Susana Rotker | Betzaida Bonilla

Por GRACIELA MONTALDO

Conocí personalmente a Susana Rotker cuando ella, venezolana, vivía en Argentina mientras que yo, argentina, vivía en Venezuela. De modo que solíamos hablar de nuestras experiencias, cruzadas por cierta extrañeza, hablábamos de cómo transitábamos la experiencia de “vivir afuera”. Siempre fue muy estimulante conversar con ella. Susana era muy crítica (de Caracas, de Buenos Aires) pero, sin embargo, no dejaba de preguntarse por las condiciones en que la vidas de los latinoamericanos y latinoamericanas se desarrollaban. Estaba interesada en comprender a los otros, porque quería entender las lógicas culturales de cada contexto y cómo los individuos reaccionamos a ella, cómo establecemos nuevas dinámicas a partir de nuestra formación y experiencia. Esa voluntad de comprender formaba parte de cómo Susana se relacionaba con el mundo: era curiosidad, era generosidad. Y esa voluntad estaba arraigada en entender el lugar que la cultura ocupa en una sociedad y cómo nos prepara —o no— para interactuar con los otros. En ese punto su vida y su trabajo intelectual se conectaban absolutamente.

Muchos años después de aquellas conversaciones, enseñé durante un semestre en la Universidad de Rutgers, donde ella había sido profesora por bastante tiempo y donde tan trágicamente murió. Habían pasado cuatro años desde su muerte pero su presencia en el departamento de español y portugués era muy fuerte. Había marcado la vida de sus colegas y de los y las estudiantes para siempre. Su herencia intelectual estaba a la vista, en las tesis que había dirigido, en los cursos que había enseñado y, por supuesto, en los libros que había escrito. Pero en aquel departamento universitario de New Brunswick todavía se percibía algo intangible, el entusiasmo que había llevado Susana a esa institución; un entusiasmo y una energía que impulsaban la creatividad, el interés en el conocimiento y la necesidad de abrir, siempre, caminos nuevos.

Eso es también su obra crítica. La leí y la comenté apenas se iba publicando porque teníamos muchos intereses intelectuales comunes y aún hoy sigo enseñando con sus textos en mis clases. Su libro sobre José Martí, Fundación de una escritura. Las crónicas de José Martí (1992, ganador del premio Casa de las Américas), no es solo un minucioso y extraordinario trabajo de archivo, es también una forma de pensar, a través de la obra de un escritor mayor, toda una época en el continente americano. Es pensar la modernidad y las relaciones globales que entraña. Es pensar la relación de la estética con la política. Pero es más: es también un ejercicio de lectura porque Susana (que siempre se disculpaba con la literatura porque se había formado como periodista) era una gran lectora que interrogaba la literatura desde lugares siempre diferentes. Todos los textos que escribió sobre Martí (más allá aunque ligados a este libro) siguen siendo fundamentales. Como fundamentales también son sus reflexiones sobre el género “crónica”, hoy completamente integrado a nuestras bibliotecas, pero muy tibiamente considerado a principios de los 90, cuando ella comenzó a conceptualizarlo. Otro libro que me resultó imprescindible para pensar fenómenos contemporáneos fue la edición de Ciudadanías del miedo (2000, cuyas pruebas terminó de corregir un par de días antes de morir), donde convocó a una serie de intelectuales latinoamericanos a reflexionar sobre la contemporánea violencia urbana en diferentes países de la región. Entre la sociología y los estudios culturales (muy novedosos en América Latina en aquel momento), ese libro también trajo nuevas perspectivas de discusión al campo latinoamericano.

Desde que Susana murió, el campo de los estudios culturales y el de los estudios latinoamericanos cambiaron radicalmente: cambiaron sus preguntas, cambiaron sus presupuestos, cambiaron sus archivos, cambiaron sus discursos. Sin embargo, los libros y artículos de Susana siguen interpelándonos. Sus temas permanecen allí, donde los dejó, para que muchos de nosotros sigamos pensando.

Y termino con otra conversación (un género que ella disfrutaba y sabía llevar adelante). No estoy segura de si es efectivamente el último encuentro que tuvimos, la última vez que la vi, pero quiero pensar que sí, que así nos despedimos. Estábamos en Caracas, ella había viajado por pocos días a la ciudad, nos encontramos a tomar un café y hablamos de nuestros proyectos de escritura y de muchas otras cosas. Cuando nos despedimos ella me miró y me dijo: “¡Adelante con eso! Quiero leer ese libro”. Se refería al todavía incierto proyecto del que le había hablado vagamente. Sentí su impulso, su apoyo, su energía. No era la aprobación de una autoridad sino la generosidad de quien escucha, se sorprende y tiende una mano. Creo que quienes tuvimos la suerte de conocerla sabemos de esa actitud, y de esa manera ella estaba y está presente en nuestras vidas.


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