ERNESTO PÉREZ ZÚÑIGA, POR JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ

Por JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ

Ernesto Pérez Zúñiga (Madrid, 1971) es uno de los más brillantes autores de la actualidad en lengua española. Su obra, volcada principalmente en la novela y la poesía, representa una incesante exploración en el misterio, en la presencia del milagro, en el desarrollo de una literatura que ama la profundidad, la belleza, la imaginación febril. Por eso hablamos de una escritura a contracorriente que esquiva la anécdota simple y la expresión notarial. Aventura expresiva que este autor español asume con una disciplina en la que comparten espacio las diarias sesiones de escritura, la meditación trascendental, la oración, los paseos por paisajes de olivos y la relectura constante de San Juan de la Cruz y de Onetti.

Títulos como: El juego del mono, La fuga del maestro Tartini, Siete caminos para Beatriz, No cantaremos en tierra de extraños y Escarcha conforman parte de su obra en marcha; obra que ya ha sido traducida al francés, al italiano, al rumano y al checo, y que ha sido reconocida con el premio Torrente Ballester, el premio Luis Berenguer o el Premio Nacional Cultura viva.

Conversamos con este autor en el Mercado de Cádiz, y sus palabras surgen acompañadas de una manzanilla, varias ostras y unas ortiguillas.

Tus novelas poseen hilos anecdóticos muy sólidos, y sin embargo, en todos ellos percibo nociones que parecen ajenas a la narrativa actual como son el alma, lo sagrado, el tesoro. ¿Hay una voluntad espiritual en tu escritura? 

¿Habrá en el ser humano un soplo que anima la materia y que anima también la palabra? La literatura trata de responder a esta pregunta misteriosa. La escritura es un laboratorio del alma, donde se mezclan las materias de nuestras inquietudes, de nuestros misterios, la imaginación y la experiencia. La literatura nos conecta con nuestros mitos más profundos que surgen sin que les preguntemos. Ellos se expresan en nosotros. En una de mis novelas, No cantaremos en tierra de extraños, estaba escribiendo un western relacionado con el exilio español y me di cuenta de que estaba plasmando una versión de la historia de Orfeo. La novela es el lugar donde las pulsiones más profundas de nuestra vida se vuelven aventura. La aventura de lo sagrado es, desde el Grial, la búsqueda de un tesoro. Ese tesoro solo se puede encontrar en los pliegues del misterio. Una novela es eso: una exploración libre en esos pliegues.

Otro elemento perturbador de tu narrativa suele ser la combinación de planos cotidianos con planos fantásticos. ¿Te interesa una escritura en la que asome la realidad con sus múltiples planos paralelos?

Lo que llamamos realidad es una usurpación de la realidad infinita e inaprensible. La palabra es cazadora, sin embargo. La literatura atrapa los hilos que se escapan. A mí me interesa la literatura que tiene esa concepción más amplia de la realidad, pues el ser humano, el ser real es una mezcla muy compleja de experiencia, sueños, anhelos, emociones, y sensaciones inexplicables, normales y paranormales. Si lo pensamos bien, lo que llamamos normalidad es paranormalidad. Vivimos como si no estuviésemos flotando en un universo del que no se conoce casi nada. Vivimos como si los países tuvieran una realidad sólida cuando no son más que cosas que pasan en un planeta de tierra y agua si lo miras desde el astro más cercano. La literatura debe atreverse a explorar todos los planos del ser y a hacerlos simultáneos en una novela. Se esperan noticias del más allá del más allá, decía Gómez de la Serna. Todas esas capas nos habitan. Una novela es un explorador que, desnudando las criaturas que se encuentra, se descubre a sí mismo.

Fuera de España quizá existe la percepción de una narrativa española estructuralmente conservadora, cercana en ocasiones a la literatura de tesis o a lo más superficial de la actualidad. ¿Cómo te sitúas frente a ese prejuicio? ¿Cómo sitúas tu propia escritura frente a esa idea?

Ese prejuicio, me temo, tiene que ver con el escaparate, más que con la creación literaria actual. En España ese escaparate está dominado por una literatura más convencional y comercial. El problema está en que esa confusión se encuentra alimentada por las editoriales y la crítica. Hubo un tiempo en que las fronteras entre la literatura y la literatura comercial estaban muy claras. En las últimas décadas eso se ha mezclado, también en los medios de comunicación. En España, se creó la etiqueta despectiva de novela «literaria» para arrinconar las novelas que, por su calidad estética, podían vender menos. Bueno, el resultado es que han sido arrinconadas. Se publican, pero se leen en círculos reducidos. Y fuera de España no llegan a conocerse. La estrategia comercial se asegura de que solo se difundan las que más venden. El problema es que todo el sector, incluido una parte de los medios de comunicación y la crítica, ha caído en este juego. Otros, por fortuna, siguen teniendo muy clara la diferencia. Elio Antonio de Nebrija, al escribir la gramática de este idioma que nos une, sostenía que la norma siempre debía basarse en el uso de los mejores escritores. Y que ese uso debía estar por encima del criterio de los gramáticos. En nuestra época, es la gramática comercial quien dicta la norma de lo que es la literatura en España. Eso es lo que se percibe en Hispanoamérica. Reciben una máscara de la realidad y, como no ven otra cosa, se ven obligados a creer en ella. Y lo mismo pasa con los jóvenes autores en España. No ven a los que han trazado el camino antes que ellos. Ven lo mismo que sus colegas hispanoamericanos. Pero el camino de la literatura nunca ha sido fácil. Lo importante de un libro es que se convierta en una máquina del tiempo. Y que se pueda seguir leyendo ahora y después.

A veces trabajas con nociones casi mágicas, como escribir capítulos con el mismo número de palabras, algo que luego en la corrección transformas; del mismo modo hay momentos de tu prosa en que se percibe el ritmo del verso. ¿Cómo es el trabajo emotivo y racional sobre tu escritura?

La idea de emoción me lleva primero a la poesía. Cuando escribo poemas, son cargas concentradas de emoción en imágenes o pensamientos que obedecen a una música interna, que también es emoción. Pero la poesía es, sobre todo, una manera de mirar la realidad y de atraparla en el lenguaje. Esto es algo que está desde el origen de nuestra tradición literaria, que es Homero. La Odisea es lo más parecido a lo que hoy concebimos como una novela, a pesar de las distinciones filológicas. Los narradores que más me interesan son capaces de mirar de otra forma y convertir esa mirada en un estilo muy reconocible. Es el caso de Guimãres Rosa, Valle-Inclán, Carson McCullers, Onetti o José Balza. Mis investigaciones formales tratan de ir más allá del juego que practicaba, por ejemplo, el grupo Oulipo. Se trata de que cada historia, cada personaje, cada punto de vista tenga el lenguaje que le corresponde. Me gusta trabajar en eso. Y también escuchar las melodías internas que tendrán plasmaciones formales diferentes. A esto me enseñó Monteverdi y también Tartini, a quien dediqué una novela. La melancolía tiene una forma, el miedo, la furia o la determinación tienen otra. Construimos y comprendemos el mundo al escribir. Pero, una vez terminada la primera versión de un libro, debemos mantener la libertad de cambiar de sitio o de eliminar los puentes que hemos construido sobre el abismo. A veces hay que mirar el vacío para comprender. Y otras hay que cruzarlo por la pasarela de la aventura.

La novela es una aspiración a la totalidad, que todo lo absorbe y lo contiene. ¿Qué hay de la música, del cine, de la pintura, del teatro en tus libros?

La definición de la novela que haces es exacta. Por eso es el género que más me gusta. El cine me ha nutrido con técnicas narrativas incontables, pero también de inspiraciones muy concretas. Como decía antes, No cantaremos en tierra de extraños tiene detrás gran parte de los westerns de John Ford. La música me ha enseñado a plasmar la monodia y la polifonía en la escritura, y también a escuchar el silencio y la naturaleza. De ahí nace la novela dedicada al músico Giuseppe Tartini. El teatro de Valle-Inclán o de Shakespeare me enseñó la contundencia estructural de la escena y de los diálogos y, en el caso de Valle-Inclán, la mirada desde lo que él llamaba la otra ribera: ver la vida desde la perspectiva de la muerte, también para comprender nuestra historia y sociedad, como he tratado de hacer en mi trilogía de España (Santo diablo, No cantaremos en tierra de extraños y Escarcha).  En cuanto a la pintura, justo acabo de terminar una novela donde este arte es protagonista. Escribirla me ha enseñado que nuestro material de trabajo es aceite, tierra, polvo. La escritura es el óleo de la vida. El libro que, al escribirlo no nos transforma un poco, es libro perdido.

En tu más reciente novela, Escarcha, destaca la figura de un árbol en la que el protagonista realiza un inventario de su vida. Sé que tú tomas notas, que detectas ciertos árboles que quizá contienen escritura, historias, voces.  ¿Qué puede aprender un novelista de los árboles?

«Hablan poco los árboles, se sabe. / Pasan la vida eterna meditando», escribía el gran Montejo.  Escarcha la escribí en una época en la que me refugiaba en una casita cerca de un río. Recuerdo que cada mañana me subía a un árbol de la orilla. Y meditaba encima de ese árbol meditador. Porque la naturaleza no solo es la gran madre, es la gran maestra. Escuchaba la corriente del río, la brisa en las ramas, me imaginaba el sonido lentísimo de las raíces en la tierra profunda. Luego me iba a aquella cabaña, poblada de arañas, a escribir sobre un pasado colectivo lleno de extravío, para meterlo en la destiladora de la imaginación y encontrar el camino gracias a la escritura. Ese libro, Escarcha, lleva una cita de Cadenas, nuestro flamante premio Cervantes: «Somos víctimas de un extravío. El extravío sobre el cual hemos fundado nuestra vida, el de no darle a ella la primacía que le corresponde». Un árbol enseña la primacía de la vida. Las raíces en los ancestros. Las ramas donde brota el futuro. El tronco firme, pero con las marcas de aquello que hoy nos habita: aves, insectos, tiempo. Al morir, como esos anillos que se ven en los troncos de los árboles cortados, quedará de nosotros los libros que hayamos escrito.


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