Axel Kaiser y Mario Vargas Llosa durante la entrevista / cnnchile

Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

En el curso de la entrevista que le hace Axel Kaiser a Vargas Llosa, y cuando aquel diálogo discurre como un formulismo de complacencias, el periodista intenta ejemplificar cómo hay dictaduras menos malas, no alcanza a ser una pregunta, es solo una comparación desde los hechos de un presente cumplido. Vargas Llosa reacciona como si se tratara de un agravio de familia, impulsivo y pontificador: “Esa pregunta no te la acepto”. En una relación de mínimo diálogo y alteridad, diríamos que el entrevistado no está para aceptar o rechazar la indagación o los interrogantes del otro, su deber es argumentar, responder con una posición que a su vez sea una explicación o sanción de aquello que considera un despropósito. Dirá que en la pregunta —una observación para ser confrontada— hay una posición previa, eso lo escandaliza, y así entra a juzgar ya no la pregunta sino a desdeñar cuanto el otro pueda representar y se sitúa en un punto donde ideas y opiniones respecto al asunto —política, poder, sociología, nada menos— son un absoluto en su valoración personal. Hay así también no solo una posición prevenida, sino el destierro de otro juicio donde se contiene tal vez otra visión del mundo. Pero lo que está en cuestión no es un aséptico ejercicio de definiciones y categorías, hay de por medio un drama complejo en trance de examen y discusión, y se parte de un objeto real, cuyo alcance impregna una moral del poder y en términos históricos implica consecuencias como el genocidio. “Todas las dictaduras son malas”, responde y es la apoteosis de la simplificación, y aquí el pudor no es lo que sobra. Hacer esta afirmación en el Chile salvado de las llamas, conducido al bienestar y el sosiego por un dictador que termina convocando un plebiscito, y cuya constitución actual, reformada, es la misma de 1980, sería al menos una descortesía.

Si todas las dictaduras son malas, como dice la corrección política, para dejar a salvo una definición de democracia autárquica y casi técnica, entonces es preciso constatar y comparar los balances de esa democracia como práctica instrumental de las sociedades. Pues en cuanto se afirma en un protocolo formal y vacío deja destinos de justicia y libertad en un albur, entonces estamos en presencia de un culto de la entelequia. Desde ese silogismo simplista (la legitimidad electoral del poder, digamos) se puede llegar, y se llega con frecuencia, a realidades aterradoras. Creer que la democracia es excluyente del autoritarismo y que en autoritarismo no puede haber democracia es partir de un puro hallazgo jurídico. Es olvidarse de cómo el Liberalismo es antes una cultura y no una doctrina, creer que el uso discrecional del poder supone un pecado original, y sobre todo aislar los logros civiles del poder público de su brumosa intimidad. Es admitir como receta sacra las fórmulas ciegas, cuando producen monstruos no solo los autorizan, los consagran. Es la clase de consenso que destierra la novedad. Novedad es que el desarrollo tecnocientífico y la sociedad de consumo han redefinido el concepto de libertad y una consecuencia política es el desdén por la participación y la democracia eleccionaria que anida en la metrópoli.

La frase demagógica y alegre en boca de Vargas Llosa, “toda dictadura es mala”, arranca aplausos del auditorio empático y filisteo, en posesión de los peores bienes de esa sociedad de consumo: la santificación del lugar común. El concepto de democracia de Vargas Llosa es un objeto arqueológico, un fósil nutrido de formalismos y conclusiones previas, atascado con comodidad en una veneración urbana de las buenas costumbres. Como me interesa no perder de vista el objeto me detengo en cómo adecua los ejemplos a un formato con la facilidad de un razonamiento donde todo conflicto real se ha eliminado.

Cuando se le insinúa que observe los casos de la Cuba de Castro y el Chile de Pinochet, la irrupción de ambos actos de fuerza, pues dirá sin rubor que Castro destruyó una dictadura y Pinochet una democracia. Es claro que no está interesado en unas consecuencias y al contrato opone el estatuto, objetos ideales en una realidad donde el terror debe ser eludido al precio de las convenciones. Y no es pragmatismo ni política amoral, es una forma de humanismo puesta en trance de resguardar a los justos de las miserias de la filosofía. Vargas Llosa empobrece la dinámica de la libertad cuando le impone una especie de manual de buenas costumbres, solo ve elecciones y división de poderes, ciudadanos modélicos y pactos de caballero en un mundo que previamente ha clasificado, como un Linneo de la aclamación, y ha autorizado como un Darwin del consenso. La ruptura del hilo democrático en Chile significó resguardar el tejido social, ya no la estructura socioeconómica, de la destrucción garantizada en un esquema donde la riqueza no se produce sino que se reparte, es decir, se reparte pobreza, donde las libertades políticas cesan y se predican la minoridad del individuo y el odio social. La sociedad vitalizada y moralizada le arranca al gendarme un plebiscito, y no es que este quisiera quedarse, es que aquellos logros ya eran incompatibles con el personalismo y el tutelaje. Como vemos, no se destruyó una democracia, emergió un cortafuegos que detuvo un proyecto mesiánico de sometimiento y esclavitud. Y en este punto la comparación con Venezuela resulta paradigmática, aunque el electorado chileno casi merecería un voto de confianza: Allende es designado por el Congreso en vista de la relativa paridad de sufragios, era su cuarta candidatura. En Venezuela Chávez es elegido con el 56% de los votos efectivos.

Allende incurrió en graves infracciones de la Constitución, desconoció decisiones del Poder Judicial y la Contraloría General de la República, para los cultores del fetichismo de lo legal ya esto debía ser la destrucción de la democracia. El 22 de agosto de 1973 la Cámara de Diputados aprueba un acuerdo y pide al ejército que intervenga. En Venezuela el chavismo intenta llegar al poder por la vía violenta y fracasa, pero no lo detuvo la institucionalidad democrática ni el sentimiento de republicanía, que según algunos historiadores los venezolanos llevan en la sangre. La sociedad impasible y tal vez curiosa se limitó a ver la intentona como un desacuerdo de familia y entre funcionarios, en ningún momento percibió aquello como la barbarie asechando su mediano confort.

En una segunda pausa, y tras despejarse el humo, terminó simpatizando con los autores del atentado, y en este punto ya no podía sino calificársela de colaboracionista. El escenario quedó entonces servido para que ese orden frágil, de institucionalidad juridicista, amparara los temores y avideces de una ciudadanía y el proyecto de sometimiento y destrucción que grupos vengadores habían hecho florecer en las expectativas de la sociedad resentida. Dispuesta desde las ventajas del escenario que habían intentado socavar, la sociedad venezolana asistió sin escándalo a la ejecución de un prospecto, fúnebre —autorizado desde la santidad de las sanciones públicas—, que tiene en la aclamación eleccionaria su máximo rito. Unas maneras quedaban así dispuestas para el apocalipsis. Estas maneras van desde el uso de un instrumental legal para sancionar decisiones criminales y legitimar ante un orden mundial, también protocolar, su permanencia, hasta la creación de otras instituciones ad hoc que amparan lo irregular y el crimen. Hoy, formas y formulismo ya han desparecido, pero prevalece la imagen ambigua de un gobierno que llegó por la vía de los votos. La democracia destruyendo la democracia, y todo cuanto en ella discurre: riqueza, bienestar, cultura, tradición, vidas. Aleccionada en un ejercicio donde ha hecho descansar sus aspiraciones y al cual por inercia o comodidad no hace mayores exigencias, tampoco podía fecundarlo con expectaciones reales más allá de la solemnidad electoral, tan encarecida por el urbanismo metropolitano.

Perdido el instinto de conservación, sofocada en su capacidad de reacción desde la agonía, esta sociedad obsesa responde desde su único hábito, así se organiza en torno a diligencias de abogado y se inventa un lugar que ya no existe: la política. Recrea un Estado paralelo y no se olvida de adecuar todo cuanto ha atesorado en su experiencia de una ciudadanía frívola, desgajada de emociones y que ha socavado cualquier posibilidad de reacción desde un frente civil. Tendrá así un Presidente y una Asamblea Nacional, un Tribunal Supremo de Justicia, nombrará embajadores sin embajada en países donde sigue funcionando la otra embajada, un Canciller y hasta un Estado Mayor Conjunto dispone en el exterior. Y esto no es juego de casitas y muñecas que haga sonreír a los capciosos, es una ópera bufa cuyo espanto paraliza a los prudentes. El mundo le sigue el juego a los rescatadores de la democracia, estos copian la exacta expresión de aquellos otros en la vida regular del país expoliado. Estos pares son como imágenes chinescas y apelan a la misma persuasión que la tiranía utiliza para sostenerse ante la comunidad internacional, un estado de derecho de ficción, pues dentro no lo requiere: es un orden policíaco donde hace rato fue desmontada la institucionalidad y los tres poderes de la expresión funcional de la democracia han sido fusionados.

En su momento Vargas Llosa receló del prospecto chavista y luego anunció cómo el país se encaminaba a su hundimiento, quería ser profeta pero no le sobraba honestidad, nada decía sobre la espada de Damocles pero escandalizaba sobre la sangre. Abstraía los actores del drama, los succionaba y dejaba intactas las razones que lo desencadenaba, examinarlas suponía conmover sus silogismos y revisar a fondo un cómodo entendimiento del equilibrio fundado en la exaltación de una filosofía inconsistente. Pero su gran angustia era la destrucción de la democracia. En la entrevista citada, cuando le recuerdan la buena prensa de las dictaduras de izquierda, dirá por todo argumento que la utopía comunista y las revoluciones van precedidos del mito, de allí su gran atractivo  —“El infierno, ya lo dije, está detrás de la utopía, como detrás del ángel está la bestia, según el decir de Pascal”, Juan Liscano (El horror por la historia).  Cuando se le demuestra la tendencia de las masas a votar regímenes personalistas e informales dirá, como un gran hallazgo, que no todas las dictaduras son impopulares. Son excesivas las excepciones a la regla, cuando se rodea de relativismos un argumento o una descripción de lo real, se está entrando con pie seguro en la demagogia, y no es que el precio sea mantener la floritura de un elegante razonamiento, en este caso es la autorización de un modelo de acuerdo que permite un genocidio (ocurrido en un país del tercer mundo), y además se lo consagra como una entelequia. «Todo liberalismo es democrático, ninguna dictadura es liberal», este parece ser un caro artículo de fe vargasllosiano. Y la insistencia suena más como el capricho del niño malcriado, que como la convicción de un intelectual de primera línea que con su arte ha ido hasta el fondo de la condición de un continente.

Si como novelista es un explorador insistente y capaz de dar con elaborados arquetipos (yo desdeñé la novela histórica hasta que me hundí fascinado en esa obra maestra La guerra del fin del mundo, donde novela e historia fundan un nuevo reino), como pensador de la llamada originalidad de América Latina es un comparatista convencional, incapaz de ver los resabios de unas sociedades en las cuales el bienestar aún carece de fórmulas, menos personalistas que gregarias y a las que la idea whitmiana de democracia les es indiferente.

«Quien solo cree en la historia se dirige al terror, quien la niega lo autoriza», la respuesta de Camus a Sartre resuena hoy como una alegoría, y cuán útil pudiera ser para exorcizar algunos maniqueísmos, esos amparados por la rutina que secreta afectos, convertidos en axiomas desde la propaganda del prestigio intelectual, que hace de convicciones gastadas dogma. La fe en la democracia electoral y el consenso juridicista parece apoyarse en un espíritu historicista: el curso de lo social puede ser predicho (me atrevo a formular así esta escueta definición de un concepto tan escurridizo como el gerundio español, pero no más). La historia está plagada de terror, pero no es el único escenario, si se acepta como único pues solo terror encontrarás; si la ignoras no podrás enfrentar el terror, pues este saltará en cualquier momento, existe como contingencia. La democracia vargasllosiana puede conducir al terror, pues es un absoluto moral imponderable, todo cuanto lo contradiga está negado por los relativismos: condena la insurrección que depone una democracia criminal y absuelve una insurrección criminal que depone a un dictador liberal. Es un callejón sin salida donde el realismo político es reformado por el ascetismo de un pensamiento que se resguarda a sí mismo de la novedad, esta pone en evidencia su anacronismo o su maldad.

Pero el mundo ya ha sido clasificado por el pensador, no dará un paso atrás en su revisión, resulta cómodo manejar especies estables y relaciones que explican una concepción de civilidad y poder público como si una institución dada fuera la piedra filosofal de las sociedades. Pero la criatura tiene sus veleidades. La tan por él detestada sociedad del espectáculo sería un subproducto de esa democracia de cartel, pero se me ocurre pensar que es el superior desarrollo de un igualitarismo planetario alentado por un sistema de concurrencia del consumo, esto pondría al elector en un limbo de responsabilidad. Eligen pero no toman decisiones, porque el sistema no los capacitó para tal, la permanencia del sistema provendría de una élite apta e ilustrada y ya no de la regulación de las muchedumbres empadronadas.

Pero en un rapto de abulia, o en el peor de los casos de resentimiento, estos electores delegarían el poder en una élite pervertida, ignara, y la calificación de su desempeño caería fuera del juicio respecto a la eficiencia de la gestión de gobierno. Serían agentes de un Estado delincuencial obrando con impunidad dentro del derecho internacional. Así, en Venezuela evoluciona hoy una forma de genocidio no prevista en ninguna etiología o descripción, consistente en la destrucción del aparato de producción y consumo, la desmovilización de la sociedad mediante el terrorismo judicial y la delincuencia común, devastación de la naturaleza y en consecuencia la ruina del sector primario, vaciamiento demográfico representado en la migración de un 20% de la población, desmantelamiento de la infraestructura sanitaria, escolar, académica y de investigación. Detrás de este apocalipsis, como origen forense encontramos un conjunto de acciones de la sociedad beligerante desde su constitucionalidad y estado de derecho: veinte procesos electorales (fraudulentos o no), dos Asambleas Constituyentes, dos poderes ejecutivos y una inversión, en términos conservadores, de 700 mil millones de dólares perdidos para el bien público. El balance humanitario no puede ser tasado: 300 mil homicidios, de una tasa de 12-15, se llegó a rozar el tope de 100 en el año 2016; tasa de mortalidad infantil cercana a 30/mil; mortalidad materna alrededor de 40/10.000; la maternidad precoz debe estar sobre 35%, la deserción escolar vació las escuelas primarias y los liceos son cascarones, novedosas escuelas de delincuencia juvenil. Las universidades han cesanteado más del 50% de su plantel profesoral, en las primeras oleadas de emigración el país perdió el 30% de su fuerza de trabajo profesional, formada en las aulas universitarias. Solo Facultades como medicina mantienen un precario ritmo académico. Los niños que han nacido en los últimos diez años representan una demografía apocada, psíquica e intelectualmente disminuidos: jamás tendrán éxito en ninguna escuela y llevarán la tasa de discapacidad a un valor cercano a 20%, serán una generación de cadáveres ambulantes.

Estamos frente al resultado más atroz que el esquema de democracia jurídica haya producido desde la Revolución francesa; durante estos veinte años todas las fases de esta tragedia pueden ser documentadas, aun en la opacidad del estado policiaco —en Venezuela, desde hace veinte años, no hay estadísticas, registros, rendición de cuentas, un solo censo viciado se ha hecho. Desde los hitos electorales hasta la destrucción de la economía (confiscación, expropiaciones, cientos de obras de infraestructura contratadas y pagadas y jamás concluidas, algunas ni siquiera empezadas); el desmontaje del estado profesional, todo ocurrido ante la mirada impávida de los electores, pero estos ignoraban el alcance de los hechos, habituados a renovar el poder, en elecciones que ya solo ratificaban, y en esa contumacia se garantizaba el hundimiento de la nación. Ante un crimen de esta magnitud, cómo insistir en los protocolos de entendimiento donde ya todo intercambio y diálogo cesaron hace rato, cuando la sociedad del conocimiento colapsó o peor aún, es solo una simulación. Crimen mayor es mantener el espejismo de un gobierno paralelo y dentro del país, algo nunca visto, antes ni después de la creación de los organismos internacionales de representación.

Extraviada en medio de su indigencia, la sociedad venezolana no se ha dado cuenta de hasta dónde llegó en su experiencia frívola: financió con la renta petrolera tanto modernización como democracia de partidos; lo segundo no era financiable, pues correspondía a la modernidad, pero lo hizo en una acción mecánica de presentismo y prevaricación. Aquellos partidos nada resguardaron, pero se impregnaron de unos intereses de clase que los validaba, eso les daba suficiente discrecionalidad y se ponían un paso más allá del electorado indiferente. Como en un tic nervioso, insiste en lo único que hay en sus recuerdos inmediatos, la huida electoral, como presa de una enfermedad autoinmune, todo aquello que permanece en su organismo se vuelve contra ella, se estremece y convulsiona, pero aun así cree que aquella civilidad de registro regula la democracia, pero no es un antídoto sino un precipitador de la agonía.

Los jaguncos que acosan la República, en La guerra del fin del mundo, están convencidos de la secularidad profana de aquel orden, pero también lo asocian a un programa de reducción y esclavitud. En realidad dudan del simplismo del aparataje de la organización que sustituye el aparato barroco de la monarquía. En ningún momento se les ocurre ir a hacer colas en las calles de Ouvidor para inscribirse en los padrones de votantes, y tras aplastar tres expediciones del ejército republicano, este en su furia vengadora no deja ni siquiera animales vivos; combatientes, mujeres, niños, ancianos, todos son extirpados como en una aséptica cirugía. Euclides da Cunha, el genial boletinero del ejército cierra su informe con un juicio: «Aquella campaña fue un reflujo hacia el pasado, y fue, en la significación integral de la palabra, un crimen. Denunciémoslo». La población estimada de Canudos, calculada a partir de la extensión del poblado y el número de ranchos, cerca de veinticinco mil, fueron muertos, unos en combate y los prisioneros degollados, era preciso que no quedara memoria capaz de reproducir la insurrección.

En todo caso, los electores venezolanos de 1998 aparecen como una subespecie decadente al lado de los recelosos jaguncos, estos eligen hacerse matar una sola vez —y tras denunciar un falso Evangelio. Aquellos se asumen en el paraíso y además en posesión de opciones: lo real solo puede mejorar y tenemos el instrumento para hacerlo, prestigioso y fuera de toda sospecha. Votaron hasta fatigarse, incluso probaron no votando, insistiendo hasta la contumacia en un rito que les había asegurado el infierno. En cada elección morían. (Lo electoral ha sido para esas masas como las imágenes holográficas proyectadas por la máquina de La invención de Morel, la novela de Bioy Casares, desgajadas de tiempo y espacio, pero cautivadoras para el espectador que se integra a ellas al precio de renunciar a su cuerpo para entrar en aquella fantasía eterna).

De igual manera, el chavismo ha ejecutado su programa de extinción de hábitos y memoria, desde la remodelación de símbolos históricos y culturales hasta el culto de la pobreza, este tiene su breviario en la frase del fundador: «Ser rico es malo». Y no es que sea fácil y ramplona, encaja en eso que Zanatta llama «nostalgia de unanimidad», que todos seamos pobres y sufridos. Sustancialmente, eso ha sido alcanzado en un grado que llamaríamos operativo, tenemos la sociedad conformista que además está convencida de haber llegado hasta allí desde la autonomía de una épica. Ernesto Cardenal dice, en su En Cuba, que se impresionó cuando vio aquella pobreza, pero de inmediato comprendió que era una batalla contra la soberbia y el consumismo y ella, la pobreza, garantizaba el nacimiento de una sociedad moral. Esto parece salido de una mente trastornada y resentida contra el universo, pero es del autor de «Oración por Marilyn Monroe».

En términos proporcionales, la acción del ejército que entra a Canudos y lo conseguido por el chavismo no es comparable, el punto de partida para entender la diferencia es la negativa de los jaguncos a inscribirse en el padrón electoral. Qué es lo inaceptable para Vargas Llosa en la mínima dialéctica de Axel Kaiser: pues los hechos, unos contenidos que ponen en jaque contradictor un axioma. El pecado original no se detiene y se sobrepone a la objetiva redención surgida de la novedad, el caso chileno es el país salvado y convertido hoy en el modelo más solvente de gestión pública de América Latina. A eso llama Axel Kaiser, con sensatez, «dictaduras menos malas», pero Vargas Llosa se indigna y decide no aceptar preguntas. Rechaza lo real, la humanidad curiosa buscando el rumbo, los parroquianos que concilian con el solaz y siguen adelante dejando atrás el pecado original. Los electores chilenos del plebiscito de 1988 no votaron contra Pinochet, votaron a favor del estado de bienestar en agraz que todos estaban construyendo. Pinochet, lacónico en la primera hora del 6 de octubre reúne a su gabinete y les dice: “Señores, el plebiscito se perdió, quiero sus renuncias de inmediato”. Era toda una novedad para la vida civil del continente, y Vargas Llosa ha debido recordar en ese momento, cuando en su discurso de recepción del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos (Caracas, 1967) hizo el elogio de la Revolución cubana, y pidió para ella comprensión y apoyo. También era una novedad y una lección de tolerancia. Durante los años anteriores Cuba había estado apoyando, asesorando y asistiendo los focos guerrilleros venezolanos, atentando sin pausa contra los dos gobiernos elegidos en limpias elecciones, apenas tres meses antes había ocurrido la más reciente agresión, el llamado “Desembarco de Machurucuto”. Pero no nos hagamos ilusiones, hemos visto sus declaraciones sobre la razzia devastadora ocurrida en Chile: las protestas son espontáneas y corresponden a un estilo del primer mundo, y no es descontento porque los jóvenes estén mal, que no lo están, protestan porque quieren estar mejor.

El propagandista de un silogismo donde se pretende hacer descansar toda la resonancia de la abstracción del vocablo democracia niega, pues, la historia. Los venezolanos estamos así condenados al terror. La democracia no se practica desde las elecciones, esto es confundir la parte con el todo, y resulta de un reduccionismo escandaloso. La democracia, en una definición al uso, ya lo sabemos, no es poder del pueblo, es un orden de bienestar cuya estabilidad no puede estar sujeta a las perturbaciones de las masas gregarias, es un estado de armonía que colapsa cuando los actores se asumen solo electores, en ese caso la llamada voluntad popular se atasca en un círculo vicioso, condenada a reproducir mediante un instrumento técnico una visión ruinosa de justicia, libertad, bienestar.

(Post scriptum: a raíz de la polémica, Axel Kaiser ha dicho que al final de la entrevista, y entiendo que fuera de cámara, Vargas Llosa le confesó que estaría de acuerdo con un asalto militar para deponer a Maduro).


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