Ednodio Quintero
"Después de La danza del jaguar y La bailarina de Kachgar, la fantasía estructural de ese lugar único y privativo ha sido cambiada por una suerte de utopía literaria donde no hay centro" / Archivo

Por LUIS MORENO-VILLAMEDIANA 

La novela El hijo de Gengis Khan de Ednodio Quintero se describe mejor como una máquina de sueños que como un cuerpo de cabeza doble. Más que bicéfalo, el libro es un monstruo androide de fisonomía múltiple, que tiende a confundir el simple rostro con los brazos, el tórax, las piernas gomosas o un cuello hipertrofiado. Ese es el efecto de la proliferación de historias, no siempre unidas por la lógica de un relato central, sino, principalmente, por el desvío de una imagen o aun por la fonética –un juego de palabras puede principiar una bifurcación. Sin embargo, ese abultamiento no es una falla, ni la monstruosidad un accidente. Cansado de la construcción de cuentos redondos (“juguetes que armas y desarmas”), Quintero parece haber elegido la figura del aspersor como metáfora de su escritura: lo importante es la continua fluidez, más que el ensamblado de piezas que solamente pueden ocupar un lugar. Después de La danza del jaguar y La bailarina de Kachgar, la fantasía estructural de ese lugar único y privativo ha sido cambiada por una suerte de utopía literaria donde no hay centro y, en consecuencia, tampoco un emplazamiento justo o definido de antemano. El acto de leer esa obra supone una modalidad de la dérive situacionista en el espacio material del volumen impreso.

En ese contexto, el resumen de El hijo de Gengis Khan que se halla en la contraportada de la edición venezolana apenas sirve de mínima guía de lectura: la primera parte “relata en un lenguaje preciso y sugerente las peripecias de un bebé nonato, hijo del Khan de los Tártaros, desde su refugio amniótico y en su propia y unánime voz”; la segunda, ocho siglos después, la travesía de un “jinete insomne que regresa a su hogar luego de un viaje iniciático donde intenta recuperar la capacidad de soñar”. Tales circunstancias son el marco de referencia que debe constreñir la compulsión narrativa, y solo logra hacerlo como simple sumario editorial. Esas realidades están, de hecho, fuera de foco, como los espejismos. Cierto, la noción de un feto parlante es suficientemente prodigiosa para no relegarla, pero, a la vez, el curso de sus anécdotas y reflexiones nos fuerza a aceptar el método de la deambulación.

Desde el primer capítulo, lo que se cuenta está sometido a la interrupción, como si una fábula fuera posible nada más en los apéndices y la marginalia. Leemos, por ejemplo, cómo se prepara una tarima a la intemperie para que la mujer de Gengis Khan escuche alguna historia divertida y con su risa cure a los piojosos. El escenario lleva al narrador a pensar en un atentado contra la vida de su madre y la suya, y en la significación de la muerte. Él de inmediato se da cuenta del rodeo: “Me estoy apartando del centro del relato. Olvido las reglas de oro de la narración. Decía que mi madre, al igual que su retoño, estaba en peligro” (p. 15). Más adelante, el hijo del Khan hace el epítome de esta situación: “Me he dejado llevar por el sonido encantado de mi propia voz, extraviándome luego en conjeturas y consideraciones que no vienen al caso. La cháchara de un demente que aún no ha nacido y que tal vez nunca nacerá” (p. 33). Esta novela de Ednodio Quintero confirma que toda prescripción sobre la literatura es un ejercicio de poder que debe socavarse, que aquellas reglas de oro sirven para perpetuar una idea de escritura más bien plana y mercantil. En la tradición del Quijote y el Tristram Shandy, la modernidad de El hijo de Gengis Khan se fundamenta en la locuacidad, que traza un mapa inverosímil de notas, advertencias, paréntesis, recuerdos inventados y ramificaciones. En El arquero dormido, Quintero proponía el concepto de “novela en miniatura”, un género que permite “algunas de las licencias de la novela de largo aliento: la inclusión de relatos autónomos insertados a la manera de cápsulas narrativas, ajenos a la trama principal, e incluso la utilización de digresiones” (Caracas: Alfaguara, 2010; p. 9). Sí, la expresión “cháchara de un demente” sintetiza esa función crítica que se opone a la autoridad de la ficción lineal de la novela realista y burguesa.

Aceptado ese carácter convulsivo, patológico, de la obra, tendríamos que preguntarnos por su cronología. ¿Cómo vincular las secciones del libro, cómo leer los episodios delirantes de una en relación con los sucesos de la otra? El texto de la contraportada nos propone una clave: del jinete que vuelve a la casa paterna nos dice que es un “trasunto” de aquel bebé nonato –una reproducción, una copia posterior. Así, enfrentamos la novela convencidos de que el orden sintáctico y numeral establece la precedencia y el corolario. Los acontecimientos en la estepa mongola vendrían a ser prefiguraciones de los eventos de la segunda parte; usados como plantilla, aquellos tendrían que interpretarse como símbolos temáticos de lo que ocurre luego. En ambos segmentos hay pasajes que hablan de la paternidad y sus legados, de la ambición autoritaria, de los crímenes como base del dominio y el relevo, de la precariedad de la vida, de la memoria y el imperioso olvido, de la imaginación… A pesar de esas recurrencias, habría que admitir la posibilidad  de que El hijo de Gengis Khan sea una excéntrica novela de ciencia ficción, que no recurre al aparataje de la tecnología pero sí a la sencilla máquina del sueño para hablar del porvenir. El relato perplejo y multiforme del hombre que viaja a caballo y con un perro termina siendo el universo onírico –y por ello borroso– de un óvulo crecido. En el capítulo II, el nonato ve en la rama de un árbol un pájaro azul que le hace recordar algunas cosas funestas y, simultáneamente, vislumbrar unos paisajes futuros de edificios altísimos repletos de gente. En la continuación de aquel itinerario, el bebé llega a unos “parajes tapizados por la niebla” donde reconoce, o cree reconocer, “un lugar agreste de la alta montaña”, por supuesto. La consecuencia de esa visión es sobrecogedora, porque aquí hablamos de la escena primitiva (Urszene) del escritor Ednodio Quintero.

La frase está al inicio de La danza del jaguar, de Kaikousé –hacia un ars narrativa y de otros escritos–, y sugiere una práctica que proviene de esa dureza del espacio pero no es su correlato textual. Lo extraño es que la escritura de Quintero se acerca más a la idea de un “teatro barroco”, como dijera Julio Miranda (El gesto de narrar; Caracas: Monte Ávila Editores, 1998; p. 59), que al clasicismo mineral de Las Mesitas. En El hijo de Gengis Khan, el heredero del Jefe Tártaro entrevé a un niño desconocido en su cuna, en aquel fin de mundo, y uno se siente tentado a decir que allí se fija el mito fundacional de un autor. No es una certeza, sino una vaga insinuación. Ello explicaría las vacilaciones autobiográficas del Libro II, que recurre a datos de la vida de Quintero sin definirlos como hitos. Los nombres que aparecen allí no forman una constelación precisa, van y vienen como si no tuvieran relevancia, o como si fueran meramente los registros de un sueño que se recuerda mal. De Josu Landa a Alejo Padrón, de Luis Herrera a Piñerúa, de la morgue de Bello Monte al Hipódromo Condesa, esas señales no pueden configurarse como realidad al ser menciones incluidas en los temblores de una alucinación. Lo sugerido es pasmoso: no hay vida ni hecho que no pueda contarse como la imagen soñada por alguien en la unánime noche.

El don profético de Ux Khan, el nonato, se reitera en el capítulo VIII:

En mi último sueño prenatal, les juro que ya no habrá ninguno más, yo me aprestaba a viajar por los caminos del aire, sí, así como lo oyen, pues estaba convencido de que la nave, estacionada en las afueras de la gigantesca construcción de techo abovedado, no había sido diseñada para viajar sobre la superficie agitada del mar, ni tampoco se trataba de un enorme carro para ser tirado por innumerables bueyes. La nave era un artilugio alado capaz de sostenerse en el aire y recorrer grandes distancias a una velocidad inusitada (p. 141).

Eso, justamente: como en el caso de tantos personajes de Borges, el ser de un narrador, de un escritor, de sus lectores, es solo una incógnita más en una dilatada cadena de preguntas. El bebé que sueña con el páramo, con una casa en el páramo, con una cuna y otro bebé en la casa del páramo, con aeropuertos y aviones –es decir, con su porvenir y nuestro frágil e ilusorio presente–, no puede dejar de interrogarse por su propia identidad: “Pero lo cierto es que no sé qué soy. ¿Un ente? ¿Un espectro? ¿Una infeliz criatura extraviada en el sueño de un prisionero? ¿Acaso una conciencia a medio hacer flotando en el vacío? ¡Qué sé yo!” (p. 84). Tampoco lo sabemos nosotros. Quizá ni el propio Ednodio Quintero pueda resolver el misterio. Lo que debe apuntarse es que El hijo de Gengis Khan aplaza constantemente cualquier certidumbre, y acumula relatos que son la contraparte de la Verdad, siempre centralizada y homogénea. En esto, la novela puede examinarse como un texto político. En un momento de meditación, el nonato condensa su estado: “Dudas, dudas y más dudas, eso es lo que poseo. Soy el rey de lo que no se puede nombrar, de todo aquello que todavía no ha adquirido sustancia ni fundamento. En cambio, mi padre, Gengis Khan, es el dueño de las certezas” (p. 93).

La máquina política

La proposición es muy clara. Ante la apabullante fe en lo real del Jefe de los Tártaros, que lo hace disponer a voluntad de los destinos de su nación y de sus enemigos, aquella voz defiende el titubeo y la fluctuación. La literatura y sus lectores somos las creaturas de la máquina política del sueño, que sin pausa produce la ficción y también los modos en que esa ficción se relaciona con el poder y sus agencias de verificación. Como muestra, El hijo de Gengis Khan pone en entredicho la necesidad del centro y sus reglas, y elige el parricidio como procedimiento: la muerte del padre es un evento “capaz de despertar sueños y anhelos que creía aniquilados” (p. 216). Sabemos, por fin, cuál sería la decisión del narrador cuando se le habla de comandos de resistencia contra un tiranozuelo que avasalla una tierra innombrada y se le informa de los roles posibles: “tú podrías integrarte a alguna célula como ballestero o truchimán” (p. 210). El truchimán –ese intérprete audaz, casi un pícaro– sabe crear una confusión mayor que la de cualquier arquero; en eso, precisamente, reside su virtud. De allí que Ednodio Quintero, como aquel feto que habla, como el jinete melancólico, elija, con gran inteligencia, ponerse de ese lado.

El hijo de Gengis Khan es, en suma, el excéntrico manifiesto narrativo de quien renuncia a colearse en el carromato de la historia patria y a rendirle pleitesía a un hijo de puta (p. 214) –el Emperador de los Mongoles, el Rey Ubú o cualquier otro. Las máquinas de soñar hacen bien en quedarse a la vera del camino, sin enchufe, trabajando con energía solar.


*Le fils de Gengis Khan (El hijo de Gengis Khan). Ednodio Quintero. Prólogo: Luis Moreno Villamediana. Traductores: Phillipe Dessommes, Dimitri Albanèse, Victorien Attenot, Isabelle Bleton, Lison Blondeau-Patissier, Elsa Crousier, Amalia Desbrest, Julien Esnay, Louise Ibañez Drilières, Pomme Gérard, Marie Gourgues, Lina Jabrane, Fiona Karcz, Jeanne Mousnier Lompre, Judith Perrin, Alexandra Pichard, Valentina Piéplu, Mathilde Salaün y Denis Tarcelin. Presses universitaires de Lyon. Francia, 2019.


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