agua
AFP

Por BEATRIZ SOGBE 

Y de repente confinamiento. Abruptamente. Con una despensa limitada, con solo una biblioteca, unas películas  de autor −es poco interesante la oferta de Netflix−  y un jardín. La lógica decía que había que volcarse en los libros. Y así fue, en un principio. Una figura amenazante e invisible nos obliga a permanecer aislados. Después de escuchar un montón de aburridísimos videos, audios, explicaciones sobre la pandemia −todo médico que se precie no dejó de dar su opinión−  y como nos afecta, decidimos que ya teníamos toda la información necesaria para, convencidos,  aislarnos. Sobre la gripe española, de 1918, teníamos conocimiento de que se llevó a Egon Schiele (1890-1918), Gustav Klimt (1862-1918), Apollinaire (1880-1918), Edmond Rostant (1868-1918) e, incluso, a nuestro Armando Reverón (1889-1954) −que sobrevive, pero le deja graves secuelas−.  Leímos la novela de Uslar y recordábamos las historias familiares de los abuelos. Todo parecía lejano, inverosímil, una historia de ciencia ficción, pero ya estaba aquí. La culpa es de los chinos −dicen. Y a alguien hay que echarle la culpa.  Así que no era asunto de inventar. Menos en un país donde no hay medicinas, la mayoría de los buenos médicos se fueron y las clínicas están menguadas de recursos. Y nuestros bolsillos también.

Los libros fueron y lo serán siempre −el refugio más próximo. Pero de repente estaba el jardín. Hacer en él lo que siempre se había pospuesto. Eso requiere paciencia, tiempo, serenidad, pero sobre todo humildad. La palabra humildad proviene de la voz latina humilites. Y esta, asimismo, de la raíz humus, que significa tierra fértil. Así que un modesto jardín −no es más que eso− se convirtió en nuestro refugio. Y es que cuando se tiene conciencia de que no trascenderemos y de nuestra finitud, olvidamos el antropocentrismo, volvemos la mirada a lo más sencillo. Lo más próximo, lo tangible.

Aprender de la naturaleza es cosa de sabios. No es fácil. Requiere paciencia y humildad. El hombre citadino es poco dado a la contemplación. Si se vive en un país de cuatro estaciones se sabe que hay que vestirse, de acuerdo al tiempo. En los países tropicales y subtropicales no hay mayores diferencias, solo lluvia y sequía. Pero en nuestro medio se le suma algo que hizo cuesta arriba la labor: no hay agua o esta llega cada dos semanas. Tremendo reto. Aun así, decidimos afrontar el reto.

Francis Bacon fue un conocido filósofo y un desconocido jardinero que dijo: «la única forma de dominar un jardín es obedeciéndolo». Y eso solo se aprende con los fracasos. Nos enamoramos de una planta y tercamente la sembramos. Si no es la conveniente, tristemente morirá. Es la dolorosa enseñanza de la naturaleza. Sumisión al clima, a la calidad de la tierra, a la orientación, al riego apropiado.  Siempre pensé, cuando vi la película El último emperador, de Bernardo Bertolucci, que quizás el guionista pudo haber pensado en una segunda parte donde el emperador Pu Yi −quien no sabía ni atarse los zapatos, por inútil− se hubiera reivindicado cuando terminó sus días como jardinero. Es posible que el modesto oficio le haya proporcionado más felicidad que los oropeles reales.

Ser jardinero se inicia con la vestimenta. Ya que ejecutar esas labores exige andar con ropa vieja, botas de goma, tijeras, piqueta y rastrillo. Es ser modesto hasta en el vestir. Y casi toda la tarea la haces de rodillas. Es una provocación espiritual. Por ello siempre había huertos y jardines en los monasterios.  Nada se opone más a la impaciencia consumista que un jardín.  El jardín tiene vocación contemplativa que importa serenidad. Trabajando la tierra se suspende el pensamiento, se vacía la mente, se acalla el ego, se purifican la mirada y el oído. Estar en un jardín es estar con uno mismo. No se trata de disciplinar la naturaleza, sino a uno mismo. No le puedes imponer a la planta que necesita cierta orientación solar, calidades de tierra y humedad. Es entender el clima. Uno se aísla del ruido ambiental y practica la contemplación. Y mientras más vacío de pensamiento se agudizan los sentidos.

De repente se entiende que mientras más cosas acumulamos más vacíos nos sentimos. Porque la sed de belleza no se sacia sino dando. La adicción al consumismo y el culto al yo condena al último círculo del infierno dantesco que es la insatisfacción permanente. Y entonces nos damos cuenta de que el bien más preciado es el tiempo. Es inmaterial, no se hereda, no se puede vender, ni traspasar. Y se acaba irremediablemente. Un tiempo indefinido de reclusión es algo realmente desconcertante.

En estos tiempos de pandemia muchos han reivindicado el balcón como refugio. Los balcones, en nuestro medio, solo fueron un lugar comercial que los constructores exigían porque no se computaban en las ingenierías municipales y eso se traduce en más metros que vender. De ser el lugar de los trastos, las macetas mohosas, el lugar para fumar o depósito de bicicletas, se convirtió −en unas semanas− en el desahogo. Si es que el usuario no lo techó para ganar más área.  Y si las cosas continúan, nada será más deseado que un apartamento con terraza. Las ventilaciones cruzadas, el ingreso de la luz y el sol y las áreas verdes comunitarias. Pero no nos engañemos. Nada sustituye un pequeño jardín.

En nuestra experiencia, las cosas se nos complicaron. No tener agua significa muerte para una planta. No se puede resembrar en sequía y menos sin agua. Cuando se realiza la poda es urgente el agua. Un vivaracho paisajista ahora menciona que el marrón también es color en paisajismo. Y con eso se está haciendo muy famoso. Pero la verdad es que nada puede sustituir la exuberancia de las plantas y flores. Hay una contradicción en ese planteamiento porque el jardín se relaciona con el paraíso. Y este no puede ser sino verde. Nadie puede imaginar un paraíso en un desierto. De hecho, lo más deseado en un desierto es un oasis. Pensar en un jardín sin trabajarlo es contradictorio. Es cierto que hay escasa mano de obra y ese es su principal argumento para defender un lugar lleno de malezas y montes, sin cuido. Pero el que no quiere trabajar que viva en un apartamento. Jardín es sinónimo de trabajo.

En ese punto empezamos a ver las malas hierbas y las parásitas. Porque ya no se podía sembrar, ni podar, ni regar. Las parásitas siempre han movido mi curiosidad. Parecidas a los hombres inútiles y a la mayoría de los políticos son unas verdaderas plagas. Es impresionante como las Pithirusa pyrifolia (guatepajarito) o las Tillandsias recurvatas (tiñas) acaban con las plantas. Las primeras chupándole la savia. Las segundas exhalando un ácido que, poco a poco, las mata. Muchos de nosotros hemos conocido personas parásitas que succionan todo a su alrededor, sin aportar nada. O emanan toxicidades. Así que pasamos semanas rastrillando hojas secas y eliminando parásitas. Sacando plantas muertas por la sequía. Sentíamos que no avanzábamos. Pero insistíamos. Llegaba la mañana y si había llegado un poco de agua la felicidad nos embargaba para salvar nuestras desfallecidas plantas. Y seguíamos sacando parásitas y rastrillando. Un día un bajón de electricidad quemó los tableros eléctricos del embalse que surte agua a Caracas. Ahora había que racionar hasta el agua para bañarse. No tenía sentido seguir en el jardín.  Entonces entendimos que, sin luz, sin agua, con una conexión inestable de Internet, sin gasolina, sin la posibilidad de comprar fertilizantes, ni pesticidas, no había más alternativa que volver a los libros. Vivir la pandemia en Venezuela es, quizás peor, que en cualquier otra parte del mundo. Habían ganado los parásitos.


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