Rodrigo Blanco Calderón / @La_Wagemann_Photo. Juan Carlos Chirinos / Vasco Szinetar

Por MIGUEL GOMES

Creo que ya existe un consenso crítico en lo concerniente al deterioro colectivo como una de las materias dominantes en las letras venezolanas de hoy. Conviene todavía subrayar, sin embargo, que la plasmación del desmoronamiento, la discordia o la abyección ha ido imponiéndose debido a que lo poético, en palabras de Jacques Rancière, es “idéntico a la esencia del lenguaje en la medida en que esta es idéntica a la ley interna de las sociedades. La literatura expresa la sociedad aun si solo se encauza hacia sí misma” (1). En otras palabras, nada queda exento de lo político, por más voluntad escapista que demuestren ciertos autores o que su escritura superficialmente parezca ajena a los avatares de la comunidad. Tanto en el inconsciente textual como en el horizonte vivencial del público ―sin cuya interpretación el texto se reduce a una masa anómica de signos― la sociedad siempre nos habla, y de maneras disímiles.

Integrada en ese cuadro, la extranjería por emigración, exilio o desplazamientos que oscilan entre ambas categorías ha sido una de las experiencias cruciales del país durante los últimos años. La literatura lo corrobora, aportando evidencia de que lo anterior no acontece de un modo exclusivamente testimonial. Dos novelas publicadas en 2021 constituyen buenos ejemplos; en ellas, el extranjero, lo que suscita o lo rodea se manifiestan con oblicuidad o por vía metonímica, y condicionan no solo el argumento sino hábitos formales.

Comienzo con el caso de Simpatía (2). Uno de los aspectos más llamativos de esta segunda incursión de Rodrigo Blanco Calderón en el género son sus diferencias con respecto a la primera. El contraste entre la urdimbre intelectual laberíntica de The Night (2016) y la aparente linealidad de la trama de Simpatía es notable, habiendo sido subrayado por sus reseñistas. Además de evidenciar una ampliación estilística, ha de destacarse en ese cambio su relatividad, puesto que de ninguna manera debemos caer en la trampa que nos tiende una sencillez tan solo estratégica. De hecho, las cuestiones metafísicas y éticas que Simpatía suscita son de tal ambigüedad que se confunden con un soterrado escrutinio de lo humano.

El relato nos sitúa en la crisis personal del cinéfilo Ulises Kan cuando Paulina, su mujer, como muchos venezolanos, decide irse del país, aunque por cuenta propia y dando por terminado su matrimonio. El general Martín Ayala, padre de Paulina, descontento con su hija, al morir le deja a Ulises el apartamento que la pareja había compartido, pero únicamente si el exyerno consigue transformar la casa de los Ayala en un hogar para perros abandonados, los cuales proliferan en Caracas a raíz de la emigración masiva. Las intrigas a distancia de Paulina para impedir que Ulises reciba la herencia, así como varias anécdotas laterales que implican a los empleados y algunos de los perros atendidos en la casona, más la aparición y desaparición de la misteriosa Nadine ―relación amorosa de Ulises previa a su matrimonio―, tensan el nudo, cuyo desenlace para el protagonista acaba siendo la fuga del país, no obstante haya cumplido su misión.

Los perros, obsérvese, funcionan como un residuo de lo humano que el colapso de Venezuela produce, y tal continuidad fenoménica se fortalece cuando comprendemos que la orfandad animal corre paralela a la del mismo Ulises. Los abandonos que lo afectan son de distinto orden: desde el originario de sus padres biológicos hasta el más reciente de su mujer, seguido por el fallecimiento de la figura paterna de Ayala y la nueva ida de Nadine. La onomástica sugiere un ser liminar, a la vez sombra del Ulises mítico, alguien que parte de su tierra a disgusto, e inesperada “máquina antropológica” en el sentido que dio a la expresión Furio Jesi: “Mecanismo que genera imágenes de hombres […] con variables […] de extrañamiento del yo” (3). No debemos obviar que Odiseo para salvar su vida ante la amenaza de Polifemo dice llamarse “Nadie” o “Ninguna Persona” (Outis) y que el apellido Kan, además de sus resonancias kafkianas, añade a la extranjería o alienación implícita en el nombre de pila un componente no solo foráneo ―el personaje principal de Simpatía fue adoptado por una familia con ascendencia culí de Trinidad―, sino más allá de lo humano. Giorgio Agamben, quien ha recogido en el siglo XXI la noción de Jesi, nos advierte que la máquina antropológica se cimienta en un vacío del ser en el cual la humanidad se define gracias al lenguaje y las contraposiciones que permite hacer entre hombre y animal, contraposiciones que históricamente han sido decisivas para inventar un “no-hombre” cuyas subespecies son “el esclavo, el bárbaro, el extranjero” (4). Extrañado de su familia inicial, de la adoptiva y de su matrimonio, Ulises decide salir de su país aceptando el inevitable hado canino que lleva inscrito en el apellido: se metamorfosea en el Otro (animal, extranjero) al que había estado vinculado. Lo confirma el hecho de que uno de los perros que ampara, y con el que se encariña, se llame “Iros”, guiño homérico legible como simultáneo imperativo coloquial del verbo ir.

Como vemos, la identidad de Kan resulta un umbral donde lo humano parece mutable, frágil, precario. No difiere demasiado, por ende, de la Venezuela de la que huirá: campo de batalla (p. 14) donde “el hambre arreciaba” (p. 22), con visos sin rodeos apocalípticos: “Cuando se hunda Caracas, que se va a hundir”, sentencia Ayala irónicamente, “lo único que va a sobrevivir es ese pico de montaña” (p. 17). La semejanza entre Ulises y Venezuela tiene aristas adicionales puesto que, en una carta póstuma del general, cuya afición a los perros competía con su pasión por la historia nacional, leemos:

“Lo único bueno que hizo [Juan Vicente de Bolívar] fue engendrar a Bolívar y morirse cuando su glorioso hijo menor apenas tenía tres años […]. En esos tres años Bolívar asimiló todo el rencor que cabe en el alma de un huérfano. Y con ese rencor, el héroe construyó su leyenda y de paso la de América Latina. Bolívar fue huérfano, viudo y estéril. Y ese es nuestro padre. Somos las semillas de ese desierto” (pp. 189-190).

Uno de los motivos recurrentes de la novela ha sido el del perro de Bolívar, Nevado, gracias a remisiones a una leyenda histórica de Tulio Febres Cordero, también evaluada en la carta de Ayala.

Si las negociaciones entre el plano elocutivo y el contexto nacional no son desdeñables en Simpatía, en la segunda novela de la que me ocuparé permanecen veladas y pueden pasar inadvertidas. Renacen las sombras de Juan Carlos Chirinos (5) es una continuación directa de Nochebosque (2011), pero hay igualmente nexos con la primera novela del autor, El niño malo cuenta hasta cien y se retira (2004). Ese diálogo con su propia obra involucra tanto personajes retornantes como una retórica que se debate entre el cómic, el folclor y modulaciones perversas de la narrativa infantil. Más peso tiene el perseverante desgaste del antropocentrismo que sus fabulaciones orquestan, y no solo en las novelas citadas, sino en la totalidad de su quehacer, desde Leerse los gatos (1997), su primer libro, hasta La sonrisa de los hipopótamos (2020). El ser humano de Chirinos carece de definición estricta, y mucho menos fija, convirtiéndose, por el contrario, en una zona de inclusiones y exclusiones cuyo propósito es generar patrones de identidad siempre inestables. Esa zona, a mi ver, incorpora tanto una extrañeza ontológica como su reflejo en la condición del extranjero. Y varios personajes de la novela de 2021 lo hacen patente.

Ha de tenerse en cuenta que Nochebosque se adentraba en el territorio de lo fantástico con una indeterminación que nos permitía decidir entre la lectura naturalista y la maravillosa de un desenlace caótico, atribuible al consumo orgiástico de drogas en la casa de Ligia Luperca o a la irrupción de personajes licantrópicos. En Renacen las sombras Paula Sorsky, la aupair que había contratado Ligia para encargarse del pequeño Osip, reaparece como protagonista, aunque con las deformidades físicas y el trauma causados por los sucesos de la novela anterior. El proyecto de reorganizar su vida haciéndose chef y poniéndose al frente de un restaurante en Madrid peligrará por el inminente regreso del pasado. Personajes con apellidos tan sugerentes como el de Luperca ―David Llop, David de Lico y otros― se inmiscuyen en las acciones, entre las que se cuentan la persecución a la que Osip somete ahora, adulto, a Paula, pero intentando recuperar su peluche Fenris que, según la percepción de la antigua niñera, se había transmutado en oso de verdad para defenderla en Nochebosque del ataque de los lobisones. Otras presencias animales surgen, pero una de las más persistentes será la de un mochuelo al final parlante que agrega a la mezcolanza de leyendas medievales y gótico pop un ingrediente de la épica clásica: se trata, quizá, de un emisario de Atenea, amiga de los héroes, que intervendrá a favor de Fenrisen su combate con Osip cuando este revele su naturaleza lupina y su verdadero nombre, Licaón (pp. 303-305).

Junto a tal índole vaga propia de criaturas de la narrativa de terror se localiza la extranjería que, en mayor o menor grado, caracteriza a numerosos personajes de Renacen las sombras. La onomástica, desde luego, delata orígenes múltiples. Paula Sorsky (llevada a Francia por sus padres, luego estudiante en Suiza, ahora empresaria en España) y su amada Fanny (la “vikinga”, proveniente de un país incierto, p. 29) tienen esa cualidad cosmopolita por más que una sea venezolana y la relación entre ellas se remonte a un encuentro casual en Valera ―algunos pasajes de la novela narran un viaje de visita a esa ciudad y a Caracas―. Fanny es, incluso, presentada como nieta de Eugenio Montejo o, por lo menos, de la entidad ficticia que escribió poemas que sin duda corresponden a los muy reales de Algunas palabras (pp. 29-30). El restaurante madrileño de Paula se llama Moliendo café y el título de la novela proviene de esa canción de José Manzo Perroni, aunque su significado migra del erotismo telúrico de la música regionalista a una fórmula asociada a la narrativa de lo macabro. Un personaje secundario completa la estampa de esa venezolanidad desarraigada; ello ocurre en la inauguración del restaurante de Paula, poco antes del clímax de la historia:

“La belleza la restituyó Jacobo. Comenzó un pianísimo que poco a poco fue transformándose en un […] polo margariteño […].

—Jacobo; escucharte es como estar sentado en la bahía de Juangriego —dijo David Volk.

—¿Conoces Venezuela? —le preguntó Fanny.

David la miró con benevolencia.

—Hace muchos años era venezolano; ahora solo me quedan el recuerdo de la música y las arepas de trigo que Abigaíl hace como la más andina de las cocineras.

—¿Y por qué ya no eres venezolano?

—No te sé decir. Será porque, con el tiempo, los países también se borran, como los recuerdos” (pp. 254-255).

Esa evanescencia de lo nacional es idéntica a la que aproxima a hombre y animal. Que la evoque una historia gótica facilita que la describamos como parte de una sistemática impureza que coincide con la concebida por Mary Douglas en su célebre Purity and Danger: consecuencia de subversiones o infracciones de categorías culturales consolidadas (6). Aquello que viola los límites con que una sociedad organiza la realidad ―yo/otro, vivo/muerto, humano/no humano, dentro/fuera, para mencionar solo algunos― es, según Douglas, impuro, y pábulo del horror en el que se fundan ciertos géneros artísticos, en particular literarios y cinematográficos, cuyos cruces de fronteras fenomenológicas producen el monstruo (7). Paula, Fanny, David Volk y otros son seres intersticiales por su relación ambigua con el origen personal; por ello, constituyen dignos compañeros de ruta para las entidades fantásticas o grotescas entre las que se mueven. Justamente porque estando aquí pertenece a un allá el forastero adquiere un perfiligual de híbrido. No en balde, para reflexionar sobre él, Julia Kristeva tuvo que acudir a las tesis freudianas acerca de lo inquietante, siniestro o no familiar (das Unheimliche): nuestros encuentros iniciales con un extranjero siempre están mediados por esa extranjería radical que albergamos, la del inconsciente; de allí la fobia, el ansia o la fascinación que suelen suscitar (8).

Volvemos, así, a las palabras de Rancière que recordé al principio de estas líneas sobre la inevitabilidad de lo político. No me parece casual el auge de una narrativa de tendencias neogóticas en la Venezuela de los últimos años, cuando ha renacido la sombra del Estado autoritario entre los escombros del optimismo desarrollista, visiblemente agónico desde el Viernes Negro. Chirinos es uno de los nombres centrales de esa corriente, pero de ninguna manera deberían soslayarse otros como los del Israel Centeno de Criaturas de la noche (2006 y 2011), el Norberto José Olivar de Un vampiro en Maracaibo (2008), el Carlos Sandoval de El círculo de Lovecraft (2011) y, de un modo más consciente, ya articulada la tradición precedente, la Michelle Roche de Malasangre (2020). En los ochenta y noventa, la lírica y el drama góticos de Yolanda Pantin fueron los precursores de ese linaje. Tampoco juzgo accidental que The Night de Blanco Calderón participe furtivamentede él: imbuida de la atmósfera neoexpresionista de varias de las obras que he mencionado, sus páginas, en clave ficticia, formulan la existencia de un “realismo gótico” en las letras venezolanas.

Pese a despojarse de la oscuridad tonal de su antecesora, creo que Simpatía ofrece notorios puntos de contacto con Renacen las sombras: son novelas surgidas en una fase de la subjetividad colectiva donde las identidades de todo tipo parecen inseguras y, por lo tanto, fluidas, lo cual explica los tanteos en la vecindad del animal, esa vida “otra” en la que podríamos reconocernos. Trátese de un protagonista de apellido Kan o de licántropos al pie (fantástico) de la letra el ser impreciso de estas fábulas homologa las transiciones que experimenta tanto lo venezolano en general ―con una población que está dispersándose por el mundo a una velocidad antes inimaginable― como el campo cultural nacional, ahora estructurado con provincias o colonias cada vez más robustas y activas en otros países. Colonias que comercian, indefectiblemente, con lo heterogéneo. Tengo para mí que la nueva subjetividad literaria de muchos escritores expuestos al desarraigo y la transculturación los hace propensos a temas como los que se observan en las novelas más recientes de Blanco Calderón y Chirinos o, al menos, intensifican el interés previo que hayan tenido en ellos.

Me refiero, desde luego, a convergencias que suceden fuera de las seducciones de la doctrina y, por consiguiente, fuera de los discursos alegóricos de la nación, a los cuales Simpatía y Renacen las sombras se resisten con éxito. ¿Cómo lo hace el primero? Los paralelos que establece entre la historia patria y los eventos relatados, como hemos visto, son explícitos; por ello, es doblemente elocuente que lo que podría degenerar en reclamo de capital simbólico por parte de un letrado administrador de la verdad sobre el destino cívico se desmonte con una subrepticia y eficaz autocrítica. Ese gesto, que socava los sermones solemnes, consiste en dislocar la meditación sobre lo “nuestro” al inesperado escenario del amor por las mascotas, asunto, de hecho, que roza el neosentimentalismo del pos-Boom, aún saludable y circulante entre narradores actuales. El choque de ese referente “baladí” ―comillas imprescindibles― con el usualmente tenido como “grave” ―la nación― engendra ironía, nos obliga a vacilar entre enfrentarnos a una novela que toma en serio las alusiones bolivarianas o históricas y una que, por el contrario, las satiriza con un tono casi Camp, al que no ha sido ajeno su autor en el pasado (9). Además de préstamos de la cultura de los mass media, varios capítulos de Simpatía se valen de técnicas televisivas o del cine comercial, como el ritmo derivado de la extensión regular de episodios o el suspenso creado por el cliffhanger. Lo cierto es que la segunda novela de Blanco Calderón apuesta por una relación, como diría Susan Sontag, “nueva y de mayor complejidad con lo serio [porque] es seria sobre lo frívolo, frívola sobre lo serio” (10).

Lo que apunto acerca de Simpatía se aplica inclusive más a Renacen las sombras porque la corriente paródica en esta novela se adensa con momentos que rayan en lo carnavalesco y sujetan lo sublime o elevado ―piénsese en los subtextos líricos o mitológicos― a un intenso bombardeo de lenguajes provenientes del costumbrismo, el cuento de hadas o el cómic (el nombre de Fenris es uno de esos homenajes: aunque su origen se remonte a la religiónnórdica antigua ―un hijo de Loki―, la estrafalaria adaptación de Chirinos remite más bien auna criatura popularizada por los Marvel Comics ―Heroes Return: The Mighty Thor, Warriors Three― y los DC Comics ―Lucifer―). En ese marco, todo intento de interpretar los horrores vividos por Paula Sorsky o sus amigos como alegoría de los horrores vividos por Venezuela se estrella contra un sardónico muro o se diluye en el frenesí casi tarantinesco con que culmina la inauguración del restaurante, un estallido que se lleva por delante la tentación de elaborar discursos racionales, caso muy similar al de Nochebosque.

Tal vez Chirinos y Blanco Calderón sepan o intuyan que la entrega sin sarcasmo a parábolas de lo vernáculo los acercaría a la imaginería oficial instaurada por el chavismo desde 1999, una cansina comparación amplificada donde se insiste en legitimar las acciones del presente como réplicas de un pasado heroico. Entre las ruinas de esas grandes metáforas, la opción de ambos novelistas es muy distinta. Su literatura se empeña en introducir en nuestra conciencia la otredad o la alteridad que ya somos.


NOTAS

1 Jacques Rancière, La parole muette,Paris: Hachette, 2005, p. 60.

2 Rodrigo Blanco Calderón, Simpatía, ed. digital, Barcelona: Penguin Random House, 2021.

3 Furio Jesi, La festa. Antropologia, etnologia, folclore, Torino: Rosenberg & Sellier, 1977, p. 15.

4 Giorgio Agamben, L’aperto. L’uomo e l’animale, Torino: Bollati Boringhieri, 2002, p. 42.

5 Juan Carlos Chirinos, Renacen las sombras, Madrid: La Huerta Grande, 2021.

6 Mary Douglas, Purity and Danger: An Analysis of Concepts of Pollution and Taboo, London: Routledge, 1966.

7 Noël Carroll, The Philosophy of Horror, New York: Routledge, 1990, p. 32.

8 Julia Kristeva, Étrangers à nous-mêmes, Paris: Fayard, 1989, pp. 269-274.

9 Aludo a cuentos como “Payaso” (Las rayas, 2011), donde las alusiones a la cultura de masas venezolana ―Popy― y no solo venezolana ―el It de Stephen King― coexisten con la radiografía de la decadencia del país.

10 Susan Sontag, “Notes on Camp”, en Against Interpretation and Other Essays, New York: Picador, 2001, p. 288.


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