Paul B. Preciado / EUROPA PRESS

Por SANDRA CAULA

De este panel, soy la única que no tiene otra formación en psicología que la de analizada y me corresponde por eso hablar desde la teoría y desde mi formación como filósofa. Pero quiero confesar que cuando empecé a revisar viejos y nuevos textos sobre el tema que nos ocupa, constaté una profusión de ideas y de hechos que me asustó.

Mi conclusión fue que no puedo exponer con detalles ni una historia del feminismo como corriente teórica ni el amplísimo corpus que se ha desarrollado sobre el asunto del binarismo en los últimos treinta años en particular. Pero sí puedo decirles algunas cosas sobre lo que ha pasado en el pensamiento que ha dado lugar a estas corrientes y hechos socioculturales.

Determinemos primero de qué hablamos, porque se presta a confusión. La tematización del género como problema tiene dos vertientes principales y ambas se refieren a lo que se ha llamado la construcción de la identidad de las personas o su constitución como sujetos. O sea, no se trata tanto de la libertad para elegir un objeto amoroso, sino de las posibilidades que la lengua y la cultura nos dan para elaborar nuestra identidad y en particular nuestra identidad sexual.

La primera vertiente de tematización es la teoría feminista, es decir, la revisión crítica de lo que entendemos por mujer, de lo que se espera de una mujer, de las maneras en que pueden o no significar palabras como mujer y femenino.

El feminismo en ese sentido es una crítica sociocultural y política, pues cuestiona lo que se asumía como natural y propio de la mujer y lo presenta como una construcción o sobredeterminación que esconde, entre otras cosas, formas de poder y violencia, ya que limita las posibilidades de un grupo de sujetos humanos, relegándolos a una posición social subalterna.

Una de las consecuencias de esa crítica —menos explorada, pero no menos importante—, es descubrir que también hay sujetos a quienes les ha sido difícil asumir la definición predominante de hombre y de masculinidad.

Creo que esta vertiente del problema del género, la teoría feminista, es bastante más aceptada hoy y menos problemática la segunda. Y está además ampliamente trabajada tanto en la teoría como en la clínica psicoanalítica contemporánea.

La segunda vertiente de tematización del género es más compleja. Es una crítica de la idea que prevalece en el occidente judeocristiano de que solo hay dos géneros que obedecen a determinaciones anatómicas y que, en consecuencia, esos géneros (hombre-mujer) son lo natural o lo normal. En la teoría psicoanalítica creo que por ello esos géneros han aparecido como una finalidad en la construcción de la identidad de los sujetos. Pero el binarismo se cuestiona hoy desde un corpus teórico que lo revela también como una construcción cultural.

Los orígenes de esa crítica son muchos, pero hay que destacar dos. El primero, propiamente biológico: no siempre las determinaciones anatómicas son tan claras y muchas veces la necesidad de adaptarse a los únicos dos lugares sociopolíticos posibles (hombre o mujer) ha supuesto una violencia sobre las personas con consecuencias graves. El segundo es antropológico: el estudio de otras sociedades respalda la problematización del binarismo de género, cuando se descubren culturas con roles distintos a los que conocemos y, sobre todo, que asignan lugares sociopolíticos a más dos géneros.

Estos cuestionamientos se han articulado en trabajos filosóficos diversos. Pero el fundamental es la Historia de la sexualidad de Michel Foucault. Al mismo tiempo, también hace un aporte fundamental el pensamiento postestructuralista y deconstructivo, cuyo principal representante sería Jacques Derrida. Y hoy, desde esas bases, escriben autoras como Donna Haraway, Judith Buttler y Paul B. Preciado.

A mí modo de ver, esta segunda vertiente de la perspectiva de género produce más angustias y resistencias, en la medida en que sus cuestionamientos de la identidad son mucho más profundas de lo que hemos conocido hasta el momento.

***

Lo que se ha plasmado en las teorías críticas del binarismo aparece ante nuestros ojos cada día, y cada vez más, como hechos socioculturales.

Desde hace 40 años, en las grandes ciudades del mundo se celebran las paradas del orgullo sexodiverso con manifestaciones festivas que recuerdan las imágenes captadas por antropólogos en comunidades donde el binarismo no es la norma. Muchos países han aceptado legalmente que hay más de dos géneros y tanto los formularios como los baños públicos están obligados a presentar al menos una tercera opción. Es cada vez más normal ver hombres y mujeres travestidos en eventos cotidianos. Los muchachos escriben con total normalidad usando la letra e o la x para evitar marcas de género binario. Hay parlamentarios transgénero y uno de los filósofos más importantes del momento hasta hace poco se llamaba Beatriz y hoy se llama Paul.

Es evidente que estamos ante un fenómeno en crecimiento que empieza a tener manifestaciones muy diversas en la cultura pop, en el arte, en las series, en el cine y en la música. Y que parece haber llegado para quedarse, o al menos para dejar una marca permanente en la cultura, como la dejó mayo del 68.

Debo decir, sinceramente, que a mí, que soy mujer y heterosexual, estos hechos me alegran. Y mi alegría es la otra cara de la tristeza que me embargaba cuando yo era joven y las calles y los espacios públicos eran muy diferentes. Mis amigos homosexuales de entonces se cuidaban de lucir y hablar como machos para no tener que pasar la noche en una comisaría por atentar contra la moral y las buenas costumbres; y mis amigas gay temían que algún hombre intentara hacerles saber a la fuerza lo equivocadas que estaban con sus preferencias en la cama, cosa que solía pasar. Pero además, si un transexual aparecía en los medios solo podía ser en un programa cómico o como noticia de página roja.

Eso muestra que el patriarcado y el binarismo no se han impuesto ni mantenido sin enormes crueldades y violencias, y relegando a lugares subalternos, y hasta a los márgenes de la sociedad, a mucha gente. Por ello creo que va a ser muy difícil hacer que desaparezca esta ventana de libertad abierta hoy, que permite vidas más armónicas, a pesar de los sustos que pueda producirnos.

***

Comentaré ahora, desde un enfoque filosófico distinto al deconstructivismo, el conflicto que se produce entre las convenciones de género y su desafío, por teorías y hechos, en el mundo contemporáneo.

Cuando Maricarmen Míguez conversó conmigo sobre este encuentro, me saltaron a la mente enseguida dos frases: “la esencia se expresa en la gramática” y “el alma se hace de palabras”. Sobre ellas quisiera ahondar.

La primera es de Wittgenstein, pero yo la conocí por mis lecturas de Stanley Cavell, un filósofo norteamericano que murió hace dos años. La cita a menudo en la primera parte de su trabajo principal, Reivindicaciones de la razón, y es obviamente una manifestación de la idea de que los límites de nuestro mundo son los de nuestras palabras.

Pero Cavell llega a ella tras analizar el proceso en el que adquirimos un lenguaje. Dice en ese desarrollo algo que los analistas saben: que cuando un niño aprende su lengua, ha hecho mucho más que relacionar nombres y realidades, nombres y objetos. En el aprendizaje de una lengua el niño recibe, junto con el lenguaje, las formas de vida en el que este adquiere sentido: no solo cuál es la palabra para “padre”, sino qué es un padre; no solo cuál es la palabra para “amor” sino qué es el amor. “Al aprender el lenguaje se aprenden las ‘formas de vida’ que hacen que de estos sonidos hagan lo que hacen”.

Más adelante presenta ese aprendizaje como una suerte de contrato social por el que aceptamos ingresar en una comunidad. Así relaciona lengua y política de una forma que me parece muy fructífera, pues refiere a la aceptación de unas convenciones compartidas que nos sirven, no solo para comunicarnos con otros, sino también para comprender el mundo y a nosotros mismos en él. Al aprender a hablar aceptamos las palabras que se nos dan, las del Otro, con todo lo que ellas implican, y aceptamos formar parte de una comunidad. Pero ese pacto lo tendremos que refrendar en nuestra vida adulta, al constituirnos como individuos y tener una voz propia. Creo que esta es otra lectura que puede hacerse de la famosa frase de Kate Millet “lo personal es político”, y de su paráfrasis hecha por Emilce Bleichmar: “lo político es personal”.

Esas convenciones que recibimos como mundo —en la lengua, en las formas de vida— aunque no son inamovibles y rígidas, tampoco son arbitrarias, pues no podemos decidir nosotros que cambien absolutamente, a riesgo de aislarnos en el sinsentido. La convencionalidad del lenguaje y de las formas de vida es un milagroso acuerdo compartido que nos permite estar con los otros y que, paradójicamente, también nos lo puede impedir.

El hecho de que coincidamos en la convencionalidad abre la posibilidad de que eso no suceda. Y sabemos los que estamos aquí que ese no es un asunto especulativo, sino una circunstancia frecuente. Sea como experiencia puntual o como algo recurrente, pasa que sentimos tensión o discordia entre nuestro mundo interno y nuestra experiencia y las palabras y las formas de vida que nos rodean; y la terapia es el lugar a donde frecuentemente acudimos cuando eso nos pasa.

La frase de Wittgenstein, “la esencia se expresa en la gramática”, comentada por Cavell, creo que puede ser además el referente de otra cosa que sucede en el espacio de la terapia. Ante el desajuste de un individuo con su entorno, el terapeuta sabe que no hay una verdad externa a sus palabras, fuera de la gramática que el mismo paciente va tejiendo, que pueda ofrecerle como objetividad para disolver el conflicto.

Pero esto que dice un filósofo sobre los desacuerdos entre el individuo y su sociedad, lo quiero ver ahora desde el punto de vista de una psicoanalista y escritora. “El alma se hace de palabras” es una frase de Ana Teresa Torres que da título a un libro y a un ensayo que me gustan muchísimo.

Con la palabra alma Ana Teresa se refiere a la subjetividad. A esa zona difusa, íntima, ubicua, en la que habitamos dentro de nosotros. Lo que cada persona es, lo que subyace en ese concepto más complicado todavía de identidad. Una instancia subjetiva que nos constituye, que conocemos oscuramente y que nos conduce en la existencia, unas veces con certeza y la mayoría, con dudas y ambigüedad.

Esa subjetividad —prosigue Ana Teresa— no tiene sustancia física, pero se asienta en el cuerpo y está construida con “algo”. Ese “algo” es el lenguaje. Estamos estructurados en palabras, y eso nos determina, pero también, por paradoja, nos libera. Sufrimos el lenguaje desde el nacimiento. Este nos encadena, nos obliga a ser lo que somos. Es nuestro amo. Es el dueño de esa subjetividad que se construye tan temprano que no recordamos su origen, y es un soporte, un plan, un orden en el que viven nuestros deseos, cicatrices, fantasmas.

Ana Teresa se refiere luego a lo que sucede cuando una persona va a terapia. Los psicoterapeutas —dice—, están preparados para desentrañar el camino de palabras que nos condujo hasta el punto en que nos encontramos. Ese camino es de lenguaje desencadenado, fragmentado, olvidado, reconstruido y, sobre todo, resignificado. Los hechos son piezas arqueológicas para imaginar el pasado, pero no para encontrarlo, porque este se ha desvanecido. Volvemos al pasado para darle sentido al presente. Y ese sentido surge del diálogo, de las palabras que cruzan psicoterapeuta y analizado. De modo que “adiós a la objetividad”, dice, como antes Cavell dijo adiós a la esencia.

La paradoja es que en este proceso la palabra del Otro, la que nos ha encadenado, nos enseña a liberarnos y a recrearnos, a encontrar otros caminos de sentido posibles, diferentes a los que recibimos de quienes nos construyeron. Cuando quedamos engarzados a la tradición del lenguaje, cuando entramos en el tesoro de los significantes, nos preparamos también para generar nuevos significados con la máquina del lenguaje. Si no fuera así, nos repetiríamos infinitamente.

Y cierra diciendo: se suele pensar que el psicoterapeuta “encuentra” una verdad que estaba en nosotros y no conocíamos. Pero no es cierto, esa verdad no “está”, hay que construirla. Surge del diálogo entre dos personas. Del milagro de generar sentido. Un sentido verdadero, en tanto haga sentido para quien lo recibe.

***

Hasta aquí Stanley Cavell y Ana Teresa Torres. Ahora yo quiero cerrar preguntándome por la relación de todo eso con la problematicidad del género a la que me he referido antes.

Tanto el filósofo como la psicoanalista y escritora aluden a la construcción de nuestra subjetividad con las palabras y las convenciones recibidas, las del Otro, que hemos aceptado originalmente, prendados en la afectividad de nuestra lengua materna. Pero propongo reparar entonces en que, si las casillas que me presentan esas palabras y convenciones para construir mi identidad son solo dos —muy definidas y determinadas, y que además podrían tener consecuencias para mi vida que me desdibujan o me parecen terribles— va a ser difícil que sin un enorme sufrimiento yo encaje en esas casillas, y será muy posible que las rechace, o que las viva como extrañamiento —en bajos fondos, y con una enorme carga de resentimiento, rebeldía y violencia—, lo que mi cultura no me permite exponer.

Lo que quiero señalar es que tanto el patriarcado como el binarismo han pasado a ser, para mucha gente hoy, la palabra del Otro. Que la problematicidad del género en sus dos vertientes no es ni un invento ni una arbitrariedad de sujetos que no aceptan su destino natural. Tampoco es solo una moda superficial o pasajera, peligrosa porque se puede prestar a explotación comercial o política (riesgos que corre, por cierto, cualquier movimiento nuevo en la sociedad). Es una realidad que ha permitido a gente sin esperanzas vivir mejor. Y de ahí que debamos considerarlo antes de hacer juicios o diagnósticos.

Sé que es una circunstancia que puede percibirse como amenazante y también que podría serlo en verdad, ya que socava mucho de lo que ha fundado nuestras vidas por siglos. Pero no hay nada que hacer, está ante nuestros ojos, en ámbitos cada vez más institucionalizados [34], y no va a esfumarse, fundamentalmente porque ya no está en los márgenes de la sociedad [35].

¿Cómo responder a esta circunstancia? Yo apelo de nuevo a Cavell, quien dice que cuando esas disonancias aparecen, lo único que puedo hacer es convocar los criterios de mi cultura para enfrentarlos con mis palabras y mi vida, tal y como quiero que sean y como puedo imaginarlas. Pero también confrontar mis palabras y mi vida con la vida que las palabras de mi cultura pueden imaginar para mí. Y esto es confrontar la cultura consigo misma, al filo de las líneas en que dicha cultura hace contacto conmigo.

Creo que no queda otro remedio porque, como sabemos, no podemos enseñarles a los sujetos verdades externas, como dura objetividad, para que reestructuren su identidad. Habrá que oírlos y oírnos, caso por caso, circunstancia por circunstancia —con el respeto ético que nos exige no generalizar desde teorías abstractas—, e intentar que cada circunstancia se elabore de la mejor manera posible, mientras lidiamos con esta relativamente nueva experiencia en nuestra cultura.

Y recordar que también a Freud le tocó chocar con la lengua y las convenciones de su tiempo. Así que esta demanda de oír y elaborar lo disonante viene desde muy dentro del propio psicoanálisis, que es una teoría crítica fundamental de la cultura contemporánea.


* Este texto se leyó y discutió en el evento Género: Nuevas perspectivas, organizado por la Sociedad Psicoanalítica de Caracas, el 19 de septiembre de 2020. Expusieron también la psicoanalista Addys Attias y Magdymar León, psicólogo y presidenta de Avesa. Moderó Maricarmen Míguez.

* Agradezco a la antropóloga Silvana Caula y a la analista Doris Berlín sus lecturas y observaciones a este texto.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!