MIREYA TABUAS, POR JOSÉ RODRÍGUEZ

Por NELSON RIVERA

Parece predominar en el periodismo sobre la emigración y el exilio una perspectiva jurídica, económica y política. La dimensión en la que se ha especializado Guayabo la sentimentalidad del que se ha marchado de su país parece despertar menos interés. ¿Comparte esta afirmación general? Si es así, ¿qué explica ese predominio por lo macro y un menor interés por lo micro?

—En general, en el periodismo predomina lo macro y los newsletters o boletines —que son una suerte de resumen informativo que se envía por correo electrónico— no escapan de ello. Los grandes titulares y los mayores espacios en todos los medios de comunicación privilegian fundamentalmente la difusión de noticias políticas, económicas y de sucesos, pues esta información macro cumple con los criterios periodísticos de relevancia, actualidad, interés, proximidad, entre otros. Es decir, se entiende que son las noticias que más necesita la ciudadanía, “lo que vende”. No es muy distinto esto en el periodismo que se ha focalizado en la migración venezolana, que además cumple con otras dos funciones: ser un periodismo de servicios (informa sobre trámites, visas, regulaciones y otros datos útiles al migrante) y ser un periodismo que resalta (a veces de forma excesivamente entusiasta) los logros de los connacionales en el mundo.

Sucede, además, que la enorme diáspora, de más de 7,7 millones de venezolanos (según las cifras de la plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela, R4V), como fenómeno masivo pasó de ser reseñado únicamente por nuestra prensa local —cuando aún no éramos tantos los migrantes— a ser noticia (incluso de primera plana) en los medios de los países de acogida.

Aquí hay un punto importante: en buena parte de los países, especialmente en América Latina, las noticias sobre la migración venezolana están asociadas al mal: somos noticia cuando somos los “malos actores”. En muchos de los países de acogida, se reseña la criminalidad y miseria que asocian (incluso intencionalmente) a los migrantes, y nunca (o casi nunca) los beneficios y logros de la migración. Hay una discriminación evidente: los venezolanos pasamos, en la mayoría de los países, de ser los “bienvenidos” a los “malvenidos” (podemos inventar esa palabra aún no acogida por la RAE).  Mediáticamente se ha configurado una etiqueta que hiere nuestra identidad.

Hace más de 30 años, el lingüista Teun van Dijk estudió cómo a través de su discurso la prensa europea era claramente racista y xenófoba y marcaba una clara diferencia entre “Nosotros” (los nacionales, de quienes se enfatizaban los aspectos positivos y se minimizaban los negativos) y “los otros” (los extranjeros, de quienes se remarcaban los aspectos negativos y se escondían los positivos). Ahora nosotros somos esos “otros” en el mundo. En Chile, donde vivo desde hace casi diez años, si un venezolano, llamémosle Pedro Pérez, comete un delito, su gentilicio aparece en el titular de todos los medios, pero si es víctima su nacionalidad se esconde. Si un venezolano gana un premio o es entrevistado como experto en alguna área, el gentilicio también se invisibiliza. Ahí está Pedro Pérez y no el venezolano Pedro Pérez.

Se ha construido en el imaginario de algunos países de acogida un estereotipo del venezolano, pero también nosotros hemos hecho de nosotros un estereotipo. Como reacción a tanto palo que hemos llevado, hemos hecho de nuestra migración una epopeya. Muchos medios y redes sociales de venezolanos migrantes más bien exageran en halagos hacia los nuestros, rayando en el otro extremo.  Entonces, así como hay una “venezolanofobia” que asusta, porque además muchas veces la protagonizan nuestros propios paisanos, hay también una “venezolanofilia” que también asusta porque se presenta desde una exageración de nuestros atributos y una idealización de nuestra identidad que también nos impide mirar al otro. Y me preocupa hablar de este tema porque cualquier cuestionamiento se convierte en claro material para que te excomulguen de la venezolanidad. Hay un venezolanismo arraigado sobremanera que no comulgo, hay venezolanólogos por aquí y por allá, hay además una suerte de culto a la venezolanidad, que a veces peca de imprudente y soberbio.  Entonces, estamos entre el excesivo buenismo versus el excesivo malismo. Pero ni somos tan buenos ni somos tan malos. Somos (y el plural aquí también es cuestionable) Rafael Cadenas, Ronald Acuña Jr, C4 Trío, Rawayana, pero también somos los cientos que mueren en la selva de Darién y somos Chávez, somos el Tren de Aragua. Somos Pedro Pérez. Negarlo es negarnos.

Pero todo el fenómeno comunicacional es muy difícil de ver aún. Para mí la migración sigue siendo una suerte de laboratorio que me ha permitido mirarme, mirarnos, porque tengo con qué compararnos, algo así como cuando un científico mide las diferencias del grupo control y el grupo experimental. Para mí ser migrante es un poco como ser astrónoma de mi identidad: mirando desde lejos las estrellas, las miro desde muy cerca. Eso he intentado hacer con Guayabo: intentar entender a la distancia, pero desde una distancia que acerca, ese plural que somos y que a la vez no somos. En relación con esto me gusta una frase de Hannah Arent que dice que solo la imaginación nos permite ver las cosas con su verdadero aspecto, “poner aquello que está demasiado cerca a una determinada distancia de tal forma que podamos verlo y comprenderlo sin parcialidad ni prejuicio, colmar el abismo que nos separa de aquello que está demasiado lejos y verlo como si fuera familiar”. En eso estoy, pero más que un logro alcanzado es una búsqueda, un intento.

¿Conoce otras experiencias en el periodismo semejantes a Guayabo? ¿Antecedentes? ¿Podría narrar el surgimiento de Guayabo?

—Antes de comenzar con Guayabo, había leído pocos newsletters. Confieso que los evitaba para no saturar el correo electrónico. Leía los del New York Times, por ejemplo, y los de algunos medios venezolanos, centrados en hacer resúmenes de noticias, que me ayudaban a rápidamente mantenerme informada. Pero nunca me había interesado especialmente por los newsletters como plataforma y tampoco los veía como una opción laboral.  Además, tenía muchos años sin ejercer el periodismo, pues desde que migré en 2014 no he trabajado formalmente en ningún medio, me he dedicado más a la docencia universitaria. La verdad es que pensaba que en Venezuela se habían olvidado de mí como periodista. Me sentía fantasma, que es algo que les ha pasado a muchos migrantes tras su salida del país. Pero en mayo de 2021 me contactó la colega Yelitza Linares, quien fue mi jefa cuando trabajé en El Nacional y quien en ese momento era gerente de Estrategia y Negocios en El Pitazo, para ver si me interesaba escribir un newsletter para los venezolanos migrantes. Me dijo que ese medio se había dado cuenta de que buena parte de sus lectores vivían en el exterior y necesitaba un producto dirigido a ellos. Por supuesto, y sin pensarlo dos veces, dije que sí. Sentí que lo que quería hacer El Pitazo comulgaba de algún modo con mis intereses de los últimos años: la narrativa de no ficción y la autobiografía migrante.

Aunque vengo de un ejercicio del periodismo en el que el “yo” estaba prácticamente vetado, incluso en géneros como la crónica, sin embargo, hace varios años me sumergí en una experiencia que para mí es el antecedente (al menos estilísticamente) de Guayabo: la escritura de blogs. Mucho más personales que Guayabo, los blogs me sirvieron para, desde la narración y también desde el ensayo, contarme en primera persona. Pero más allá de contarme a mí, también contarnos, es decir, narrar el entorno, el momento histórico, la identidad.  Y, en relación con la génesis de Guayabo, agradezco que Yelitza confiara en mí: me dio total libertad para proponer temática y hacer incluso la propuesta de nombre.

Desde el principio, concebí Guayabo como un espacio que quería borrar la dicotomía de “los venezolanos de dentro y los venezolanos de afuera”. Quería hablar de un tema que nos convoca a todos: la venezolanidad. Guayabo está concebido como un espacio escrito desde el Nosotros, como un oasis donde, aunque se informe de noticias buenas y malas, también tengan visibilidad otros asuntos de los que se ha alejado el periodismo tradicional pero en los que ha profundizado más la narrativa (tanto de ficción como de no ficción): la memoria y la identidad.

Háblenos de las nostalgias venezolanas. ¿Qué ha encontrado en su labor como editora de Guayabo? ¿En qué dimensiones se concentra ‘el guayabo’ de los que vivimos fuera de nuestro país?

—El guayabo tiene varias aristas, porque es muy distinta la migración voluntaria que la migración obligada que sienten muchos venezolanos. Pero, nuevamente, no me gusta mucho generalizar porque hay muchos tipos de migrantes.  Por lo que he podido observar, en primer lugar, creo que extrañamos dos cosas: la gente (familia, amigos, colegas…) y el territorio. Cuando les he preguntado qué extrañan, muchos migrantes a los que he entrevistado me hablan de la mamá o de los hermanos, pero también de las montañas, las playas, las calles, la luz…  Pero, si profundizamos, realmente el migrante no evoca al país como totalidad, más bien añora su ciudad, su barrio, su calle, su casa, su rutina.

Los cinco sentidos se involucran en la nostalgia: extrañamos sonidos como el de las chicharras, olores como el del mar, sabores como el del mamón… Por supuesto, son enormes las nostalgias alimenticias: ningún queso puede lograr la textura de nuestro guayanés y, aunque tengamos melocotones y cerezas, morimos por volver a comer una ciruela de huesito. Pero ¿eso es realmente lo que se añora? ¿O es un intangible?

Hay una nostalgia de la vida arrebatada: la familia, la casa grande, las reuniones de diciembre, todo eso se perdió, lo añoramos o lo intentamos reconstruir en la nueva tierra: por eso, muchos aprenden a hacer hallacas, pan de jamón o quesillo en el extranjero porque necesitan de esos sabores, pero también de la tradición, de la memoria.

Y aquí viene algo claro: más que un lugar, quizás lo que extrañamos es otro tiempo. Por eso se entiende que muchos de los venezolanos que permanecen en el país también estén enguayabados.

En el libro El futuro de la nostalgia, la artista y escritora rusa-estadounidense Svetlana Boym escribe que los nostálgicos tienen dificultades en saber qué añoran: ¿otro lugar, otra época, otra vida mejor? Dice que si bien a veces se siente la añoranza de un lugar, “lo se anhela en realidad es un tiempo diferente —el tiempo de nuestra infancia, el ritmo más lento de nuestros sueños—”.  Yo diría que un buen ejemplo de esto es la locura que se desató en el último trimestre de 2023 con la canción Caracas en el 2000 de Elena Rose, que se ha vuelto viral en redes, y con la que se han identificado varias generaciones. El propio título lo resume: retrata el deseo de volver a una ciudad, pero a una ciudad de hace más de 20 años.

Me interesa el aspecto lingüístico de la nostalgia: la extrañeza que produce que, en el mismo ámbito de la lengua española, nuestra nueva cotidianidad está habitada por otros modos de nombrar las cosas. ¿Es frecuente esa extrañeza?

—Sí, la extrañeza existe, pero no todos los migrantes reaccionan igual ante ella. Creo que la relación con la lengua es variable. Hay migrantes que a la semana de estar en el nuevo país ya se reconstruyen en la nueva identidad lingüística y rápidamente adoptan el “che”, el “vos”, el “vosotros”, el “mola”; dejan de decir “fresa” y dicen “frutilla”; sustituyen, sin duelo alguno, la palabra “cambur” por “banano” o “plátano”. Eso se exacerba con los que tienen que asumir otra lengua, como el inglés, el francés o el alemán en la calle y el español queda puertas adentro, como el lenguaje familiar, de los afectos.  Pero, a la vez, para otros, la lengua es su forma de resistencia. Se resisten a las nuevas palabras, pero no sé si conscientemente, sino que han estado demasiado tiempo nombrando así a las cosas de nuestra cotidianidad como para dejarlas ir tan fácil (ni siquiera intencionalmente). Y además es que tenemos palabras insustituibles:¿cómo llamas a un amigo cercano si no es “pana”?,  ¿cómo expresas la rabia sino es con un “mamagüevo” o un “coño” remarcado? Nuestro “coño” no suena igual nombrado por otros. Recuerdo a un amigo chileno tratando de asumir como suyo nuestro “coño”, pero en un tono que notaba que era falsa la incorporación al léxico.

Además, muchos migrantes renombran los objetos bajo otras palabras para hacerse entendibles en el país de acogida. Es un habla de subsistencia, pero en realidad es como si estuviesen haciendo traducción simultánea, porque el primer término que se les viene a la mente es venezolano. Por ejemplo, van a comprar cotufas en el cine, piensan en la palabra cotufas, pero deben decir cabritas, palomitas, rosetas, pochoclo…

Pero no solo nos marcan nuestros vocablos, el acento nos integra como comunidad. Recuerdo que después de ver la película Simón mi hija y yo coincidimos en que, amén de la trama, la volveríamos a ver solo para oír a los actores hablar, solo para escuchar ese acento caraqueñísimo de los chamos. Sobre eso, me acuerdo de que muchas veces los venezolanos decíamos que no teníamos acento. Ahora sabemos que lo tenemos porque lo percibimos, lo reconocemos en su diferencia. Hemos afinado el oído a nuestra musicalidad. No somos nada neutros. Desde la distancia ahora sentimos más que nunca y claramente nuestros acentos (porque son muchos dependiendo de la región donde nacimos) y reconocemos, en los otros y en nosotros mismos, nuestras voces.

Hay otro aspecto interesante en la lengua: que al migrar paralizamos la temporalidad de los vocablos, porque el argot no solo lo marca el territorio sino la época. Tengo un amigo que migró a Estados Unidos hace 40 años y habla caraqueño, pero como hablábamos en la Caracas de los ochenta: decía términos que luego fueron borrados de nuestra lengua como “panadería” en vez de “pana” o “jamón” en vez de beso. Mi argot se quedó en 2014 y no sé cuáles son los términos incorporados en la última década. También mi acento venezolano se quedó en 2014.  Aunque sigo caraqueñísima, a lo mejor eso lo creo yo. Si vuelvo, seguramente también los chilenismos y algún que otro giro del acento asimilado en mi cotidianidad serán una marca que me diferencie en mi propio país.  A mi mamá le pasaba eso: nunca perdió su acento español, pero cuando iba a España todos la notaban diferente. Ni ella ni yo nos dábamos cuenta de esa diferencia.

Los venezolanos hemos sido testigos de cómo los nacionales de los distintos países que se establecieron en Venezuela se organizaron en clubes sociales, hermandades y centros. Eso, hasta ahora, no ha ocurrido en los países en los que hay grandes concentraciones de venezolanos. ¿Le resulta llamativo? ¿Es posible adelantar alguna conclusión de esa ausencia organizativa?

—Creo que los venezolanos migrantes sí estamos organizándonos, pero de otro modo y de muchas formas. Hay, en primer lugar, una organización en torno a la solidaridad: en Chile, por ejemplo, hay varias organizaciones sociales, creadas por venezolanos, destinadas a apoyar a los paisanos más desposeídos; un tipo de agrupación que también se ha dado en muchos de nuestros países, según recogí en uno de los primeros números de Guayabo.  También nos unimos en relación con lo político: nuestros coterráneos han logrado crear asociaciones que luchan por derechos civiles de los migrantes o para actividades de la oposición, como la organización de la primaria en el exterior.

Quizás la creación de clubes y centros sociales tipo la Hermandad Gallega o el Centro Catalán aún no se ha dado porque gran parte de la migración venezolana apenas tiene dinero para sobrevivir y en muchos casos no hay un deseo real de permanecer en el país de acogida. También puede ser que las necesidades de organización comunitaria se satisfacen de otra manera.

En efecto, hay otros modos de verse unidos en comunidad: al menos en Chile y Argentina hay organización en torno al deporte y hay clubes de entrenamiento de beisbol donde casi todos los niños y adultos son venezolanos. En Chile también hay escuelas de bailes folklóricos nuestros, y los músicos del sistema de orquestas están unidos para la formación de nuevos talentos.

Hay algo más que congrega a nuestra gente: las festividades religiosas. En casi todos los países, los venezolanos de fe se unen el día de la Virgen del Valle, de la Divina Pastora, de la Chinita… En Santiago, de hecho, hay una iglesia a la que suelen ir nuestros paisanos a celebrar estos rituales.  Además, están los bares y restaurantes venezolanos, verdaderos clubes donde se reúne y festeja nuestra gente.  Algo más: hay zonas que parecemos haber expropiado. Así como en Caracas, Chacao o La Candelaria eran el hogar de españoles, italianos y portugueses, en Santiago de Chile el grueso de venezolanos se congrega en el centro, donde hay edificios enteros llenos de connacionales con toda una red interna: está desde el señor que hace ponche, hasta la mujer que hace cachitos. Sé que hay zonas así en países como Perú, México, Colombia, España y Estados Unidos, que son suerte de sucursales de Venezuela, incluso casi guetos.

Hay una necesidad gregaria que no sé si es propia de todas las migraciones (creo que sí), pero gran parte de los venezolanos la tiene, porque se sienten más cómodos entre paisanos. En Venezuela también pasaba eso: los españoles solían tener un círculo cercano de españoles; los chilenos, de chilenos; los colombianos, de colombianos.

Además, hay otro modo de integración muy claro y es la gran cantidad de productos culturales (algunos de calidad, otros no tanto) que en la actualidad se dirigen al venezolano migrante, apelando a su guayabo y su necesidad de comunidad. Desde libros de todo tipo, hasta canciones, obras teatrales, performances, ilustraciones, esculturas… A muchos la migración les ha despertado un espíritu patrio y de comunidad que quizás no tenían antes tan arraigado.

Pero, ojo, están también los que le huyen a ese espíritu gregario, se alejan de la “manada” y no quieren nada que huela a venezolanidad.

Remo Bodei, que ha reflexionado sobre la relación de las personas con el mundo de los objetos, sostiene que el sentimiento de pérdida del mundo material puede alcanzar formas semejantes al duelo. ¿Ha encontrado la presencia de ‘guayabo’ por cosas, por bienes materiales?

—Uf. Mucho. El gran guayabo de muchos venezolanos es por sus cosas. Les duelen. Las lloran. Pero no por el valor material.  Es porque las cosas —sus cosas— son más que objetos materiales: representan historia.  Son un continente lleno de contenido.  Anhelan volver a tocar la textura de su cobija porque les recuerda a su mamá, volver a oír el sonido de la cajita de música porque la escuchaban con su mejor amiga, ver de nuevo el cuadro que protagonizaba su sala porque frente a él se sentaba toda la familia.  Ninguna olla es para ellos como esa que dejaron en Maracaibo, ningún sofá es tan cómodo como el de la casa de su abuela en Maturín… En mis talleres literarios con migrantes lo he corroborado: si les pido escribir sobre un objeto que dejaron, siempre el recuerdo será muy emotivo, escriben de él casi como si se tratara de una persona.

Siempre el objeto abandonado nos habrá dejado en orfandad (o nosotros a él). Humanizamos al objeto que se quedó. Lo idealizamos. Sobre esto, el filósofo Gaston Bachelard habla de los objetos-sujetos que tienen, “como nosotros, por nosotros, para nosotros, una intimidad”. Yo misma lo viví. Mis primeros meses en Santiago soñaba todas las noches con los álbumes de mis hijos, me dolían (un dolor incluso físico), sentía que había abandonado parte de mi vida al dejar esos álbumes. Hasta que no los tuve conmigo no pude dormir bien. Ahora nunca los abro, pero están conmigo.

A través de los objetos construimos memoria, como si trasladáramos algo inmaterial en lo material. Ni que hablar de la casa como gran objeto. Nunca ninguna casa (incluso aunque las tengamos mejores) sustituirá emocionalmente el hogar que dejamos y al que también hemos idealizado. Porque la casa del recuerdo compite consigo misma, con la casa real, cuando la volvemos a ver.

Los objetos que llevamos también son símbolos, suerte de embajadas de esa casa del recuerdo. Así marcamos los nuevos territorios.  Muchos tienen en su nueva casa un cuadro del Ávila o del puente del lago de Maracaibo para tener una suerte de réplica de su hábitat, sentirse en el paisaje.

Además del objeto dejado, está el que nos trajimos en la maleta (los privilegiados que viajamos con maleta, bien sabemos que los muchos que han huido por tierra o mar ni siquiera eso pudieron llevarse consigo). La decisión de qué metes en la maleta es para muchos fundamental, porque a través de los objetos quieren llevarse su familia, su historia, su país. Creo que debemos hacer este estudio: ¿cómo fue la selección de objetos que se quedaron y que migraron con nosotros?

Entre las personas con las que usted se ha relacionado, ¿qué posición ocupa la idea de regresar? ¿Está presente? ¿Surge de forma espontánea? ¿Siente que hay venezolanos para quienes el país es una realidad perdida en sus vidas?

—Siento que existen ambas realidades. Hay tal diversidad de posiciones entre los venezolanos que sí, hay algunos que piensan regresar “cuando las cosas cambien” y están preparando el camino adquiriendo inmuebles en el país o ahorrando para el retorno. Hay algunos que no esperaron y ya se devolvieron a Venezuela, sea porque nunca lograron adaptarse al país de acogida, no alcanzaron allí el proyecto que esperaban o añoran demasiado a la familia y al terruño.

Sin embargo, hay otros para quienes la idea de volver es un imposible. Se han adaptado tanto al nuevo país, a la nueva cultura, al nuevo idioma, que están bien, hasta mejor que en Venezuela. Ya están haciendo su vida en otras tierras, incluso tienen nueva nacionalidad.  Sin embargo, aquí también hay diversidad: unos ya saben que se quedarán viviendo en el exterior hasta viejitos, pero siguen teniendo gran conexión emocional con el país, tienen también una conexión cultural que intentan transmitir a las nuevas generaciones. Son esos que hacen hallacas en diciembre y se las arreglan para conseguir los ingredientes, así estén en Finlandia o Australia. Son esos que aprenden por Youtube a hacer asado negro, aunque nunca habían picado una cebolla.  Son esos que les cantan el cumpleaños feliz larguísimo al hijo alemán avergonzado ante sus amigos que no entienden nada.  Pero hay otros venezolanos, yo diría que una minoría, que —en algunos casos incluso por salud mental— han decidido darse de baja, hacer borrón y cuenta nueva, disipar el acento o el idioma, olvidar el sabor de las arepas.  Y digo minoría —y me hago cargo de esta apreciación, aunque no hay estadísticas que la sustenten— porque es lo que yo percibo de los muchos migrantes con los que he hablado: la gran mayoría sigue teniendo vínculos con el país, por lo tanto, viven a su manera un guayabo.

En mi caso, Venezuela sigue estando en mí, aunque tengo casi 10 años sin ir. Vuelvo este 2024. Voy de vacaciones. Voy de turista, pero a la vez no voy de turista convencional, sino a reencontrarme con mi pasado que es también presente. Tengo miedo. Pero no por el país ni por la gente. El miedo es mío. De este viaje en el tiempo que voy a hacer.


*Mireya Tabuas. Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Central de Venezuela (1988), institución donde también estudió la maestría en Literatura Venezolana. Fue periodista de El Nacional entre 1994 y 2014, y profesora de la UCV entre 1999 y 2014. Ganó el Premio Nacional de Periodismo en 1996, entre otros galardones. Ha publicado siete libros para niños y jóvenes en editoriales de  Venezuela, Brasil, Chile, Bolivia, Panamá, México, Italia, Grecia y Estados Unidos. Dos de sus libros han sido incluidos en la Lista de Honor de IBBY, el máximo reconocimiento mundial a la literatura infantil.  En 2014 migró a Chile y en 2015 se graduó en el Magíster de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Alberto Hurtado.  Es profesora en la escuela de Periodismo, el diplomado de No Ficción y el Magíster de Escritura Narrativa de la misma universidad. Escribe el boletín Guayabo desde 2021.


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