Miguel Otero Silva y Alfredo Armas Alfonzo, sede diario El Nacional | Fundación Alfredo Armas Alfonzo

Por TOMÁS ELOY MARTÍNEZ

Con injusta insistencia, se reclama de Alfredo Armas Alfonzo la escritura de una novela. Ya la ha escrito. En 1949 completó un caudaloso borrador donde la realidad carecía de nombre: asomaban en él pueblos calcinados, con aleros de tejas; fantasmas librados a infinitos juegos de la memoria, en mecedoras, camas de hierro o a la intemperie de las mesetas; pulperías “donde un hombre casi siempre triste despacha lochas de papelón y café, y medios centavos de kerosén”.

En aquella misa de cuerpo presente a la que Armas Alfonzo llamó Los cielos de la muerte asomaban ya todas sus obsesiones, pero no estaba afinado todavía el lenguaje de sus obras mayores (mejor dicho, de esa única, monumental novela cuyo primer capítulo es La cresta del cangrejo, y el último, no el final. Angelaciones); ese lenguaje que se pierde de vista entre una nervadura de oraciones subordinadas, árboles genealógicos y pudorosos pronombres en tercera persona (“uno se va llenando de los días”) que sustituyen a un “yo” demasiado enfático para los oídos provincianos.

Los académicos y los profesores han inventado murallas chinas en la literatura, cuyas víctimas inocentes fueron los creadores: ¿por qué clasificar la obra de Armas Alfonzo, de acuerdo con esa ley irrisoria, en cuentos, crónicas o apuntes misceláneos, cuando en verdad ese conjunto es el cinturón de meteoritos de una gran novela perdida? ¿En qué medida los esplendores dispersos tanto en El osario de Dios como en Cien máuseres, ninguna muerte y una sola amapola, obedece a estructuras menos novelescas que, por ejemplo, En busca del tiempo perdido o Las palmeras salvajes?

Angelaciones es, por fin, el texto que pone orden en ese sistema solar. Cada capítulo nació en forma de columna semanal que El Nacional publicó desde el 3 de enero de 1975 hasta —con intermitencias— el 2 de junio de 1979. Leídos bajo aquella luz, los textos parecían variaciones sobre un solo tema, con estribillo casi monocorde: “El hijo de Mercedes Alfonzo, Sabanauchire, Lourdes Armas”. Ordenados en Angelaciones son el adjetivo que complementa ciertos cuentos (falsos cuentos) de Cien máuseres… o el sustantivo que explica, al fin, algunas anotaciones oscuras de El osario de Dios. ¿Qué impide entenderlos como parte de una novela? ¿No es acaso entretejiendo las historias de los Supton y de los Compson como Faulkner hizo del condado de Yoknapatawpha el campo de batalla  de su obra única, la que comienza con Sartoris y concluye, como serpiente que se muerde la cola, con Banderas sobre el polvo?

E igual que para Faulkner, la saga de su familia es también la saga de su ficción. Caso único en la literatura venezolana (y comparable solo, por su intensidad y nobleza de recursos, a Onetti y a García Márquez en la literatura nueva de América Latina), Armas Alfonzo ha conseguido el prodigio de convertir a sus tías y abuelos, a su madre, a su hermana y a los pulperos de Uchire, en criaturas cuyo reino no es de este mundo, y que parecerían inconcebibles fuera de la ficción.

Narrador ajeno a todo efectismo, eficaz constructor de canales para sentimientos que siempre parecen a punto de desbordarse, Alfredo Armas Alfonzo es, acaso, el novelista mayor de Venezuela. O, al menos, uno de los pocos en quien la palabra novela alcanza la grandeza con que Cervantes y Fielding la concibieron.


*Publicado originalmente en El Diario de Caracas, 6 de enero de 1980.


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