Jimmy Alcock | Vasco Szinetar

Por BEATRIZ SOGBE

I

Los lazos que nos unen a una casa y un jardín son del mismo orden que el amor

François Mauriac

A veces las imágenes no son suficientes para reflejar una vivencia espacial. Si algún lector ha estado en la Alhambra de Granada coincidirá conmigo en que no existe cámara fotográfica que pueda reflejar las texturas, los espacios, los ambientes, sus vistas, los sonidos del agua y las fragancias de las diferentes flores. Es un lugar donde los sentidos se multiplican y es imposible plasmarlos en una imagen. De tal manera que si lo visita no lleve cámara porque ni podrá tomar una buena foto de detalle —la gente aglomerada lo impide— ni tampoco podrá aprehender las sensaciones. Son espacios que hay que vivirlos.

La vivienda de Jimmy Alcock (Caracas, 1932) tiene apenas 250 M2 de construcción. Y unas esplendidas áreas verdes de más de 5.000 M2. Al recorrerla me quedé atrapada en el jardín. Porque hasta ese día no sabía que aparte de ser un extraordinario arquitecto también es paisajista. Pero más que eso. Es un cultor de la naturaleza. Fui con la intención de dejar un registro visual del magnífico lugar. Y comencé a tomar fotografías. Y muchas. De la casa, del jardín, de la pereza que colgaba de un enorme árbol y me miraba con curiosidad. Pensaba que con tantas imágenes sacaría unas pocas de interés, para que un lector acucioso apreciara el aura del recinto. Fue un vano intento. Y cuando se lo comenté a Jimmy me dijo: No es posible. No te va a salir jamás. Hay que sentirlo. Tenía razón.

II

Mi casa es un refugio. Una pieza de arquitectura emocional

Luis Barragán

La obra de un arquitecto tiene que ver con su vida. Puede ser que muchos lo nieguen, pero no conozco a un arquitecto que no haya convertido su espacio de vida en algo diferente. Y malo para el que no lo haya hecho. No tiene que ver con el dinero. Puede transformar un modesto espacio, con telas, cojines, pinturas o afiches.  La casa de habitación de un arquitecto es un lugar especial. No hay limitaciones clientelares. Quizás,solamente las económicas y sus propias capacidades.

La casa Alcock, en el Alto Hatillo, es un lugar diferente, único. Un terreno en una calle ciega de  pocas casas, lleno de árboles y plantas, que él y su esposa Carolina fueron transformando para convertirlo en un bosque húmedo. Se respeta la naturaleza. Tiene una pendiente abrupta y la casa se posa sobre el terreno. Casi no lo toca. Ella emerge del jardín para mimetizarse en el entorno. Tiene cuatro columnas y un techo, a cuatro aguas, con una cubierta de madera, en zigzag, sostenida por un sistema de cerchas triangulares, con un entramado de madera,  que al advertirlo no puedo dejar de mirar. Y algunas escaleras de caracol. Dan a un vacío interior que permite permear las miradas. Se camina por un balcón perimetral externo, donde se come, se vive. La naturaleza te abraza, la vista lejana al Ávila conmueve, pero los miles de plantas y árboles envuelven los sentidos. Objetos de familia, muebles de artesanos que se mezclan con los de estilo, tejidos, cerámicas. Las cobijas de Juan Félix Sánchez conviven con un tapiz de Olga de Amaral. Pudiera decir que es  un festín de sensaciones. Hay que cerrar los ojos. Los pensamientos no pueden digerir tantas percepciones. Entonces Jimmy dice: “La naturaleza es más fuerte que la arquitectura. No se puede luchar contra ella. Hay que entenderla y volverla cómplice. Solo así la podemos dominar”.

Casa Alcock de Jimmy Alcock | Paolo Gasparini

Caminar por los jardines de su casa es una lección de sensibilidad. La colocación de cada piedra ha sido pensada, una tras otra. Cada visual es analizada y nos conduce a una sorpresa. Un ángulo misterioso y seductor. Detenerse en el  pasillo externo perimetral, que envuelve el salón, no requiere de la palabra. Es la mirada de la naturaleza desde la perspectiva de un pájaro. Pienso en esa casa como un patrimonio de la ciudad. Son esos lugares secretos que enriquecen las ciudades con sitios únicos e irrepetibles. Como Villa Zoila, la casa de Villanueva o Villa Planchart. Son tesoros ocultos de las ciudades.

III

En tiempos de especialización el método es más importante que la información

Walter Gropius

Nuestro arquitecto aparenta ser impenetrable, difícil. No es así. Hay que pasar un tiempo para entenderlo. Pero una vez que se han traspasado las barreras nos encontramos ante un ser culto y con una capacidad excepcional de observar. Basta caminar por las pasarelas del edificio «Altolar», para asombrarse  como un joven arquitecto pudo percibir cómo se entrelazan  las áreas comunes y armonizan con la naturaleza. Le preguntamos cómo llegó a esa solución. No tiene buenos recuerdos de sus promotores. Le recriminaban la baja tasa de venta. Y hoy el edificio es un icono de la ciudad. Alcock nos responde con las palabras de la crítico de arquitectura Ada Huxtable:  El proceso creativo en arquitectura tiene menos que ver con musas de inspiración que con las minuciosas resoluciones de sitio, programas, estructuras y planes. Ese procedimiento puede entenderse con facilidad. Lo que está menos claro son las estéticas y los impulsos culturales que dan cuenta de esas decisiones personales que dan forma a las soluciones, su forma y su estilo especifico. En el «Altolar» hay una oda al patio interior, a los calados, a la ventilación cruzada. Un edificio tropical que, desde afuera, no permite visualizar su riqueza interior.

Otro edificio de juventud, el pequeño edificio» Univel» en la avenida Casanova —a pesar de estar lamentablemente invadido y deformado por los indeseables— no pierde la calidad del diseño. Ubicado en una esquina, en un terreno de apenas 300 M2 , es un ejemplo de unión magnífica con el espacio, en una resolución simple de la planta. Alcock integra a dos calles —que no son ortogonales—, y se adapta en función de los dos ángulos. Verlo conmueve. Y también la necesidad de rescatarlo. A veces nos sentimos impotentes ante las calamidades políticas y urbanas. Univel parece una maqueta de un arquitecto soñador. Un sueño. Una utopía que se realizó.

IV

Trabajo desde mis sentimientos.

Tengo un concepto en mi cabeza, 

quiero realizarlo. Sé a dónde quiero ir

Henri Matisse

Alcock es gran lector. No solo de arquitectura, sino de arte, botánica, paisajismo, literatura. Tiene un ojo privilegiado que sabe, de inmediato, reconocer el buen arte. Y la buena arquitectura. Hablar de su arquitectura es pasearse por mucha de la mejor arquitectura que se ha hecho en Venezuela.  Es un hombre que ha viajado mucho, por el mundo y que conoce, con detalle, nuestro país. No deja de mencionar a sus maestros: Carlos Raúl Villanueva, José Miguel Galia y Graziano Gasparini. Pero también amigo de grandes arquitectos como Ieoh Ming Pei o Norman Foster. Su quehacer no se limita al gran arte. Es un gran admirador de los artesanos, los pintores anónimos coloniales y los ingenuos. Sigilosa y agudamente, es un permanente analizador de arte y arquitectura. Lo hace con propiedad y contundencia.

Puede caminar por Nueva York o París y, con pocas palabras, dar una opinión clara y abrumadora de cada edificio. Incluso los antiguos. Una vez analizamos el Campidoglio, en Roma. La primera sorpresa es saber que tiene libros antiguos, con todos los planos y fachadas de la plaza y los edificios diseñados por Miguel Ángel. Ambos nos sorprendemos porque —sin saberlo—  hemos pasado horas analizando la magia de ese lugar. Y la razón de ello. Eso hace una delicia la plática y la razón de nuestra amistad. Hay comunicación constante. No hay fracturas, sino concordancias. Alcock, cada obra importante, la ha analizado a profundidad. No hay diferencias en que sea una obra clásica o una de última generación.

La casa «La Ribereña» es un ejemplo de ello. Conduce los ambientes, las miradas.  Se conjuga arquitectura con paisajismo. Cada obra de arte fue pensada. Las miradas son dirigidas. Los materiales no son excesos. La  buena arquitectura es un lujo. Un nivel superior. Arquitectura es diseño. Y el diseño es lujo. Nuevamente el ladrillo es el protagonista.

El ladrillo es un elemento de construcción atemporal. Se conoce desde hace once mil años, desde el neolítico. Su uso va y viene, con las modas. En Venezuela el aparejo más común es «a sogas». Y el «palomero» —en lugares que se utiliza como tabiques de ventilación—. Pero el ladrillo es mucho más que eso y se convierte en un elemento estético, cuando se utiliza con sabiduría y sensibilidad. También si el cocido es perfecto. Y la mano de obra impecable. Todo va entrelazado. Porque es suntuoso, cálido, quizás caliente donde el lugar es de altas temperaturas o muy insolado. Galia fue quien comienza a valorarlo. Y Alcock aprendió la lección. Y la mejora. Los entrama. La casa «López» nos mostró nuevos aparejos, pero será en «la Ribereña» donde adquiere la cima de estética. Mueve las piezas como un encaje. Los pisos sobrios de Nedo le dan ritmo a la composición.  Y la luz cenital le da dramatismo al lugar. Corona el espacio una sobria puerta metálica. No hay lugar para más nada. La solemnidad del sitio no lo permite. Las obras de arte se integran a la edificación. Sin duda, su mejor casa.

Pasamos a la casa «San Judas». Apenas se llega —un terreno complicado y sin vistas— nos invita a recorrerla. Un gran portón y pisos de Nedo nos reciben. El ladrillo, nuevamente, es el rey. Y el entramado del mismo. Y el techo, otra vez,  es protagonista. Se trata de una enorme estructura metálica que cobija la trama interior. Los misteriosos pasillos, los espejos de agua, la piscina, los jardines internos y las luces filtradas nos llevan hacia las áreas sociales, pero el eje central se vuelca en el jardín inferior. No se camina, se acaricia con la mirada.

V

Las cosas suceden de manera subconsciente

Richard Serra

En las obras de Alcock hay la presencia de varios artistas a los que convocó para entrelazar integración de las artes. Lo ha hecho con Jesús Soto, Magdalena Fernández, Domingo Álvarez.  Pero con quien el diálogo fue intenso y prodigioso fue con el diseñador Nedo Mion Ferrario.  Y es que si las casas son  íntimas, te abrigan. También las torres de oficinas seducen. Públicamente lo podemos ver en Parque Cristal, en Los Palos Grandes. Pero donde mejor se siente es en la Torre Las Mercedes. El disco de Pomodoro fue colocado por una noble intención. Integrar los edificios de la zona con obras de arte de importancia.  Solo lo lograron la pieza de Pomodoro y el ambiente interno del Soto, en el Cubo negro.  Lamentablemente la inseguridad obligó al cierre público. La torre  ubicada en un terreno con cotas diferentes, entre un acceso y otro, lo resuelve con una pasarela que une el acceso Oeste con el Este. Será  el mural y pisos de Nedo lo que le da unidad. Los ambientes fluyen para dar una solución que resuelve el conflicto de desniveles. Una planta sencilla y clara que nos ofrece el mejor edificio de un sector pleno de torres de oficina de calidad. La Torre Las Mercedes es la más destacada.

VI

No hay belleza que no tenga algunas cosas extrañas en sus proporciones

Francis Bacon

Amante del paisaje venezolano, reconoce que aprendió de la arquitectura colonial de la mano de su profesor y amigo Graziano Gasparini. “Recorrí Venezuela entera y sus templos con sus libros”, reconoce con una mezcla de admiración y respeto. Eso lo llevó a rescatar una vieja casa andina de campesinos, en Mérida. No la destruyó, sino que la integró a sus tradiciones y la decora con objetos artesanales de la zona. Se descubre ahí la faceta, nuevamente, del observador. Ese que ve en una cobija, una silla, una cerámica de unos artesanos anónimos, un toque de arte. En algunos de ellos, toscos y con alguna desproporción, se nota el alma sensible de un artesano. El respeto del maestro por la gente sencilla, pero honesta en su trabajo. Admirador de Bárbaro Rivas y Carmen de Millán, no deja de alabar su originalidad. Una vez en mi casa vio una pieza colonial. De inmediato cuestionó la ubicación y el pedestal. Pero sin hostigar, sino como una lección de diseño. Permanentemente está analizando la ubicación de una pieza, la colocación de una especie, el contraste de colores. Es una enseñanza constante de como siempre se puede mejorar. Incluso se cuestiona a sí mismo. La exigencia es total. Es un asunto de mejorar, de volver a ver, de repensarlo de otra manera.

Alcock —Premio Nacional de Arquitectura 1993— acaba de recibir la Medalla Páez, en Nueva York. La recibe junto con el laureado arquitecto canadiense Frank Gehry. En la nota de presentación que hizo el conocido crítico Barry Bergold —exjefe de arquitectura del MoMA—  presenta a Alcock como ejemplo excepcional de la segunda generación de grandes arquitectos venezolanos. Exalta su capacidad de unir naturaleza con arquitectura. Y lo eleva a la altura de los grandes maestros latinoamericanos. Definitivamente, el ingenio crea, pero el entendimiento ordena. Llama la atención que se entregue, de manera paralela, un premio a arquitectos tan disimiles. Alcock, que se preocupa por el espacio, la geometría del orden, la naturaleza y el entorno. En definitiva, piensa en lo humano. Gehry, un arquitecto expresionista y deconstructivo que solo se interesa por la arquitectura como espectáculo.  Si su obra más famosa —el Museo Guggenheim de Bilbao—, si no la hubiera «repetido» decenas de veces por el mundo entero, se hubiera creado un icono eterno. Este tipo de obras no debería repetirse, ni imitarse. Nadie imagina repetir Ronchamp de Le Corbusier, ni el Guggenheim de Franklin Lloyd Wright, pero la egolatría es un mal sin cura. Entre uno y otro, me quedo con Alcock. Sus casas son vivibles y sostenibles, conviven con la naturaleza. Las de Gehry no sirven ni para exhibir arte. Imagino al arquitecto como un organizador, un controlador de espacios. El tiempo determinará si la arquitectura debe ser un caos o un lugar para vivir.

 


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