Por ALEJANDRO SEBASTIANI VERLEZZA

Varios meses atrás Carmen Leonor Ferro me hizo llegar la versión manuscrita de La caja, su poemario que publicó Dcir ediciones el año pasado.

Confieso que lo he repasado varias veces, tratando de dar con el tono más certero para dar cuenta de la emoción que lo rige y ahora mismo puedo decir que se trata del canto que el alma herida hace para elaborar el duelo personal y familiar.

Para comprender mejor este intenso movimiento interior tuve que retroceder a Precarios, otro de sus poemarios, donde es posible palpar cómo Ferro resuelve poéticamente la experiencia de la migración.

Ciertamente los poetas migran, pero también saben retornar. Ya Borges en “Para una versión del I King” lo supo precisar: “Quien se aleja de su casa/ya ha vuelto”.

El origen como destino, el fin como inicio, es lo que T.S. Eliot recuerda al inicio de sus Cuatro cuartetos y la poeta merodea con su experiencia en estas aguas.

En el caso de Ferro el cumplimiento de estas peripecias pasa específicamente por una generación de italianos que llegaron a Venezuela; pero ella misma, a su vez, partió para retornar a la tierra y la lengua de sus orígenes.

La paradoja es interesante, por eso mismo decía que Precarios explora la extrañeza del emigrado cuando busca integrarse al “nuevo” paisaje. Es la experiencia del trasplante, pero con el agregado del canto. No es azar que uno de sus libros anteriores se titule El viaje.

Ferro, a tientas, se aparta de lo estrictamente personal, la confesión autobiográfica, para abrirle paso a un ámbito muy suyo, y bien sutil, la expresión del mundo femenino en su familia, marcado especialmente por la partida de su hermana; y, en el fondo, como una suerte de susurro, la voz de la madre se asoma.

La caja, el nuevo libro de Ferro, me hace recordar la singularidad de los poetas y la tarea que en ocasiones suelen llevar a cabo: no sé si por una suerte de mandato, búsqueda personal, íntima, o una intrincada combinación de ambas, pero el caso es que muchas veces suele ocurrir que le dan voz a la experiencia familiar.

En el caso de Ferro, intuyo, su vida como traductora, el ir y venir entre lugares y lenguas, le dan un sentido de la distancia que resulta benéfico.

Yolanda Pantin, por cierto, en un encuentro con sus lectores, llegó a presentarse como la amanuense del legado familiar. “Mi mamá es la poeta”, precisó con una sonrisa.

Traigo este recuerdo para hacer notar que muchas veces las penas y los secretos atraviesan a las generaciones, hasta llegar a la poesía, cuando traspasan lo estrictamente familiar y empiezan a metamorfosearse en la lengua poética y la vida pública.

Es un desplazamiento: voces que dictan, voces que dan forma, conforman.

Se integran así, en un solo gesto, lo familiar y lo personal.

Una experiencia similar ha tenido Ferro.

En La caja es posible apreciar el otro lado de la moneda. Vuelvo: la poeta retorna a Italia, el lugar de sus orígenes, pero a la vez publica en Caracas (pero escribiendo «desde allá») esta nueva colección de poemas que se detiene en vivencias familiares dolorosas, sí, pero expresadas a través de una “poética del espacio”: los cofres, los armarios, las habitaciones permiten explorar múltiples escenarios y establecer una exploración del duelo suscitado por la pérdida de la hermana; la caja “de antiguos tabacos” se convierte en una suerte de objeto imantado, capaz de “hablar” y sugerir recuerdos:

Deshilvanar la memoria

destejer su trama

 

imaginarlo todo de nuevo

devolver la cinta

 

rehacer los diálogos

rescatar cada imagen del hoyo

Es bellamente paradójico cuando Ferro dice: “Construyo esta bitácora/donde no aparezco”. Describe la faena del libro, su expresión sensible, pero neta, llevada muy a pulso, con cierto grado de distancia, justamente, para sostener el paso del dolor del alma a la concreción del verso.

En La caja Ferro va hilando con paciencia tras demoradas contemplaciones. Así intento dar cuenta de los movimientos sensibles que ella hace, fiel a sí misma, con la certeza de un acercamiento a las voces femeninas que la habitan.

Las alusiones al tejido remiten al hecho de estar haciendo y deshaciendo —¿quién lo sabe?— el manto que le dará abrigo al alma.


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