Llegué al taller de traducción, creado por Silda Cordoliani en Monte Ávila Editores, propuesta por Rafael Tomás Caldera, para traducir un libro que había leído y traducido en parte para mi tesis de grado. Era una experiencia muy importante para mí, que había estudiado francés varios años en la Alianza Francesa de Caracas, pero no tenía la experiencia real del idioma y quería convertirme en traductora.

Veía a Julieta Fombona como un personaje mítico. La gran traductora venezolana, que había vertido al español a Lacan, a Barthes, a Wharton, a Gertrude Stein. La más fina, la más experimentada. Para mí era una oportunidad soñada a la que me volqué con un entusiasmo y un miedo enormes, porque sabía que mi francés no daba para tanto. Lo que descubrí en el taller, sin embargo, es que también mi español era pobre.

Lo primero que recuerdo es su suavidad en el trato y su firmeza al mismo tiempo. Julieta jamás levantaba la voz, no discutía (a pesar de que el grupo era a veces un poco o bastante conflictivo), explicaba sus criterios de tal forma que los aceptábamos por una autoridad que surgía naturalmente de sus argumentos.

Julieta además reconocía a cualquiera que diera una mejor idea, se alegraba cuando alguien encontraba una mejor solución, consultaba sus dudas con nosotras. Eso me enseñó cuán complejo es el dominio de una lengua, y también su carácter democrático (la lengua es de los hablantes, depende de lo que los hablantes hagan con ella, y nosotras todas éramos hablantes del español). En efecto, para ella no había reglas rígidas del idioma, había un arte de escribir, posibilidades expresivas que se podían explorar, desarrollar, la oportunidad de alcanzar con nuestra lengua otros universos, otras culturas, contenidas en otros idiomas y en otros universos narrativos o poéticos. Traducir con Julieta era como viajar a otros mundos, pero bien aferrados al propio, ampliándolo con la incorporación armónica (y para nada acomplejada) de lo diferente.

Eso que he llamado el carácter democrático de la lengua, se expresaba en otra actitud de Julieta que a mí siempre me pareció conmovedora. La responsabilidad que vi que sentía por el español. Su cuidado casi que maternal de nuestras palabras. Le preocupaba que un verbo precioso como “soler” cayera en desuso, porque pocas veces se lo ponía al traducir, decía, ya que ni en inglés ni en francés tienen equivalentes exactos. También estaba pendiente de usar “elegir” en vez de “escoger”. “Ahora nadie elige –decía– todo el mundo escoge. Suena tan feo”. Las groserías también eran todo un asunto: “¿Qué será más adecuado aquí –preguntaba– tirar o coger?”. Y bajaba mucho la voz para decir las vulgaridades, mientras reflexionaba qué sería lo más preciso, en el caso en cuestión, para traducir fuck.

Yo he permanecido fiel a esos verbos que ella cuidaba tanto. Los defiendo como quien defiende una especie en extinción. Y también vivo atenta a cazar los calcos gruesos que empobrecen nuestra lengua tanto como a permitir que la belleza de otros idiomas no quede velada con un lenguaje demasiado local. Son mis homenajes secretos a Julieta. Creo que ella me enseñó especialmente eso: la responsabilidad que todos tenemos de preservar y enriquecer las posibilidades expresivas de nuestro idioma. La conciencia de que esa es una tarea política, democrática, esencial.

Algunas veces las miembros del taller llegamos a sentir que nuestra cita semanal tenía algo de compromiso monástico. Creo recordar que incluso lo dijimos: esto es como una cosa de locos en medio de este revuelo, venir aquí como venimos a hablar de esto que a nadie parece interesarle. Pues en medio de un país ya bastante deteriorado y revuelto, nosotras asistíamos alegre y religiosamente una vez por semana a un salón que nos cedían en aquella antigua Monte Ávila a leer juntas en español los textos que durante la semana habíamos traducido del portugués, del italiano, del francés o del inglés, durante la semana. La labor del traductor es muy solitaria y Julieta decía que le gustaba mucho poder compartirla.

Recuerdo que a veces pasábamos semanas buscando un término que realmente atrapara el sentido de lo que se quería decir en la lengua original. Cuando sucedía, cuando por fin aparecía el término, brincábamos en las sillas como niñas antes de un paseo a la playa. Esos eran nuestros temas principales de conversación. Creo que pocas veces hablamos de nuestras vidas privadas, de las vidas privadas de los demás, algunas veces comentamos un poco lo que pasaba en el país con preocupación, pero la máxima distracción que podíamos tener era hablar mejor o peor de la comida que nos daba Monte Ávila como pago por nuestra asistencia el taller, una especie de dieta, comida que despachábamos mientras trabajábamos.

La delicadeza de Julieta es otra cosa inolvidable. Fue toda una lección de educación y nobleza. Yo que acostumbro meter la pata, con ella metí una pata espantosa de la que no me di cuenta sino varios años después. Todavía hoy me sonrojo al recordarlo. Ante la inconveniencia que dije, Julieta simplemente me dijo, sin asomo de sorna: “¿De verdad? Ah, qué bueno que me lo dices”. Ha podido indignarse, pero permaneció tranquila y pensativa, con una enorme paciencia.

En los últimos tiempos del taller, Julieta no tenía ya su camioneta y yo la llevaba a su casa, que quedaba de camino a la mía. Un día íbamos hablando de su trabajo con las traducciones de Jacques Lacan y yo hice un comentario en el que se daba por sentado que las dos compartíamos la experiencia de ir al psicólogo. “No –me dijo– es que yo nunca me analicé”. “¡¿Nunca?!”, pregunté asombrada. No lo podía creer. Primero, por su gran trabajo como traductora de un autor tan difícil; pero sobre todo porque atormentarse y analizarse me parecía casi una obligación para los que pertenecíamos al mundo cultural en la época. “No –me dijo muy tranquila–. Nunca me hizo falta. Es que yo siempre me sentí… Bueno, me han pasado cosas como a todos, pero siempre me sentí básicamente feliz”.

Unos meses después, el día que nos despedimos, me llevó como regalo los dos tomos de la Historia de la Filosofía de Émile Bréhier con los que ella había estudiado. Dos libros queridos de su biblioteca, la cual había desarmado para irse a New York. Cuando ese día le dije: “Julieta, ha sido un gran honor para mí haber trabajado contigo, una gran alegría”, me contestó: “No, Sandra, ¡la alegría, la gran alegría, es que hayamos sido amigas!”.

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Este texto forma parte de la tercera parte, “III. Del reconocimiento”, del libro Escritura y traducción de Julieta Fombona. Edición y prólogo: Silda Cordoliani. Caracas: El Estilete, 2017.


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