. Y para estas cosas ¿quién está capacitado? (2 Corintios 2: 15-16). No se trata aquí de una cuestión de fe, sino de misterios. Pues el misterio, que existe para todo el mundo, creyentes y escépticos, está velado pero tiene un perfume; es decir, podemos intuirlo y ello está más allá de la fe o de la incredulidad. El misterio puede olerse como se huele el más dulce perfume de una flor, aunque racionalmente nunca lleguemos a saber por qué la flor existe en vez de no existir.

¿Quién puede estar capacitado para sentir el olor de la muerte de un poder que se reclama protector de la vida? En última instancia, esa es la única pregunta que nos queda como crítica a una época que maneja y manosea para sí todos los filosofemas y todos los sofismas para almas que cada vez se asemejan más a la porcelana china que al oro del alquimista. En todo caso, sentir el hedor de la bestia de nuestros tiempos y distinguirla del perfume divino, o de la naturaleza engendradora presente en la rosa —aquí da lo mismo cómo quiera llamarse a este misterio— no solo lleva a las más altas gratificaciones, es también una necesidad si queremos que perviva a esta época, tan henchida de miasmas y efluvios en 5G, lo humano en el hombre y que la vida huela a vida y no tanto a hospital, a muerte.


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