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Pedro Lemebel / Mundo Películas

Por XENIA GUERRA

Pedro Lemebel sabía que era un escritor porque sabía incomodar, solo le bastó una novela para demostrarlo con rigor literario.  Aún lo hace. Crear una lengua propia para tomar posición no es un acto de valentía, es una exigencia de su oficio. La heroicidad exige el sacrificio del cuerpo, pero él lo exponía como un constructo del pensamiento que también definía su literatura. En Tengo miedo torero (2001), la entrega amorosa de la Loca del Frente, el personaje principal, neutraliza la entrega ideológica. Hay un sujeto socialmente escindido en su género, capaz de exponer un criterio autónomo en el entorno represivo donde intenta construir su propia belleza.

Así, con mucho cuidado, sacó de la bolsa plástica el mantel y lo desplegó como una vela de barco sobre el flamante mesón. Una claridad áurea encendió la sala al tiempo que la loca alisaba los pliegues y repartía por las orillas el bordado jardín de angelitos y pajarillos que revoloteaban en el género. Quién lo iba a pensar, quedó justo, como hecho a la medida, pensó, retirándose hasta un rincón para alabar su obra. Y allí se quedó embobada imaginando la cena de gala que el 11 de septiembre se efectuaría en ese altar. Con su florida imaginación, repartió la vajilla de plata en los puestos de cada general. […] Y luego, al primer, segundo y tercer trago, los veía desabotonándose el cuello de la guerrera relajados, palmoteándose las espaldas con los salud por la patria, los salud por la guerra, […] A sus ojos de loca sentimental, el blanco mantel bordado de amor lo habían convertido en un estropicio de babas y asesinatos. A sus ojos de loca hilandera, el albo lienzo era la sábana violácea de un crimen, la mortaja empapada de patria donde naufragaban sus pájaros y angelitos. El cavernoso gong de un reloj mural la volvió en sí, con una asquerosa náusea en la boca del estómago y el deseo pavoroso de huir de allí, de recoger el mantel de un tirón, doblarlo rápido y salir disparada cruzando la cocina, al jardín, hasta la puerta de la calle. Solo ahí pudo respirar, más bien tragarse un gran sorbo de aire que le diera fuerzas para llegar hasta la reja donde el milico de guardia le preguntó amable: ¿Qué le pasa? ¿Se siente mal? Está pálido. Y ella sin mirarlo, le contestó: No se preocupe. (p. 65)

Se expone la practicidad de la sobrevivencia en la transacción comercial de servicios que, en un contexto autoritario, denigra la dignidad del pobre que la Loca decide defender al salir de la casa de la esposa del general sin vender su obra en el mantel. Ella, la Loca, sabe estar atenta, una característica de la que no puede prescindir ninguna inteligencia. Entrenada para percibir el peligro que acecha lo diferente, decodifica las señales con su sensibilidad hacia el afuera, lejos del centro, porque pertenece a la naturaleza de lo torcido donde han intentado confinarla.

Las imágenes de los estratos sociopolíticos se imbrican. El discurso de la sobrevivencia audaz de la Loca del Frente hace la historia interfiriendo en la hegemonía del ejercicio del poder sobre los vulnerables dejando, como dice Georges Didi-Huberman, florecer la paradoja.

19:20 Hrs.

A las siete y veinte ardía la cuesta en el Cajón del Maipo con el pencazo de la pólvora al explotar en los que humeaban por el retumbón. ¡Salgamos de aquí ahora, que nos hacen mierda!, gritaba como verraco el Dictador, asomando meticuloso la nariz por el vidrio hecho astillas. (…) Más bien no quería moverse, sentado en la tibia plasta de su mierda que lentamente corría por pierna, dejando escapar el olor putrefacto del miedo.

19:30 Hrs.

A las siete y media una hediondez a caca flotó en la atmósfera del cine, mezclada con semen, desodorante y perfume de varón. El ácido fermento lo hizo pararse de la butaca y caminar rápidamente hacia la salida. Maricones cochinos, pensó, ni se lavan el poto antes de venir a culear en la fila del fondo. Pero más que eso, más que la borra fétida del sexo malandra, algún presentimiento la tenía intranquila al ver esa película tan violenta. (p. 165).

La escritura de Lemebel no prescinde del ojo de cineasta, monta y desmonta con maestría imágenes entre la comedia y la tragedia, entre el sentimentalismo y el horror es un mecanismo literario logrado en la obra, considerando que dichas imágenes implican el uso del testimonio y de la imaginación. Novelar es potenciar lo real con ficción. Para la loca del Frente la intimidad debe ser intransigente con la dictadura que captura la vida privada. El pensamiento no renuncia al espacio para la alegría de los ornamentos de su casa, de su ropa, de su lenguaje.

Pensándolo, imaginándolo tan suyo, que la calle había perdido atractivo para su loca patinadora y transeúnte. Y ya no le interesaba tanto como ayer, cuando solía pillarla el aclarado del alba buscando un hombre en los zaguanes de la noche. El amor la había transformado en una Penélope doméstica. (p. 67)

Uno de los procedimientos narrativos en Tengo Miedo torero está en lograr un estado de ingenuidad en la lengua. El pensamiento se manifiesta con la furia de la curiosidad. La Loca del frente, llena de historias y dolor, exhibe una lengua primaria dispuesta a moldearse en la aventura vital del deseo amoroso, construye para sí misma un estado de indefensión sin el miedo impertinente al ridículo que podría producirle su evidente experiencia. Sus oraciones disfrutan de lo desconocido con sorpresa, reinventa con libertad el lenguaje para resistirse al shock que produce la dictadura que niega las palabras desde la represión civil. Los boleros en sus letras forman parte del mecanismo lingüístico en el que el pensamiento construye el umbral entre lo tangible y el asombro, se diseña la ilusión para conjurar lo posible más allá de lo que sucede.

Tu aliento fatal

fuego lento

que quema mis ansias

y mi corazón.

El recuerdo de esa canción de Sandro la movió a encender la radio, para reemplazar su ausencia con baladas románticas, para llenar de rosas y suspiros el vacío de su cuerpo amoldado en los cojines. Ay, no sé, para que la radio me lo cante en el mausoleo que tiene esta casa sin él. Pero por más que rodó la perilla buscando su bálsamo cancionero, todas las emisoras discurseaban la misma voz del Dictador hablando por cadena nacional. ¡Qué horror!, como si no hablara nunca este vejestorio gritón. Como si no se supiera que es el único que manda en este país de mierda, donde uno ni siquiera puede comprarse un tocadiscos para escuchar lo que quiere. (p. 84).

La lengua de Tengo miedo torero arrastra fronteras discursivas sin voluntad efectista. No necesita impresionar con bizarría incomprensible o fuera de lugar. La formalidad y la violencia del discurso político con el que podrían presentarse las imágenes del dictador son absorbidas por la singularidad de la voz de la Loca, festiva y reflexiva, que opaca casi hasta el anonimato la voz de Augusto (Pinochet) cuyo entorno está dinamitado por la lengua anecdotaria de una esposa de la que él es dependiente. En este contexto se perfila un dictador sin pensamiento y frágil.

Me matan, me matan, quería decir en el momento en que abrió los ojos ante la cara de su mujer, que todavía enojada le estiraba el frasco de medicinas. El heli, el heli, el helicóptero, alcanzó a toser en el desespero. No pasa nada, hombre, tómate tus gotas, no seas gallina. Es el almirante Urrutia que viene a saludarte; y como aquí no tenemos helipuerto, yo misma le dije que aterrizara en el jardín. (p. 203)

El Miedo torero es el miedo a ser embestido por el cuerno de la diferencia, es la homofobia del dictador. El miedo torero niega la hendidura que deja el deseo de libertad en el cuerpo y en el pensamiento. Es huir sin éxito del arañazo húmedo que permanece en la memoria. Tengo miedo torero agrega a la novela del dictador como género literario en Latinoamérica la visibilidad en primer plano del sobreviviente combativo; la fuerza de una voz que se resiste a ser el eco animalizado en el grito del poder.  


*Tengo miedo torero. Pedro Lemebel. Seix Barral, Grupo Planeta. Segunda edición. Colombia, 2021.


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