“Tomás descubre en el cuerpo de Teresa y en su necesidad de dormir con ella –algo completamente inusual en él–, un peso que quizás necesitaba más de lo que era capaz de reconocer”

Por ELIZABETH ROJAS

“El heroísmo no está ya en la guerra, sino en su condena: los grandes ideales nacionalistas ya no cuentan, lo que cuenta es el individuo”

       Gilles Lipovetsky

     “¿Pero es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?”

           Milan Kundera

Según Lipovetsky y Serroy el cine está viviendo la etapa que denominan hipermoderna, y que inicia a partir de los años ochenta como resultado de una revolución estética, tecnológica, económica y cultural que produce un verdadero vuelco en la concepción y que hacer cinematográficos. Es el tiempo del hipercine, y nos toca comprender el cambio radical que esto supone: el cine ha expandido sus fronteras, se ha vuelto planetario e invade todos los espacios, se apropia de todos los temas, los aborda, los reconstruye y nos los devuelve con un enorme poder para influir sobre nuestra percepción del mundo.

A pesar de que la sociedad posmoderna vive dominada por una temporalidad centrada en la inmediatez del presente –en las maneras de comunicarse, relacionarse, consumir, divertirse, etc–, muestra, al mismo tiempo, una necesidad paradójica de volver la mirada hacia el pasado, al contrario de los modernos que lo que querían, precisamente, era romper con los vínculos que los unían a ese pasado. Y lo hace de un modo propio del espíritu de los tiempos, excesivamente: en este afán de rescatar, mostrar, denunciar, re-significar hechos, acontecimientos, episodios de nuestro pasado –o presente–, muestra su voracidad por rememorar.

El cine se ha vuelto un instrumento particularmente dotado para conectarnos con nuestra historia pasada, y hacer historia de eventos presentes, y ha convertido en temas, para mirar y reflexionar, acontecimientos que antes se ocultaban, negaban, ignoraban o censuraban –genocidios, colonialismo, diásporas, colaboracionismos, etc.–, contribuyendo así a crear una memoria colectiva. Pero no es una colectividad única; si algo ha ocurrido es que las imágenes cinematográficas, que muestran la enorme diversidad étnica, cultural, social de los países, de las comunidades, o de los grupos y minorías, han quebrado la noción previa de Historia única, dejándonos, en cambio, historias múltiples y particulares.

Ha ocurrido, entonces, que el cine se ha apropiado –y, a su vez, ha propiciado– de un importante y necesario fenómeno socio-cultural, dadas las profundas heridas que dejó en la psique colectiva el lado más oscuro del siglo XX: la ética del recuerdo. La necesidad de no olvidar, de construir una memoria compartida de los horrores, se vuelve imperativo moral para invocar algún tipo de sanación, o reparación. De esas intensas conexiones emocionales con el pasado, incluyendo el  reciente, surge el cine de la memoria.

Dentro de esta categoría se inserta el film de Philip Kaufman, La insoportable levedad del ser (The Unbearable Lightness of Being, 1987), transposición fílmica de la muy famosa novela homónima publicada tres años antes por el checo Milan Kundera. El largometraje recibió dos nominaciones a los Premios Oscar por mejor guion adaptado y fotografía, así como el premio BAFTA al mejor guion adaptado y las nominaciones como mejor película y fotografía del Círculo de Críticos de Nueva York. Todo lo cual no deja de ser un mérito dado que si algo caracteriza la novela que le da origen es su densidad filosófica, que apenas aparece reflejada en el film, como sí atestiguamos, en cambio, la gran carga erótica que surca la vida de sus personajes Tomás, Teresa y Sabina, así como la intensidad política de los tiempos en los que transcurre la historia: desde la primavera de 1968 hasta la invasión soviética, y sus aliados del Pacto de Varsovia, a la República Socialista de Checoeslovaquia, en agosto de ese mismo año.

Las reformas políticas –conocidas como desestalinización– que pretendían alcanzar un socialismo de rostro humano para el país, con mayores libertades políticas, sindicales, de prensa, de derecho a la huelga, y que habían iniciado a finales de los años cincuenta, lideradas por Alexander Dubcek, fueron brutalmente frenadas con la invasión y el férreo control posterior. Era la época de la Guerra Fría entre los dos grandes bloques el –occidente capitalista y el este comunista– en los que se había organizado la vida del planeta a raíz de la finalización de la Segunda Guerra Mundial y el consiguiente reparto de territorios. El mundo vivía en una zozobra constante, pues ambos bloques bailaban la danza del armamentismo y de la conquista espacial.

Algunos eventos producían esperanzas o alegrías –quizás excesivas o ingenuas, pero necesarias– como protestas, manifestaciones, movimientos, manifiestos, y también libros y películas, que reflejaban el descontento creciente que la sociedad sentía ante el enorme poder que había llegado a tener la dirigencia política, frente a la pequeñez, en contraste, de la voz de los ciudadanos. Ante modelos que ofrecían poco espacio para las libertades individuales, tanto en un bloque como en el otro –dado que frente al totalitarismo comunista se ubicaba un capitalismo cada vez más voraz en las sociedades altamente industrializadas–, los movimientos civiles que clamaban por la libertad, la diversidad, el reconocimiento del individuo, proliferaron en los años sesenta. Uno muy particular fue el llamado Mayo francés de 1968, que tuvo réplicas en varios países del mundo, y, aunque fueron breves, tuvieron mucha fuerza real y simbólica.

El descontento económico de la población, la solidaridad con pueblos oprimidos por el imperialismo –liderado por EEUU–, y el rechazo al colonialismo europeo, la influencia del movimiento hippie y su frontal rechazo a la guerra de Vietnam, fueron todos elementos clave en la combustión que incendió el país galo en una huelga general que estuvo a punto de derrocar al gobierno de Charles De Gaulle, y que, eventualmente, condujo a elecciones anticipadas.

Las ideas marxistas subyacentes a este movimiento llegaron de la mano de muchos importantes intelectuales, que habían recibido la influencia de Louis Althusser, filósofo, marxista-leninista a ultranza, crítico acérrimo del Partido Comunista Francés, y revisionista de la ideas de Marx –sobre todo del joven Marx–, a quien llegó a considerar no suficientemente marxista. La radicalización de su pensamiento llegó a producir virulentos movimientos posteriores, como el liderado en Camboya por uno de sus más conocidos y oscuros discípulos, Saloth Sar, Primer Ministro de su país entre 1976 y 1979, bajo el nombre de Pol Pot, y responsable de la matanzas de cientos de compatriotas en su Revolución de los Jemeres Rojos; así como diversos terrorismos en otros lugares.

La historia de Tomás, Teresa y Sabina se desarrolla en este contexto. En Praga reina la atmósfera de la democratización política, y crece la crítica hacia el Partido Comunista de inspiración y tutelaje soviético. Tomás (Daniel Day-Lewis) es un médico neurocirujano que vive para ser soltero, después de un amargo divorcio, hasta que conoce a Teresa, joven camarera de provincias, que le produce una ternura y una necesidad inmediata de rescatarla: “sintió entonces un inexplicable amor por una chica casi desconocida; le pareció un niño al que alguien hubiera colocado en un cesto untado con pez y lo hubiera mandado río abajo para que Tomás lo recogiese a la orilla de su cama” (metáfora que alude a Moisés rescatado de las aguas). Esta repentina e inexplicable ternura, compasión y deseo de cuidar, de proteger, es el inicio de un conflicto interno que lleva a Tomás a debatirse entre la levedad de la vida que deseaba llevar, de mujer en mujer, –en una sociedad, además, donde la libertad sexual, la permisividad y el erotismo, refrescan el aire, en medio de una atmósfera política cada vez más opresiva–, y el peso que supone cuidar y amar a Teresa “como a un niño recogido de un cesto.“ Con las metáforas no se juega. El amor puede surgir de una sola metáfora”, dice el novelista.

Kundera reflexiona al respecto y asocia dos cuerpos en el acto de amar con una búsqueda primigenia de la mujer por sentir el peso del cuerpo del hombre sobre sí (claro que esto, a la postre, se hace extensivo al peso del cuerpo de la mujer sobre el hombre), lo cual impediría a los seres humanos volverse aéreos y flotar como plumas, casi incorpóreas. Así, Tomás descubre en el cuerpo de Teresa y en su necesidad de dormir con ella –algo completamente inusual en él–, un peso que quizás necesitaba más de lo que era capaz de reconocer.

Pero en esta búsqueda de peso quizás también hay una metáfora de la necesidad de arraigo, terrenidad, densidad, seguridad, que ya la vida había dejado de ofrecer a los habitantes del planeta en la segunda mitad del siglo XX, atravesados por las heridas dejadas en sus almas por las guerras y los genocidios, y que condujeron a una profunda decepción de la raza humana de la protección divina, y hasta de un supuesto sentido de la vida –y los aires de posmodernidad ya surcaban el planeta– y dejaron a los hombres sintiéndose irremediablemente arrojados al mundo, a la manera existencialista.

Teresa (Juliette Binoche), herida, débil, insegura, trastornada, y rabiosa lectora –lee Ana Karenina; luego llamarán Karenin a la perra que Tomás le regalará el día que se casan–, llega dispuesta a acurrucarse en la cama y en la vida de Tomás. Y aunque intenta aceptar las reiteradas infidelidades de su marido, sus sueños dicen otra cosa: se despierta fuera de sí, en un desgarrador sufrimiento cuando las imágenes oníricas le muestran a Tomás en la cama con Sabina, y a ella misma clavándose agujas en las uñas para soportar tal visión. Igual que para la heroína de su novela favorita, el amor es una fuente fatal de sufrimiento para ella.

Sabina, (Lena Olin), pintora joven, hermosa, pero sobre todo libre, y compañera erótica de Tomás por largo tiempo, encarna la levedad de vivir sin ataduras, ni compromisos. En una escena que perfila bien su particular personalidad, la pintora conversa con Franz –un hombre que acaba de conocer y que luego será su amante– y que se muestra conmocionado e interesado por los sucesos de Praga. A su pregunta “y tú, qué quieres hacer”, ella, después de una pausa, le responde sonriente “quiero ir a almorzar”. Más adelante cuando Franz deja a su mujer y llega, maletas en mano, a instalarse a casa de Sabina, se estrellará contra la ligereza de su amante, quien simplemente lo abandona.

El libro que, por su parte, Tomás lee y que pone en la mano de Teresa el primer día que amanecen en la misma cama, es Edipo Rey. Sobre lo que más reflexiona Tomás en esos días es sobre el aspecto ético de esta tragedia clásica: Edipo no soportando haber  asesinado a su padre, haber cometido incesto con su madre y haber traído la desgracia a Tebas, como consecuencia de sus actos, se arranca los ojos y parte al destierro. No podía sentirse inocente. Tomás –previo militante entusiasta, que deviene en perseguido político– no puede evitar comparar a Edipo con los dirigentes checoeslovacos, quienes no asumen su culpa por lo que ocurrió en el país. “No lo sabíamos, nuestra consciencia está limpia” repiten los funcionarios. “La diferencia es que ellos siguen en el poder. La ética ha cambiado desde los tiempos de Edipo”, concluye lapidario Tomás.

Y Hannah Arendt parece decir, desde el fondo, recuerden la banalidad del mal y las atrocidades cometidas en nombre de una supuesta inocencia, que, en realidad, es la imbecilidad (así calificó al oficial nazi, Adolf Eichmann, acusado y sentenciado por crímenes de lesa humanidad en el juicio llevado a cabo en Israel, donde Arendt era corresponsal del The New Yorker) de no reaccionar. No es necesario ser malo, basta con la levedad de cumplir órdenes sin cuestionarlas.

Las profundas heridas que carga Teresa en el alma –hija de una madre que la rechaza, y de quien ella se siente avergonzada– y las que produce en Tomás un país desfigurado, llevan a esta desigual pareja a intentar continuar juntos, a pesar del sufrimiento que genera en ella la infidelidad de su marido, y en él la carga de cuidarla. Parten al exilio suizo, como muchos compatriotas, incluida Sabina que había llegado antes; pero Teresa no lo tolera y abandona a su marido. Regresa “al país de los débiles, como yo”: reconoce la debilidad de sus compatriotas que se han plegado a los invasores soviéticos, pero sabe que sólo allí puede vivir. Sus palabras reflejan su estado interior, siente que en Praga solo necesita a Tomás para amar, pero que fuera del país lo necesita para todo lo demás, y ese peso le resulta  insoportable.

Este par de opuestos, levedad-peso, atraviesan toda la obra, mientras que la historia de amor de Teresa y Tomás, se entrelaza con la historia del sufrimiento de la gente, por un lado, y de la debilidad –y la complicidad con los invasores– de los políticos, y de muchos compatriotas adoctrinados, por el otro. Al respecto dice Kundera en su novela, “solo una cosa es segura: la contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones.”

Tomás, a pesar de intentar permanecer, de nuevo soltero, en Suiza, no puede evitar dejar todo para volver con Teresa. Regresa a su trabajo en un hospital de Praga, donde ahora las autoridades pretenden obligarlo a firmar un documento donde se retracte de un artículo que él había escrito tiempo atrás donde aludía a la ética de Edipo, y que los burócratas comunistas interpretaron literalmente como que su autor insinuaba que ellos también debían “sacarse los ojos”. Tomás no lo acepta, y prefiere renunciar a ejercer la medicina como neurocirujano, y parte al campo, a llevar una sencilla vida de granjero, junto a Teresa. Parecen felices, tranquilos. Pero la fatalidad llega a sus vidas, como a la de Anna Karenina.

Este film de Kauffman encarna vivamente el planteamiento de Lipovetsky “El cine de la memoria describe en presente un pasado con el que se siente en deuda incluso hasta el extremo de asumir su culpabilidad: ¿obligación de recordar o tiranía del arrepentimiento? El siglo XX signado como quedó por el deber de recordar, muy especialmente por el impacto que dejó en la conciencia mundial el desvelamiento de los abominables crímenes del nazismo contra millones de seres humanos, y que condujo la consigna que aún se mantiene y que reza “no hay que olvidar; hay que mostrar para que la historia no se repita”, ha producido diversas maneras de hacerlo: museos, libros, obras de arte, y numerosas películas sobre el holocausto, las guerras mundiales, la de Vietnam y la crueldad humana en sus diversas manifestaciones. También se han mantenido intactas –como quedaron después de los bombardeos enemigos– algunas edificaciones, incluyendo Catedrales, en diversos países de Europa, como testimonios de lo que el ser humano es capaz de hacerle a sus semejantes, y que en el siglo XX se mostró en planos detalle.


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