Alfred de Musset | Charles Landelle - Château de Versailles

Por ALFRED DE MUSSET

Para León Ruvalcaba

En el albor del siglo XIX, se llamó romanticismo a una exaltación de la pasión amorosa elevada a la categoría sanitaria de peste. Si Lord Byron no en balde autor de un Don Juan— fue uno de sus vectores más conspicuos, Alfred de Musset, uno de los primeros infectados en Francia, se dio a la tarea de describir con precisión clínica todos los síntomas a lo largo de su obra y particularmente en La confesión de un hijo del siglo (1836), donde Octavio, el protagonista de la novela y doble de Musset, se revuelca en las cenizas de una relación con una figura que evoca a George Sand, quien tras haber abandonado al propio Musset sollozando en Venecia, encerró a Chopin en una jaula de oro, inoculando así, ella sola, algunas de las páginas y partituras más atormentadas y dolorosas de su siglo.

En el siguiente fragmento de la novela, un amigo de Octavio llamado Desgenais le hace ver con una buena dosis de cinismo la causa de su sufrimiento y la manera de curarse. Este personaje, que por su mordacidad funge como contraste del sensible Octavio, “conocía la vida y había llorado en su tiempo, pero su dolor llevaba coraza. Era materialista y esperaba la muerte”. Sainte-Beuve creyó ver en este discurso de Desgenais, pasaje de un vigor singular, “la observación desesperadamente profunda de un escritor de veinticinco años”. David Noria.

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Octavio, dijo Desgenais a su amigo, a juzgar por lo que le pasa, veo que usted cree en el amor tal como los novelistas y los poetas lo representan. Cree, en una palabra, en lo que se dice por aquí y no en lo que se hace. La razón es que no está pensando con cordura, y esto puede conducirlo a grandes desgracias.

Los poetas representan el amor como los escultores nos pintan la belleza, como los músicos crean la melodía, es decir que, dotados de una organización nerviosa y exquisita, reúnen con discernimiento y con ardor los elementos más puros de la vida, las líneas más bellas de la materia y las voces más armoniosas de la naturaleza. Se dice que había en Atenas una gran cantidad de bellas muchachas. Praxíteles las dibujó a todas, una tras otra. Posteriormente, de todas estas bellezas diversas, que tenía cada una su defecto, hizo una belleza única, sin defecto, y creó a la Venus. El primer hombre que hizo un instrumento musical y que dio a este arte sus reglas y leyes, había escuchado por largo tiempo murmurar a las cañas y cantar a los ruiseñores. Así los poetas, que conocen la vida, después de haber visto muchos amores más o menos pasajeros, después de haber sentido profundamente hasta qué grado de exaltación sublime puede elevarse por momentos la pasión, suprimiendo de la naturaleza humana todos los elementos que la degradan, crean estos nombres misteriosos que pasan de edad en edad sobre los labios de los hombres: Dafnis y Cloe, Hero y Leandro, Píramo y Tisbe.

Querer buscar en la vida real amores como estos, eternos y absolutos, es lo mismo que buscar en la plaza pública mujeres tan bellas como la Venus, o querer que los ruiseñores canten las sinfonías de Beethoven. La perfección no existe; comprenderlo es el triunfo de la inteligencia humana; desearla para poseerla es la más peligrosa de las locuras. Abra sus ventanas, Octavio: ¿no ve el infinito? ¿No siente que el cielo carece de límites? ¿Su razón no se lo dice? Sin embargo, ¿concibe lo infinito? ¿Se hace alguna idea de una cosa sin fin, usted que nació ayer para morir mañana? Este espectáculo de la inmensidad ha producido en todos los países del mundo las más grandes demencias. Las religiones vienen de allí. Por poseer el infinito Catón se cortó la garganta, los cristianos se entregaron a los leones, los protestantes a los católicos; todos los pueblos de la tierra han extendido sus brazos hacia ese espacio inmenso, y en él han querido precipitarse. El insensato quiere poseer el cielo; el sabio lo admira, se arrodilla ante él, pero no lo desea.

La perfección, amigo, no está más hecha para nosotros que la inmensidad. No hay que buscarla en nada, ni pedirla a nada, ni al amor, ni a la belleza, ni a la dicha, ni a la virtud; pero hay que amarla para ser virtuoso, bello y dichoso, tanto como el hombre pueda serlo.

Supongamos que usted tiene en su estudio un cuadro de Rafael, al que considera perfecto. Supongamos que ayer en la tarde, mirándolo de cerca, descubrió en un personaje de ese cuadro un grosero error de dibujo, un miembro roto o un músculo antinatural, como se dice que se encuentra uno en el gladiador antiguo. Usted experimentará ciertamente un gran disgusto, pero no por ello arrojará su cuadro al fuego. Dirá solamente que no es perfecto, pero que tiene fragmentos dignos de admiración.

Hay mujeres cuya sinceridad de corazón y bondad natural impiden tener dos hombres a la vez. Usted creyó que su amada era así, y hubiera sido lo mejor. Descubrió que ella lo engañaba. ¿Esto lo llevó a despreciarla, a maltratarla, a creer, en fin, que ella es digna de su odio? Incluso cuando su amada jamás lo hubiera engañado, y que solo lo amara a usted actualmente, piense, Octavio, cuán lejos todavía estaría su amor de la perfección, cuán humano sería, pequeño y restringido a las leyes de la hipocresía del mundo; piense que otro hombre la poseyó antes que usted, y que más de uno, varios incluso, la poseerán después.

Reflexione: lo que lo empuja en este momento a la desesperación es la idea de perfección que se hizo de su amada, la cual se ve decepcionada. Pero a partir de que comprenda que esta idea primera era ella misma humana, pequeña y restringida, verá que es poca cosa un grado más o menos en esta gran escala podrida de la imperfección humana.

Convendrá de buena gana, no es verdad, en que su amada tuvo y tendrá todavía a otros hombres. Me dirá que le importa poco saberlo si ella lo ama y solo lo tiene a usted mientras lo ama. Pero yo le digo: puesto que ella tuvo a otros antes que a usted, ¿qué importa entonces que fuera ayer o hace dos años? Puesto que ella solo habrá de amarlo un tiempo, y puesto que ella lo ama, ¿qué importa que sea durante dos años o una noche? ¿Es usted un hombre, Octavio? ¿Ve caer las hojas de los árboles y al sol levantarse y ponerse? ¿Escucha vibrar el reloj de la vida a cada latido de su corazón? ¿Hay pues gran diferencia entre un amor de un año y un amor de una hora, hombre insensato que a través de esta ventana de un palmo atisba el infinito?

Usted llama honesta a la mujer que lo ama fielmente por dos años; al parecer tiene un almanaque hecho expresamente para saber cuánto tiempo tardan en desecarse los besos de los hombres en los labios de las mujeres. Distingue claramente entre la mujer que se entrega por dinero y la que se entrega por placer, entre la que se entrega por orgullo y la que se entrega con abnegación. Entre las mujeres que usted compra, paga más caro a unas que a otras; entre las que busca por el placer de los sentidos, se abandona a unas con más confianza que a otras; entre las que tiene por vanidad, se vanagloria más de esta que de aquella, y de aquellas con las que se compromete, hay a la que le daría un tercio de su corazón, a otra un cuarto y a otra la mitad, según su educación, sus costumbres, su nombre, su nacimiento, su belleza, su temperamento, según la ocasión, según lo que se dice, según qué hora es, según lo que usted ha bebido en la cena.

Usted tiene mujeres, Octavio, porque es joven, ardiente, porque su rostro es ovalado y regular, porque sus cabellos están peinados con cuidado; pero, por esta misma razón, amigo mío, usted no sabe lo que es una mujer.

La naturaleza, ante todo, quiere la reproducción de los seres. Por todas partes, desde las cimas de las montañas hasta el fondo del Océano, la vida tiene miedo de morir. Dios, para conservar su obra, ha establecido por lo tanto que el mayor gozo de todos los seres vivos sea el acto de la generación. El árbol, enviando a la hembra su polvo fecundo, tiembla de amor en los vientos calurosos. El ciervo en celo penetra a la cierva que se le resiste; la paloma palpita bajo las alas del macho como una flor sensitiva, y el hombre, sosteniendo en sus brazos a su compañera, en el seno de la todo-poderosa naturaleza, siente encenderse en su corazón la chispa divina que lo ha creado.

Ah, mi amigo. Cuando estrecha en sus brazos desnudos a una bella y robusta mujer, si la voluptuosidad le arranca lágrimas, si siente sollozar en sus labios juramentos de amor eterno, si el infinito desciende a su corazón, no tema entregarse, aunque esté con una cortesana.

Pero no confunda el vino con la embriaguez. No considere divina la copa donde bebe el brebaje divino; no se sorprenda en la tarde de encontrarla vacía y rota. Es una mujer, vaso frágil hecho de tierra por un orfebre.

Agradezca a Dios por mostrarle el cielo, pero no crea que es un pájaro porque sus alas baten. Los pájaros mismos no pueden franquear las nubes; hay una esfera donde les falta el aire. La alondra, que se eleva cantando entre la bruma de la mañana, cae a veces muerta entre los surcos.

Tome del amor lo que un hombre toma del vino, pero no se convierta en un borracho. Si su amante es sincera y fiel, ámela por esto; pero si no lo es, y es joven y bella, ámela porque es joven y bella; y si es agradable y espiritual, ámela más, y si no lo es, pero lo ama simplemente, ámela aún así. No somos amados todas las tardes.

No se arranque los cabellos y no hable de apuñalarse porque tiene un rival. Dice que su enamorada lo engaña con otro: es su orgullo el que sufre. Solamente cambie las palabras; diga que ella lo engaña a él con usted, y ya tiene la gloria.

No se haga reglas de conducta y no diga que quiere ser amado con exclusividad, puesto que, diciendo esto, como usted mismo es hombre e inconstante, estará forzado a agregar tácitamente: “Tanto como se pueda”.

Tome el tiempo como viene, el viento como sopla, la mujer como es. Las españolas, las primeras de las mujeres, aman con fidelidad; su corazón es sincero y violento, pero llevan una daga en el corazón. Las italianas son lascivas, pero buscan espaldas anchas y leñadores por amantes. Las inglesas son exaltadas y melancólicas, pero frías y pretensiosas. Las alemanas son tiernas y mansas, pero sosas y monótonas. Las francesas son espirituales, elegantes y voluptuosas, pero mienten como demonios.

Ante todo, no acuse a las mujeres por ser lo que son. Nosotros las hemos hecho así, deshaciendo en toda ocasión la obra de la naturaleza.

La naturaleza, que piensa en todo, ha hecho a la virgen para ser amante; pero, a su primer hijo, se caen sus cabellos, su seno se deforma, su cuerpo lleva una cicatriz; la mujer está hecha para ser madre. Luego el hombre se alejaría de ella, disgustado por la belleza perdida, pero su hijo se le acerca llorando. He aquí la familia, la ley humana. Todo lo que se aparta de ello es monstruoso. La virtud de los campesinos consiste en que sus mujeres son máquinas de parir y alimentar, como ellos son máquinas de trabajar. No tienen cabellos teñidos ni usan cosméticos, pero sus amores no tienen lepra, y no consideran, en sus ingenuos acoplamientos, que han descubierto América. A falta de sensualidad, sus mujeres son sanas; sus manos son callosas para que no lo sea su corazón.

La civilización hace lo contrario que la naturaleza. En nuestras ciudades y según nuestras costumbres, la virgen, hecha para correr en pleno día para admirar a los luchadores aceitados como en Esparta, es encerrada y confinada para que elija y ame; sin embargo, guarda una novela bajo el crucifijo; pálida y ociosa, se corrompe frente al espejo, y se marchita en el silencio de las noches esta belleza que la ahoga y que necesita de aire libre. Después, sin avisar, se la saca de ahí no sabiendo nada, no amando nada, deseándolo todo; una anciana la adoctrina, alguien le susurra una obscenidad al oído, es empujada a la cama de un desconocido que la viola. He aquí el matrimonio, es decir, la familia civilizada. Y ahora esta pobre muchacha tiene un hijo: cabellos, pecho y cuerpo se marchitan; ha perdido la belleza de los amantes, ¡ella que nunca amó! Ha concebido, ha dado a luz y se pregunta por qué. Le presentan un niño y le dicen: “Eres madre”. Ella responde: “Yo no soy una madre. Entreguen este niño a una mujer que tenga leche, mis pechos no tienen”. La leche no viene sola a las mujeres. Su marido le responde que tiene razón, que su hijo lo haría desinteresarse de ella. Se arregla, se pone un encaje de Malinas sobre su lecho ensangrentado, se olvida del dolor del parto. Un mes después ya está en el Jardín Real, en el baile, en la Ópera; su hijo está de paseo en Auxerre con los aristócratas; su marido en tugurios. Diez jóvenes le hablan de amor, de abnegación, de simpatía, de abrazos eternos, de todo lo que ella tiene en el corazón. Escoge a uno y lo atrae hacia su pecho: él la deshonra, se voltea y se va al Banco. Atravesada de dolor, llora una noche entera y descubre que las lágrimas enrojecen los ojos. Se consuela de la pérdida escogiendo a otro que la consuele: así hasta los treinta años y más. Es entonces que, hastiada y gangrenada, habiendo perdido hasta la vergüenza, encuentra una tarde a un bello adolescente de cabellos negros, ojos ardientes y con un corazón que palpita de esperanza; reconoce su propia juventud, se acuerda de lo que ha sufrido y, dándole la lección de su vida, le enseña a nunca volver a amar.

Esta es la mujer que hemos hecho: estas son nuestras amantes. Pero, ¡qué importa! Son mujeres y con ellas hemos pasado buenos momentos.

Si usted es de un temple firme, seguro de sí mismo, verdaderamente hombre, le aconsejo lo siguiente: láncese sin miedo al torrente de la vida; tenga cortesanas, bailarinas, burguesas y marquesas. Sea constante e infiel, triste y dichoso, pues desde que lo sea, ¿qué importa lo demás?

Si usted es un hombre mediocre y ordinario, soy de la opinión de que pase un tiempo buscando antes de decidirse, pero que no cuente con nada de lo que ha creído encontrar en su amante.

Si usted es un hombre débil, inclinado a dejarse dominar y a echar raíces ahí donde ve un poco de tierra, hágase una coraza que resista a todo, pues si cede a su naturaleza débil, no brotará donde echó raíces; se secará como una planta ociosa y no dará frutos ni flores. La savia de su vida pasará por una corteza ajena; todas sus acciones serán pálidas como la hoja del sauce; solo tendrá sus propias lágrimas por rocío y su propio corazón como alimento.

Pero si usted es de una naturaleza exaltada que cree en los sueños y vuela a perseguirlos, le respondo con toda claridad: “El amor no existe”. Amar es darse en cuerpo y alma o, mejor dicho, ser uno solo a partir de dos. El amor es la fe, la religión, la dicha terrenal; es un triángulo luminoso colocado en la bóveda de este templo al que llamamos mundo. Amar es caminar libremente en este templo teniendo al lado a un ser capaz de comprender por qué un pensamiento, una palabra, una flor hacen que usted se detenga y levante la cabeza hacia el triángulo celeste. Ejercer las nobles facultades del hombre es un gran bien, por eso el genio es algo bello; pero doblar sus facultades, apretar un corazón y una inteligencia sobre su propio corazón e inteligencia es la dicha suprema. Dios no ha hecho nada más grande para el hombre: por eso el amor vale más que el genio. Ahora, dígame: ¿es este el amor de las mujeres? No, no, hay que aceptarlo. Amar es otra cosa para ellas. Es salir envueltas en velos, escribir con misterio, caminar temblando sobre la punta de los pies, complotar y burlarse, poner ojos lánguidos, lanzar castos suspiros en ropa escotada, almidonada y de seda guinda, humillar a una rival, engañar a un marido, desolar a sus amantes; amar para nuestras mujeres es mentir como los niños juegan a esconderse: horrible libertinaje del corazón, peor que toda la lubricidad romana en tiempo de las saturnales de Príapo; parodia bastarda del vicio lo mismo que de la virtud; comedia burda y baja donde todo se susurra y se trabaja con miradas oblicuas, donde todo es pequeño, elegante y deforme, como esos monstruos de porcelana que vienen de la China; burla lamentable de cuánto hay de bello y de feo, de divino y de infernal en el mundo; ¡sombra si cuerpo, esqueleto de todo lo que Dios ha hecho!

—Así habló Desgenais con voz mordaz en medio del silencio de la noche.


*Traducción del francés: David Noria, a partir de la edición Alfred de Musset, Poésies, Tome I, Collection des grands classiques français et étrangers, Paris, 1907, pp. 414-422.


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