Sucre coronavirus
Foto archivo

Por GARLA KAT 

Entre una fiebre y una tos que desgarra mi garganta, paso las horas. En pantalones cortos, medias y cholas me encontraba sentado en el suelo, pues sillas vacías ya no quedaban en el exterior de este lugar donde, no obstante mi pesadumbre, los árboles eran más verdes y los pájaros trinaban con más fuerza que nunca.

A través de un megáfono nos informan que allá adentro ya está copado y no sale ni entra nadie de aquel recinto…; lo que hago es darle vueltas a la cabeza y preguntarme cómo nos pasó esto, en qué momento llegué yo hasta aquí si hace un mes vivía feliz con mi madre, soñaba con una novia, tenía buenos vecinos y la universidad comenzaba a brillar para el futuro.

Respiro cortico…; tengo un llorar acumulado como si la lotería de la sequedad me la hubiera ganado yo y es que este dolor de cabeza no se me quita desde hace días… Recuerdo a mi mamá cuando me hizo el último desayuno y yo le bromeaba al acercarme a la mesa y le decía que era la anfitriona más hermosa que había conocido, y ella me amenazaba con que si me ponía groserito ya no me consentiría más.

Yo seguía con mi vida normal por las calles, en cambio mi madre redobló previsiones y ya tenía más que una cuarentena resguardada. Yo no había tomado las precauciones del caso; mi juventud no admitía películas reales en mi vida.

Veo a mi mamá que entra toda angustiada al apartamento y comienza a quitarse su exagerado equipo de guerra. Entra en crisis, pues había ido a casa del vecino a dejarle en la puerta algo de comer porque tristemente había perdido a su esposa e hija hace unos días, y ahora él no se sentía muy bien de salud. Llegué a pensar como algo normal que tal vez ese viejito se moriría de desconsuelo. Abracé a mi mamá y ella se puso a llorar en mi hombro y, gimoteando, me dijo que el señor Eleazar le entregó sus sueños a Dios: había muerto esta mañana y se lo llevaron en un solo secreto. Intenté consolarla, pero fue inútil y corrió a desahogarse a su cuarto.

Inhalo fuerte para llenar los pulmones de aire como si alguien me tapara la nariz con una tela adhesiva… De pronto, me desperté y estaba sentado, solo, en una silla de ruedas y con una manta encima, y no tengo la menor idea de cómo llegue allí, pues hace unas horas estaba sentado en el suelo; debe ser que me desmayé y me ubicaron en el fondo del patio del hospital.

Mi tos se apresura a salir de mi boca y mis estrujados pulmones piden oxígeno a la vida. No sé qué hacer en este padecimiento pues, a pesar de ver mucha gente, todos mantenemos la inmensa distancia, ya no existen los abrazos y los besos acalorados de mi gente.

Esa tos seca no se me va y cada vez respiro más rápido. Espero por una cama o algo de oxígeno pero, como yo, hay miles en la misma situación… Ya no hay manos aunque quieran, ya no hay tiempo para llorar, pues la tos y la falta de oxígeno les ganan la carrera a las lágrimas. Para los positivos del virus solo existe la suerte de morir. El fatalismo llegó para todos.

Mi madre fue la que me trajo hace unos días al hospital y no quiso abandonarme a mi suerte; de una manera vertiginosa, enfermó y tuvieron que llevársela. En ese momento sentí un terror espantoso de perderla y, como un niño, me amarré a su cintura. Antes de irse me miró con todo su amor y, en un abrazo sin fuerzas, me dijo que le entregara mi angustia y mis miedos a Dios, y que ella rezaría por mí… Entre lágrimas, me echó la bendición y la vi alejarse. Ayer en la noche un doctor me informó que murió, y me apenó mucho saber que sus últimos minutos fueron de dolor y soledad…

Al igual que yo, me he quedado solo…; estoy asustado…, cada vez que toso me duelen insoportablemente el pecho, los ojos, los brazos, los pies, los dedos de las manos, y siento tanto miedo de morir solo…, pero nadie se me acerca porque soy un virus viviente.


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