Por VIVIANA GARCÍA HOYOS

Nada convence más que la verdad —confesó Tertuliano ante el juez.

Una luz roja fugaz, entrelazada en las piernas de Lidia, la imagen de piel suave y figura bien proporcionada que ocupaba sus pensamientos mientras la luz verde que indicaba la escapada se transformaba en una amarilla, y en la roja que indica el inicio del ciclo. Treinta segundos, Lidia para cerrar el capítulo que nos impide seguir, como habíamos acordado.

Un amor a sangre fría, como el mío, como el tuyo, como el mío.

Treinta segundos que acabaron convirtiéndose en ciento ochenta, y como está, de sobra, explícito en los ideales, que la comprensión de nuestra modernidad requiere; treinta segundos pueden ser una eternidad o viceversa, cuando se trata de estar junto a la mujer amada. Pero, sí es el frío de la cárcel lo que ponemos en juicio, más le valdría que esa luz roja que saltó hubiese acabado con su vida.

Acusarlo de pasar por alto la luz roja podría ser una insignificancia, sólo si se analizan por trozos deshilvanados las partes que componen nuestra historia. Este debería de haber sido el único crimen del que lo acusaran.

Pero de descuidos en descuidos vamos construyendo hasta el día en que el juez nos pone las cartas sobre la mesa. La rabia y la frustración de Tertuliano al momento de subir al estrado esa mañana de abril sólo fue comparable a la que sintió aquella tarde, en que la esposa entró a su oficina sin acatar la luz roja, está vez indicador de ocupado, para encontrarse a la hermana en brazos de Tertuliano, consumando, en el acto, los años de vida matrimonial insatisfecha.

***

Fueron dieciséis días con sus noches, siete horas y mil ciento catorce segundos llevados a minutos. El tiempo que le llevó planear una escapada, decidirse a escapar y ¡a Dios gracias!, decidirse sin éxito. Inmerso en un tal vez sí, tal vez no, acabaría repasando el plan por última vez. La angustia crece. Sus conclusiones premeditadas sobre el comportamiento humano y su estudio de causas y posibles consecuencias se verían desbaratadas por el peso de la duda. Siempre se había jactado de ser un hombre racional y ver sus planes frustrados por un detalle insignificante era un golpe de frente a su orgullo que no estaba dispuesto a recibir.

Se ajusta el cinturón de seguridad, aprovecha el espejo que le regresa su imagen para retocarse el peinado de rebelde sin causa de la edad mediana. Examina el campo visual: sin un vehículo a la vista. Pero ya, a los costados de sus ojos se asoman un manojo de arrugas finas, signo inevitable de que nada es para siempre. Más tarde, con un whiskey de por medio, se ocuparía de remediar lo irremediable.

Busca mantener la cabeza fría, convencerse de que todo está bajo control, liberar el freno de mano, avanzar hasta el siguiente semáforo, cruzar la frontera sin ser descubierto, viajar a uno de esos pueblos que no figuran en el mapa, limpiar el auto, limpiarse el nombre, mudarse, cambiar de ciudad, cambiar de vida, y lo que haga falta.

Una vez quede anulada hasta la última fibra de evidencia no habrá nada que le encadene a los ocho años de vida matrimonial. A la pasión deliberada y a la furia desmedida que acabaron por arrebatarle la tranquilidad que durante tanto tiempo había construido. Al desliz que se le salió de las manos y acabó por convencerle de que el futuro es incierto. A esa vida, de la que esta misma mañana juró despedirse para siempre.

Enciende la radio: como siempre el mismo idiota. Enciende su último cigarrillo, intentando salir del tedio. Conforme el semáforo se acerca, desacelera, se detiene. ¡Increíble!, piensa para sí, después de haber desaparecido hasta el último de sus cabellos, el olor de su perfume sigue impregnado en el asiento. En ese momento comprendió que le acompañaría hasta el último de sus días. Recordó el apetito sexual desvanecerse y llegó a sentirse culpable por acusarla de perder la sensualidad que él mismo le había arrebatado.

Después vino la hermana. Habían prometido guardar el secreto, y lo habrían conseguido, a no ser por…

Un hombre como él no tiene permitido distraerse con tales ensoñaciones. Además, debe continuar con el plan, siendo demasiado tarde para pensar hacerlo de otra forma.

Ni registros de llamadas telefónicas, ni una sola de sus huellas, la única testigo del caso está encerrada en la maletera del auto, y dejaría de estarlo en las horas siguientes. ¿Qué podía salir mal?, había analizado hasta la última consecuencia posible, y estaba dispuesto a correr con ella, aunque le costara la vida.

A cuatro segundos del cambio de luz, se vio tentado a adaptar el apéndice que regula el paso de la luz del sol en el asiento contiguo. Un ruido metálico, acompañado por la réplica, le obligaron a mirar hacia abajo para encontrarse con el anillo matrimonial que había estado allí durante todo este tiempo.

Sin duda alguna, recapacitaría sobre ello en las próximas semanas desde el cuartito de alguna prisión inmunda, cuando acabase desconociéndose por la propia ingenuidad.

La luz del semáforo cambia, se apresura a recoger el anillo del suelo del sedan azul, lo asegura en el bolsillo de la camisa, sonríe con cinismo.

Son las once y treinta y seis de la mañana, la autopista, sola de muerte, le anticipa los siguientes tres o cuatro kilómetros de camino en descenso.

Más tarde se preguntaría si todo, si al menos algo de esto había valido la pena. Si, de haber hecho las cosas de manera distinta, así fuese en lo más mínimo, Adela seguiría junto a él. Al final del día, sí, te equivocaste.

Una tenue migraña le ensombrece los sentidos. Tendría que esperar hasta la siguiente estación de servicio para pedir una bebida azucarada que le disminuya el sabor amargo.

Sin derecho de amnistía. Hace once segundos que cambió la luz del semáforo. Sin embargo, no ha avanzado todavía. Entonces vino la confusión: Adela está muerta. Cruzar la frontera, deshacer la vida que construiste junto a ella, empezar una nueva vida, ser el padre que un día prometiste ser. El anillo, el auto, el semáforo, Adela. Palpitan las sienes. Un vehículo se acerca, sin saber de dónde ni hacia dónde va. El semáforo cambia nuevamente. Adela, Adela. El freno de mano, el freno de mano, el freno de mano.

II

Adela había cumplido dieciocho años cuando empezó a aceptar la idea de que tendría que casarse. No fue sino hasta tres años más tarde que aparecería el primer marido. Matrimonio que fracasó al cabo de dos años. Su ingenuidad no fue consecuencia de haberse casado virgen. Adela mantenía la cabeza en las nubes. Al punto de dejar de lado sus obligaciones, cualesquiera que fuesen.

Papá y mamá trataron de convencerla durante años de que su vida no sería un jardín de rosas. Pero sólo el tiempo, y sus repetitivas equivocaciones, irían preparándola para el lugar que ocuparía en el mundo. Sin ser del todo fea, tampoco se trataba de una mujer agraciada. Con gestos y ademanes torpes, era capaz de hacer perder la paciencia a cualquiera en cuestión de segundos. Como madre nunca fue un ejemplo, y como esposa era el tipo del que sin duda se aburrirían a la semana siguiente.

El segundo matrimonio habría terminado como el primero, a no ser por esa mañana de abril en la que Adela se levantó de puntillas al baño, movida por las nauseas, solo podía significar una cosa

Durante los meses siguientes, los síntomas persistieron. La ropa comenzaba a estrecharle en la cintura. Si bien la espera no supuso motivo de reconciliación, la llegada del primer hijo encontró un propósito para el departamento A 4-05, cuyo pago  no había terminado de consolidarse.

Entonces, Tertuliano comprendió que de un momento a otro la vida lo había convertido en padre de familia, y que tendría que asumir el rol. Adela no era la mujer con la que había soñado. Aunque le brindaba la seguridad de encontrarla por las noches, con el niño en brazos, al volver a casa. Sus atenciones le despertaban algo de ternura. Una versión casi convincente de la felicidad.

Una vez que el primer hijo pudo sostenerse en dos pies, vino el segundo. Un embarazo de alto riesgo, seguido por unas horas azules prolongadas que pusieron en riesgo la voluntad de Adela.

Con el pago del condominio atrasado, a Tertuliano le fue imposible abandonar su empleo. No tuvo mayor inconveniente en permitir que Lidia entrara a la casa, aunque era más diligente en su quehacer y conservaba su cuerpo la sensualidad que el de Adela había perdido al abrirse para dar paso al primer hijo. Tampoco encontró en ella a la mujer que desde el principio había buscado en su esposa.

Resultó ser de mucha ayuda, había venido a velar por la salud de los tres. Y sin duda, los años siguientes estarían influenciados por su presencia.

Lidia, la de piel olivácea y dedos finos, de uñas bien cuidadas y rodillas tersas al tacto, había venido a cuidar de Adela y hacerse cargo de los dos niños que entre el cumplimiento del deber del padre y el estado agravado de la madre quedaron a su merced.

Conforme se hizo diestra en las labores por las que Adela nunca supo responder, fue despertando también en Tertuliano la pasión que durante los últimos años se había extinguido. Encontró un nuevo motivo para volver a casa al salir del trabajo. Con la excusa de conocer el progreso de la enfermedad de la esposa, se contentaba al encontrarse con esa imagen, lúcida, a la que la maternidad delegada había otorgado una nueva forma de belleza.

No sería de extrañar, en una de esas noches, mientras Adela, narcotizada, agonizaba en la habitación matrimonial, que los dedos de Tertuliano se posaran impacientes sobre la rodilla y acabasen debajo de la falda con la advertencia: nada de esto debió de haber ocurrido.

Fueron tales las reprimendas de Lidia ante el comportamiento sexual desmedido del cuñado las que despertaron en él el deseo de insistir hasta que cediera. No fue sino hasta al cabo de seis años, cuando ella también se háyase desesperanzada, que Tertuliano podría recoger los frutos cultivados en ese entonces.

Como todo en sus vidas, la dicha que Tertuliano había conseguido a costas del sufrimiento de Adela, también acabó. Con el cambio de estación y la psicoterapia (atrasando aún más el pago del condominio) Adela empezaba a mejorar, y la presencia de Lidia parecía cada vez más prescindible.

Fue hasta una mañana de octubre, ya el neonato estaba pronto a cumplir los tres meses, que Adela tomó la decisión de pedir a Lidia que regresara a casa, a su propia casa, a su vida. Hasta luego y muchas gracias. Tertuliano no se sentía de ninguna forma satisfecho con la noticia que recibió de los labios de la esposa, la noche en que al regresar del trabajo se encontró con su ausencia. Sin embargo, no puso objeciones, no insistió de más en el asunto de la hermana que así como llegó, se fue, como una ráfaga, como un vendaval. Aunque los escombros no quedaran a la vista de Adela.

Ella misma fue la que se encargó de borrarla de esa réplica suya de la felicidad pequeño burguesa, que Dios sabrá a costas de qué tantas otras renuncias fueron construyendo. Como un acuerdo mutuo no prescrito, no se hablaba de Lidia, en la casa. Con el paso de los días fueron desplazándola. No era invitada a las cenas, cumpleaños, y demás celebraciones que traían como motivo reunir a la familia. Invitaban a padres, vecinos, colegas del trabajo, amigos del club, quienes muy remotamente se atrevían a preguntar por la hermana.

Con el paso de los días, la vida de Lidia también se convirtió en una sombra. No precisamente por sentirse desplazada. Pero encontrar sus brazos vacíos de los hijos de Adela le revelaron un nuevo sentido de no tener sentido. Mientras la hermana se jactaba de sentirse realizada a costa de la infelicidad que sólo ellos conocían.

Tertuliano encontró un nuevo motivo para refugiarse en el trabajo. Una vez consolidado el pago del departamento vino el primer crédito para el auto, la colegiatura de los niños, que ya estaban en edad de leer y escribir, la promesa de un ascenso,  el primer ascenso, de supervisor a jefe de finanzas y cuántas otras aspiraciones se habría ideado para no pensar en la historia de amor fugaz que su esposa había convertido en un imposible.

El amor nunca había ocupado un lugar en su vida. Había asuntos más tangibles de los que prefería ocuparse. Aun así, no podía evitar pensar de más al despertarse cada mañana y encontrarse con la imagen desgarbada de su esposa, en quien el dominio de la confianza desplazó el pudor, el misterio que conformaban parte del atractivo de la hermana.

Tertuliano nunca dejó de pensar en Lidia. De hecho, al tenerla lejos, fueron apareciendo nuevas formas de contacto: fantasías. El deseo aumentaba con la vehemencia que la vida matrimonial lo hacía sentir insatisfecho.

El tiempo pasó, los niños crecían con la velocidad que solo es motivo de asombro para los familiares más cercanos. Pero el deseo nunca se apagó de la consciencia o de los órganos más bajos de los dos involucrados. En cambio, fue incubándose, alimentándose de sus desdichas hasta tener pies, manos y voluntad.

Y así siguió, hasta esa tarde de abril en que entró sin previa cita a la oficina de Tertuliano, con las caderas en ascendente, los zapatos de tacón que contorneaban las piernas finas, de musculatura bien trabajada y los reflejos oxigenados del cabello que conferían a su rostro un aire fresco.

No supo dar explicaciones, no había palabras, frases, locuciones verbales capaces de explicar qué hacía allí, ella, Lidia, esa tarde, en la que ambos, más que nadie en el mundo, sabían lo que quería. Y en la misma en que la esposa, por un instinto, sentido de pertenencia o chisme fuera de lugar entró también a la oficina del marido para encontrarse con el cuadro que puso fin a esa serie de frustraciones internas y compromisos sociales que fueron hilvanando nuestra historia.

Para motivo de sorpresa, Adela no respondió con ningún escándalo, respondió con toda la resignación de quien ya lo había visto venir.

A la semana siguiente, Tertuliano y Lidia aceptaron que no renunciarían a verse. Sus encuentros siempre terminaban en ideas para quitar de en medio a la esposa, y delegarle el lugar que para ella nunca fue sinónimo de la felicidad. No obstante, la hacía sentir satisfecha.

Y así, acabaron por convencerse de que no se trataba de una broma de mal gusto, sino de un plan maestro. Lidia se encargó de los antidepresivos y Tertuliano de velar el sueño de Adela, hasta la hora en que el pulso se detuvo.

Habían transcurrido más o menos siete días, con el cuerpo de Adela en el frigorífico. Tertuliano se ocupó del cierre de algunos asuntos laborales. No estaba en condiciones de pedir un traslado, ¿cómo justificaría el motivo de su viaje, el abandono de la ciudad donde actualmente se encontraba tan bien acomodado?

En los últimos días el hambre disminuyó, su cuerpo solo tenía lugar para la angustia. Descuidaba la bolsa de valores con su tendencia a las subidas y bajadas, también el sueño parecía inalcanzable. No se atrevía a probar los mismos antidepresivos con los que había acabado la vida de

Adela, por miedo a que en medio de su sopor algún curioso entrara desapercibido y descubriera lo que allí se estaba preparando.

Finalmente, en medio de la incertidumbre y el temor que le acompañan, Tertuliano se decidió a salir una mañana, a las diez en punto. Para limpiar la evidencia y continuar con la vida que entre él y Lidia habían planificado.

La misma mañana en que se quedaría sumido en las ensoñaciones que caracterizaron siempre más a Adela, que a él mismo. La imagen de Lidia, el futuro prometido, el miedo a que al tenerla dejaría de soñarla. Solo entonces, a las once y treinta y nueve de la mañana liberaría el freno de mano, saltándose la luz roja que advertía el cruce del vehículo en la calle adyacente.

***

Con Tertuliano enjuiciado, y sin una sola prueba que demostrase la complicidad de Lidia, sería ella quien asumiría la custodia de los niños, haciendo caso omiso a las sospechas, a los comentarios mal intencionados, seguiría contra viento y marea a fin de ver cumplida esa nueva vida que entre ambos habían ideado.


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