Carl Gustav Jung | Orstmuseum Zollikon

Por FERNANDO YURMAN

En fervientes foros, en artículos de prensa y declaraciones, se desperezan tendencias totalitarias fundadas en observaciones de Carl Gustav Jung. Esas soterradas apelaciones se pretenden democráticas, pero alertan al que conoce la relación que Jung había tenido con el nazismo. “Aquella historia” quizás no permita condenarlo sin atenuantes, como demandaría sin escrúpulos la cultura de la cancelación, pero tampoco recomienda su lente teórico para justificar tendencias sociales. El psiquiatra que proclamó con entusiasmo en 1932 que Italia había encontrado su “líder fuerte” en Mussolini, y luego en 1934 agregó con alegría que también Alemania había encontrado su führer, y en esa adhesión logró su hogar teórico en Berlín para los arquetipos arios, los devaneos teosóficos y la spengleriana decadencia de Occidente, no perfila un cabal ejemplo democrático.

Estos equívocos no deberían desmerecer la obra clínica, sino gestar reserva en sus aplicaciones sociales. La clínica de Jung, con su provisión de promesas abismales, es tan respetable como las otras; algunas, como la de Melanie Klein o Bíon, no están amuebladas con esplendor mitológico, pero desatan ciertas imaginerías, con “efectos especiales”, que harían modesta la escenografía del inconsciente Junguiano. Tampoco su capacidad curativa está en controversia, la eficacia terapéutica no pocas veces deriva más de la creencia compartida que de alguna “verdad teórica”, mucho menos cuando hoy se asiste a una vasta expansión de la seudomitología oscurantista que incluye reencarnaciones, sortilegios hindúes, viajes místicos, astrología y religión. En cambio, no es prudente aplicar a Jung en análisis sociales: sufre el lastre de su ominosa experiencia.

Cabe aclarar que, a diferencia de Martin Heidegger, su famoso compañero de ruta en el desvarío nazi, Jung no mantuvo un hermético silencio en la posguerra. Al contrario, en 1946 pidió explícita disculpa al reticente rabino Leo Baeck por su desliz (“me resbalé”), y realizó también muchas observaciones críticas del régimen en ruinas. Y fue a tiempo, la carpeta del British Foreign Office, “The case of Dr. Carl. G. Jung: Pseudocientist and Nazi Auxiliary”, se detuvo en un procedimiento que podría haber incluido un tribunal según investigadores ingleses. Baeck trasmitió luego el fervoroso arrepentimiento a Gershom Sholem, que entonces accedió a mandar un artículo a “Eranos”.

De esa manera, pausadamente, se atenuó la fuerte crítica que había recibido entre otros de Erich Fromm, Marcuse, Thomas Mann y del mismo Leo Baeck. Claro que su obra, a diferencia de Heidegger, que ya para algunos había revelado simientes de espiritualidad nazi que confirmaron luego citas del póstumo “libro negro”, no precisaba tan minucioso desciframiento. Era abierta, contaba con muchas afirmaciones teóricas tramadas con el nazismo. Esa afinidad fue usualmente encubierta, sobreseída por observaciones posteriores, cartas y confidencias, pero no ha dejado de reclamar un análisis del substrato ideológico. La tarea esclarecedora de muchos discípulos resulta escasa, no excede la reseña de explicaciones forzadas (“duras decisiones para no empeorar”, “para salvarlos”).

Tampoco sirve el señalamiento de que algunos analistas, editores o alumnos de Jung han sido judíos, como si eso fuera relevante para analizar un fundamento teórico antisemita. Desde la propia disciplina, los innumerables estudios sobre “La sombra”, “El lado oscuro”, “el mal”, han enriquecido de imágenes la psicología profunda del afán totalitario, pero no la historia concreta de este pensamiento teórico en su pasaje por el totalitarismo.

Jung, que había admirado del führer su “mirada soñadora”: “en sus ojos se encuentra la mirada de un vidente”, trasparentaba todo su entusiasmo en los conceptos teóricos. El führer era para el investigador suizo un “altavoz que amplifica el murmullo inaudible del alma alemana”. Esas declaraciones fueron realizadas por radio en 1938, año que todavía resuena con  los cristales de la siniestra noche. En esa entrevista también declaró su admiración por Mussolini, aunque lo diferenció de Hitler, al que definió como “un hombre atento a una fuente de inspiraciones. Chaman, mitad dios, mito”. Esa fascinación nos parece grave porque comprometía de manera articulada su pensamiento. Por otra parte, la densa teoría, el fundamento de la devoción, fue explicitada: “El inconsciente ario tiene un potencial mayor que el judío”. En el editorial de su revista, cuando presentaba la propuesta del Dr. M.H. Goering, Jung declaraba que las diferencias entre la psicología judía y la germana no deberían ignorarse. Jung era el director responsable de la revista en la que Goering, director de la sociedad psiquiátrica, postulaba la importancia del estudio de Mein Kampf para la teoría psicológica.

Es cierto que todo esto fue anterior a la guerra, ¿pero su corpus teórico cambió? En trabajos posteriores, luego de las revisiones que dicta siempre una derrota, Jung no retomó la diferencia entre la mente judía y la aria, pero en su estudio sobre psicología de las religiones la clasificación se trasladó a protestantes y católicos. El modelo era similar, y heredaba con lealtad el de aquellos pensadores del siglo XIX que inventaron “las identidades profundas”.

El mito del “arianismo”, fundamental para esos propósitos, sirvió para descreer que todos procediesen de una sola pareja, como rutinariamente afirmaba el mito bíblico, sino de fuentes nacionales particulares, como prefería la mitología romántica. El estudioso Arthur Gobineau desconocía entonces el efecto de su “científica” división de la humanidad en “razas”. El mismo Renan, en su “Vida de Jesús”, entreveía con pasión, y sin prejuicios explícitos, un origen ario de Jesús: “Se nota que nada en él era judío”. Esta exacerbada agudeza para la diferencia ocurría en un siglo XIX ávido de raíces románticas nacionales; la extendida pretensión dio lugar a una humorada de Macaulay: “Decir que hay un gobierno fundamentalmente protestante o católico es como decir que hay una manera católica de hacer compotas o una equitación fundamentalmente protestante”. Pero cuando Jung retomaba esas fervientes especulaciones sobre la cualidad inconsciente de “las razas” era Alemania en 1934, y no solamente constituía un error epistemológico, era también una complicidad política. En un texto sobre psicología de las religiones de 1937, que reeditó ya girado el timón en la posguerra, procuró diluir su compromiso teórico con el amparo de la misma teoría, y trató aquel horror previo en la distancia del razonamiento abstracto y sus laberínticas alegorías: “El Dionisos de Nietzsche apareció transfigurado en el Wotan para toda una generación” o “ Se necesitó la catástrofe de la guerra del 14” para verificar si estaba en su sitio el espíritu del hombre blanco” o “ahora no resulta difícil comprender que las potencias del mundo subterráneo”.

Antes había sido más concreto, con recias afirmaciones desafiantes: “¿Ha podido el psicoanálisis de Freud esclarecer la grandiosa aparición del nacionalsocialismo al que todo el mundo observa con ojos de sorpresa? ¿Dónde se encontraba el ímpetu silencioso y la fuerza cuando no había nacionalsocialismo? Ella se encontraba en el alma germana. ¿Podría afiliarse a ese trepidante germanismo el anhelo de prohibir el “psicoanálisis judío” que manifiesta en una de sus cartas? Es el paso complementario, si se piensa que el aliento hiperbólico para divinizar una identidad siempre reclama la necesidad de demonizar otra.

Al contrario de la inteligente prudencia en la microhistoria, que procura del mínimo incidente y el tiempo menor un significado mayor, él hizo de un drama colosal un mero significado expresionista. Para esos presupuestos conceptuales, el “Wotan”, cuyo himno había analizado, era “el dios de los alemanes” y explicaba mejor el nacionalsocialismo que cualquier análisis, según declaraba en 1936. Eso ya no era simplemente un desliz, configuraba plenamente una teoría.

El caso de Jung es uno de tantos, ocurrió también con Cioran y Mircea Eliade, que hasta que los soviéticos tomaron Rumania, eran intelectuales en las vanguardias fascistas del régimen, (con Ezra Pound y Yeats,  pero eran poetas fascinados, no antropólogos), con Drieu Larochelle, que antes de suicidarse pudo contarle a su amiga Victoria Ocampo que “la democracia lo aburría”. Parece que en todos ellos subyacía el mismo desencanto. El estudio de los mitos tiene siempre un alto riesgo de convertirse en ejercicio mítico. Quizás en el fondo de sus conceptos estaban las sugerentes mentalidades primitivas de Levy-Bruhl, que ya eran etnocéntricas, pero lo cierto es que su práctica ideológica contaminó toda la herramienta conceptual. Su apelación al inconsciente colectivo fue la apelación de la irracionalidad romántica contra la Ilustración, y cegó las posibilidades provechosas de estudiar mitos o arquetipos fuera de los huracanes metafóricos que los envuelven. Su uso para entender manifestaciones colectivas podía haber integrado una fructífera relación con la teoría de Freud, que adolecía de una carencia en el espacio autónomo de los mitos. Podría haber sido promisorio para articular psique y sociedad, y los mitos como vectores de la acción colectiva, podía haberse adelantado o ser precursor de “la nación imaginada” de Benedict Anderson y otras ricas antropologías sobre la identidad, pero derivó en una metafísica irredimible, con callejones cerrados en una vocación eurocéntrica, que también fue racista.

La creciente “esperanza blanca” en EE UU, el neofascismo de Europa, el carácter cada vez más “nacional” de las creencias religiosas, las pasiones identitarias y el “historicismo” histérico que segregan los populismos, deja observar que la perversión intelectual de Jung es una tendencia malsana de las sociedades. Mientras que la democracia no tiene “magia”, estas tendencias alimentan las enfermizas fantasías de grandiosidad. La captación por un puñado de arquetipos de la gran complejidad social usa la misma simplificación mental que las teorías conspiratorias, esas que hoy hacen pandemia con la pandemia.

Fieles a la tradición, algunos de los discípulos “científicos” de Jung han retomado, aunque bajo la división Monoteísmo y Paganismo u Oriente y Occidente, esas divisiones que son de larga prosapia en la gimnasia romántica, y todavía cumplen una función ideológica: el “alma europea” vuelve a levantar vuelo. Por ello la aplicación social de estos modelos demanda una crítica prudencia: la idea de un inconsciente colectivo y los correlativos mitos de origen, tal como los ha legado Jung, inquieta el potencial ideológico totalitario que suelen guardar todas las identidades.


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