Por CORINA YORIS-VILLASANA 

Cuando Juan Nuño falleció, 1995, escribí una pequeña nota en El Ucabista, medio de difusión de la vida de la UCAB, que titulé Hasta luego, Nuño. De allí voy a tomar unos párrafos para contextualizar los artículos que dedicamos hoy a Nuño.

Cuando se leen páginas sobre la Guerra Civil Española y uno encuentra el famoso grito de Millán Astray: ¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!, un frío estremecimiento recorre la médula espinal. Pero, cuando vemos desaparecer, no la inteligencia, pero sí parte de ella, el estremecimiento se convierte en un vacío aterrador. Es ese sentimiento desolador el que sentimos al conocer la infausta noticia: Juan Nuño, el implacable Nuño, había muerto. ¿Quién respondería a los filósofos domingueros? ¿Quién, ácidamente, haría saltar a más de uno que, queriendo hacer gala de conocimientos recién adquiridos y no digeridos, incursionó en terrenos donde Nuño fue maestro?

Juan Antonio Nuño Montes nació en Madrid, 1927, formado por los hermanos Maristas entre los años de 1940 a 1946. En 1946, trató de entrar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid, pero su inscripción fue rechazada por no presentar el Certificado de Adhesión al Glorioso Movimiento Nacional. Así comenzó Nuño a perfilar su personalidad disidente. Tuvo que abandonar Madrid, el Madrid «que sonrió con plomo en las entrañas» durante la guerra civil, y salió rumbo a Francia para evadir el servicio militar. Nuño llega a Venezuela a fines de 1946. Estudió Filosofía en la Universidad Central de Venezuela y obtuvo su licenciatura en 1951. Nuño salió de las aulas de nuestra querida y, a veces, mal comprendida Universidad Central de Venezuela. Perfeccionó sus estudios en Cambridge, en La Sorbonne. Su doctorado lo obtiene en la UCV. Estudió Historia de la Lógica en Fribourg bajo la dirección de I. Bochenski, profesor titular de la UCV tanto de Filosofía Griega como de Historia Contemporánea y Lógica Matemática, cátedra fundada por él, bajo la asesoría de Juan David García Bacca. Dirigirá el Instituto de Filosofía de la UCV en reemplazo de García Bacca.

Justamente esa pluma ágil, punzante, de la que hizo un oficio, es la que nos hizo exclamar: ¡Harás falta, Nuño! ¡Vaya que harás falta! Su mordacidad producía escozor, abría heridas y, en algunos casos, se buscó más de una enemistad por sus cáusticas palabras. Pero ese es el precio que se paga en un medio donde no hay costumbre de discutir. Cuando se ataca un argumento, es a este, al argumento, al que se ataca, no al hombre que lo esgrime. Pero, en nuestro entorno, esa idea no ha calado completamente. Cuando alguien discrepa de una determinada argumentación, se convierte en un ser ‘conflictivo’. Si señala algún problema, automáticamente pasa a ser él el problema. Por ello, Nuño dolía. Porque, con la habilidad que poseía, era capaz de desmenuzar los escritos de quienes escogía como adversarios hasta hacerlos polvo. Y no se entendía que su ataque era contra el ‘argumento’, no contra el hombre. ¡Falta de cultura Lógica, diría yo!

Fue un escritor multifacético; escribió sobre Filosofía, sobre Lógica, una de sus grandes pasiones, pero, también, sobre cine; fue columnista de El Nacional, asiduo articulista de revistas nacionales e internacionales.

La escuela de la sospecha

Voy a referirme a algunos de sus ensayos recogidos en La escuela de la sospecha. Nuevos ensayos polémicos, publicados por Monte Ávila. Entre ellos, me parece muy adecuado el titulado Malas palabras. Ya el propio título es una astucia de Nuño para enganchar al lector. Cualquiera piensa que se va a referir a palabros (palabrotas), para decirlo coloquialmente. Hace uso de ese truco, como lo hiciera en su oportunidad el gran lingüista Ángel Rosenblat y su famoso libro Buenas y malas palabras; quien, en esa excelente obra, realiza un extraordinario recorrido por el origen de muchas palabras de uso cotidiano en nuestro medio venezolano. Nuño, por su parte, va a referirse al manoseo de las palabras que terminan vaciándose de significado.

Nos dice Nuño: “No es que sean más que las buenas, sino que se usan más. De ahí que sean malas. Por su abuso. Corren como la falsa moneda, en este caso, de boca en boca. Abundan, se repiten, se hacen universales y amplias, y sólo consiguen que nadie sepa qué quieren decir”.

Hace un breve recorrido por las distintas acepciones de la palabra “Amor”, y la caracteriza como una “palabra que penetra en todos los discursos; voz con la que se limpian la garganta todos los humanos (…). Sirve igual para un roto que para un descosido. Lo mismo se aplica al comercio que a la sublime inspiración, por lo que conviven el amor con tarifa y el otro, invalorable. Amor pasajero y amor eterno. Amor loco y amor prudente y sabio”.

Igual tratamiento le da a la palabra “Libertad”, de la que dice: “La libertad es algo que se promete, se busca, se anhela. Suena a viaje, a otro mundo, a huida. Quizá es peor que amor, pues puede fingir con mayor facilidad: cada quien sueña a su modo con ella. Su definición es tan imposible e innecesaria como la del amor. Si este excita, aquella adormece. Sirve de anestesia mientras el hombre se entrega cada vez más a su destino de animal enfermo y represivo”.

Esta visión de Nuño sobre la polisemia de las palabras señaladas, amén de otras que usa en este ensayo, nos remite a la posición que el propio Andrés Bello mantenía sobre la pluralidad de significados de una expresión lingüística. Decía Don Andrés: “Hay otro vicio peor, que es el prestar acepciones nuevas a las palabras y frases conocidas, multiplicando las anfibologías de que por la variedad de significados de cada palabra adolecen más o menos las lenguas todas, y acaso en mayor proporción las que más se cultivan, por el casi infinito número de ideas a que es preciso acomodar un número necesariamente limitado de signos”.

Para el gran lingüista, a cada palabra le corresponde un significado, y dicho sentido, valorado como el «correcto» o el «propio», era generalmente: (a) el reconocido por la Real Academia Española; (b) el más próximo al significado etimológico; o (3) aquel empleado por los escritores de la época clásica de la literatura española.

Nuño se sitúa, sin explicitarlo teóricamente, en la línea que combate la polisemia, en tanto ésta vacía de contenido a las palabras, al punto, incluso, de llegar a significar su expresión contradictoria. “Quien lo vio con toda claridad fue Orwell: ‘Amor es odio’, ‘Libertad es esclavitud’. Voces intercambiables. Proposiciones contradictorias. Extremos que se tocan. Igualdad de los opuestos”.

La veneración de las astucias

Sigo con otro extraordinario artículo, Nacionalismo: mitos y realidad, uno de los ensayos de La veneración de las astucias. Ensayos polémicos, publicado por la Editorial Alfa, 2020. En estos artículos, Nuño evidencia su extraordinaria capacidad para hincar su verbo incisivo en los problemas cotidianos. En la promoción de esta publicación en las redes, dicen los editores: “Juan Nuño pertenece a la estirpe de filósofos que, en la tradición de sus admirados Bertrand Russell y Jean-Paul Sartre, mantienen un diálogo constante con la cotidianidad”; por esa atinada crítica, escogí el ensayo sobre el nacionalismo.

Al hablar del nacionalismo como un mito, Nuño emplea la función pragmática de los mitos; la cual entiende a estos como la plataforma de determinadas estructuras sociales; con esta función, los mitos llegan a determinar quiénes pueden o no ejercer funciones de poder. Ellos definen y dan cuenta de por qué algo se da de cierta manera y no de otra.

Cuando enfrenta el mito del nacionalismo lo ilustra recordando que “el nacionalismo [es] la Bella Durmiente que, una vez despertada por el beso romántico del siglo XIX, llega a transformarse en el incontrolable monstruo del Dr. Frankenstein”. ¿Cuál es el monstruo? Pues no es otro que el Estado-Nación. Al absorber al Estado, la Nación se convierte en una “máquina nacional” en lugar de ser un instrumento legal. Esta inversión de valores ocasiona una aberración que condujo al nazismo a “la esquizofrenia constitucional al distinguir nítidamente entre Staatsfremde y Volksfremde, pues no era lo mismo ni valoraban igual ser extranjero por pertenecer a otro estado que serlo por formar parte de otro pueblo o nación”.

Este artículo de Juan Nuño merece releerse una y otra vez; comentarse, sobre todo en estos momentos aciagos, no solo del planeta, sino de nuestro país. ¿Cuándo se es “nacional” de un determinado lugar? “Aquello de que la nación está formada por los nacionales, entendiendo por tales los nacidos en el mismo territorio, hace tiempo que dejó de ser cierto (…). Cuanto más internacional, más abierto, más cosmopolita, más humano será el hombre; el nacionalismo es siempre recurso provinciano, de angostura y encogimiento”.

El mejor homenaje a un pensador como Nuño es releerlo, discutir sus argumentos; mientras el arte de pensar sea nuestro oficio y lo practiquemos, la inteligencia no morirá.


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