Juan Carlos Méndez Guédez / Vasco Szinetar©

Por VIOLETA VILLAR LISTE

Méndez Guédez, licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela, con doctorado en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca, es autor de más de 20 libros entre novelas, cuentos y ensayos.

Fue invitado, en 2020, de la Feria Internacional del Libro de Panamá (FIL), que en esa oportunidad se celebró, por primera vez en su historia, de forma virtual.

Vive en España, pero su literatura, como bien lo expresa, es un trabajo, como el de cada narrador, que pasa por “reinventar, reconocer y reconfigurar el pasado”, que en su caso es una intensa vivencia venezolana.

En este momento de su escritura declara que, en medio de la sobreexposición que vivimos, “cada vez amo más la pequeña penumbra que puede producir la literatura”.

De Jardines y deleites del antiguo reino, explica, con esa capacidad tan suya de convertir un diálogo periodístico en otro relato fascinante, que es “un libro de misceláneas. Un género que fue muy popular en el renacimiento y el barroco y que en ese momento pretendía condensar el conocimiento disperso, lo curioso. Yo trabajo de otro modo: acumulo el desconocimiento y la perplejidad en estas páginas”.

Comenzó trabajando este manuscrito “sin saber qué era, luego comprendí que a su manera intentaba dialogar con libros de Cortázar como Último round o La vuelta al día en ochenta mundos, o uno de Tournier: El árbol y el camino, que, a su vez, eran libros que apuntaban hacia una memoria de la literatura cuando los géneros quizá no irrumpían con tanta pureza”.

“Aquí hay fragmentos de un diario, cuentos, minificciones, diálogos, fábulas, cosmogonías y hasta una micro obra de teatro. Son materiales que pueden ir de la reflexión sobre lo real y cotidiano, hasta adentrarse en la ficción más pura, todo en una relación directa u oblicua con mi avenida de infancia y juventud en Caracas.

Jardines es una larga narración fragmentada y discontinua sobre mi mundo de aquellos años, sobre sus transformaciones ficcionales. Me obsesiona la idea de rescatar los lugares amados, pero solo sé hacerlo imaginándolos, construyendo mis propios mapas, a través de esos juegos del yo que permite la escritura”.

Recuerda que hace un tiempo asistió a un encuentro “con dos brillantes narradoras, Clara Obligado y Almudena Sánchez. Cada una expuso su idea de lo que era el narrar. Clara dijo que le interesaba no la idea de su yo sino la del yo de los otros; expandirse hacia ellos. Almudena comentó que trabajaba la idea de un yo propio, pero transformado por sus posibilidades extremas, un yo aumentado por su crecimiento hacia lugares a los que ella no llegaba sino a través de lo imaginario”.

Quizá en estas misceláneas en las que trabajo ahora, reflexiona, estoy jugando con las posibilidades que ambas expusieron esa noche en Madrid y con sus matices intermedios.

Combate contra el tiempo

—¿Cómo ha cambiado la pandemia la mirada del escritor?

—No creo que pueda decirte nada original. Tal vez un periodista pueda decir cosas lúcidas sobre el presente, detalles fundamentales. Creo que los narradores trabajamos con la lucidez de reinventar, reconocer y reconfigurar el pasado. Incluso aunque estés escribiendo sobre el día de ayer, al narrar lo miras como si fuese un ayer sucedido hace un siglo. Esa es la actualidad de la ficción; que ya nace como un combate contra el tiempo y actualiza lo que el tiempo ha dejado atrás, pero que necesita vivir o crear esa distancia.

Todavía estamos en pandemia. Cierto es que el discurso del poder, en unos sitios más que en otros, intenta hacernos ver que hablamos del pasado. Nos habla de nueva normalidad, nos abruma con cifras que según la conveniencia se interpretan con optimismo o pesimismo. Pero aquí estamos, en medio de la debacle. Así que ignoro cómo está cambiando nuestra mirada. Digamos que a veces anoto un detalle; digamos que a veces anoto una atmósfera, como un día que caminaba por una populosa avenida de Madrid y solo se escuchaban mis pasos y pensé: “Por esta ciudad, en este instante, solo caminamos la muerte y yo”. Pero no sé si eso son miradas o parafraseando a Kundera, te hablo de la venda con la que avanzo a tientas en estos tiempos tan duros.

—¿Podremos resistir al impulso de escribir literatura que se inspire en la pandemia? ¿Será necesario o ya demasiado con tanta realidad junta?

—Fíjate que un famoso libro de misceláneas como es la Silva de casos curiosos de Luis Zapata comienza con una referencia a una peste que estaba azotando a las personas en el siglo XVI.

Desde luego, ahora mismo los escritores no están resistiendo ese impulso y me parece muy respetable. Incluso por una invitación de la UNAM escribí uno de esos textos para un libro que apareció en México, pero me limité a copiar y reescribir algunas de las impresiones sobre la pandemia que escriben los venezolanos.

Mira qué curioso, escribí sobre el lugar en el que no estoy, y reflejando la incertidumbre de otros.

Me parece valioso lo que puedan anotar algunos autores sobre este momento. No creo que yo pueda con ello ahora mismo. Quizá en mi caso necesite escribir sobre el siglo XVI y acompañar a Zapata.

La pequeña penumbra que conforta

—En este camino recorrido, ¿cómo ha madurado y se ha revisado la escritura de Juan Carlos Méndez Guédez?

—No sé si pueda hablarse de madurez. Digamos que aspiro a una escritura que cada vez diga más utilizando menos palabras. Respetar la fuerza de las palabras y ser más preciso al seleccionarlas.

Uno siempre desea sentirse a gusto, así que ahora siento que soy capaz de mirar conjuntos. De mirar una novela o un cuento como un conjunto sobre el que puedo intervenir con más tino para que pueda ser más perturbador. De mirar una frase y con delicadeza mover un elemento aquí o allá para que tenga su grosor exacto.

Vivimos en un mundo de la sobreexposición, así que cada vez amo más la pequeña penumbra que puede producir la literatura. Por eso creo que mi escritura en este momento intenta cortar antes sus referencias, sus explicaciones. Apuntar hacia algo esencial: la recuperación del secreto; la invención de un tesoro escondido.

—Y luego de este tiempo confuso, extraño, vivido, ¿a qué se parece el futuro?

—En su preciosa novela Percusión, José Balza habla de la posibilidad de recordar el futuro. Lo hace a partir de las ideas de Giordano Bruno, pero yo leí a este filósofo y teólogo que fue quemado por la iglesia, y quizá por mis limitaciones no pude descifrar este mensaje.

Me quedo con la idea de que la imaginación ficcional de Balza encontró allí esa perturbadora posibilidad. Recordar lo que está por venir. No sé si eso pueda ser un poder fascinante o un camino a la locura.

Yo en estos tiempos tan duros, de tanto encierro, he leído mucho a William Blake, a Santos López. Y conseguía una inmensa paz en esas lecturas, como si ellas me contasen la luz de la oscuridad, el sosiego de las voces que me habitan. Ojalá el futuro se parezca al sosiego que me dieron esas páginas.

Fragmentos

Por JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ

Cuando vivía en esta casa existían los buenos espíritus, pero también existían las brujas.  A veces dejaban señales. Un velón partido; una mancha en un espejo; la rotura repentina de un vaso.

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Yo escuchaba al fondo el rumor de mujeres que llenaban los panes de veneno, de trabajos para torcer destinos y oscurecer el futuro. Venganzas continuas; antiguas o nuevas heridas con las que seres extraños intentaban dañar a los míos.

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Luego en las noches soñaba con ellas; llegaban a mí; se acostaban sobre mi pecho y me impedían respirar.

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Muchos años después, las brujas me siguieron en todos mis viajes. Tenía pesadillas donde reaparecían para inyectarme su ponzoña y las desgracias que lanzaban con sus manos.

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Pienso ahora en algunos de los sueños que me regalaron. Daban miedo y producían sudores, pero a la vez me encantaban.

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Mucho tiempo después, leyendo a Fernando Rísquez me curé de las brujas; comprendí, amé su doble rostro; la bruja daña, destruye; pero también la bruja sabe otorgar la curación. Es una sabia y una aliada que puede conducir las noches hacia la sabiduría, hacia el sosiego.

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De todos modos, esté donde esté, cuando llega la noche necesito un punto de luz. Odio la oscuridad absoluta. Si abro los ojos y no hay un pequeño reflejo luminoso, pienso que me he quedado ciego, que estoy muerto, que una bruja maligna acaba de hundirme las uñas en los ojos para arrancármelos.

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Esa luz mínima (la del ordenador, el bombillo del baño; algún llavero refulgente), es el delgado hilo que me ata a los días en mi casa de la Intercomunal. Es un fracaso, una herida, pero es un reencuentro, una celebración del tiempo que fui, que sigo siendo.

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Querido padre

Ya es de noche, digo apretándome el estómago con la mano. Mi madre señala hacia la cama. Papá duerme. Su piel yodada, sus manos fuertes y poderosas vienen de recorrer el océano durante varios años en los que no hemos tenido noticias suyas.

Abrazo a mi padre. Él abre los ojos, sorprendido. Al fondo de sus pupilas veo unos cuervos que sobrevuelan un campo de maíz, un puerto desolado, una avenida, bosques de pinos retorcidos, amarillentos. Miro los cuervos mucho rato. Mi padre me increpa, pide que me levante, que lo suelte. Yo contemplo los cuervos: parecen manchas de tinta temblando en el cielo.

Lanzo una dentellada y devoro los cuervos uno a uno. Tienen sabor de aceite y yodo. Padre grita, se estremece. Yo lo abrazo con más fuerza y escupo las plumas a un lado de la cama.

Cuando ya he saciado mi apetito me pongo de pie. El estómago ya no duele. Mamá barre las plumas regadas en el suelo.

Papá ruge. Dice palabras en desconocidos idiomas y hunde sus dedos en las cuencas vacías. Ahora su rostro es más hermoso con esos dos agujeros negros donde ya no vuelan pájaros.

Siento en mi boca el sabor correoso de los cuervos.

Doy un beso en la frente a mi padre.

El faraón

El faraón escuchó hasta muy entrada la noche las protestas de la ciudad. Se durmió tarde escuchando las ráfagas, los helicópteros, el ruido de los aviones, el golpe de las lacrimógenas sobre el asfalto, las tanquetas.

Un par de lágrimas cayeron por sus sonrosadas e inmensas mejillas y se quedaron colgadas de su bigote. ¿Cómo era posible que su amado pueblo respondiera con odio a sus sacrificios de tantos años? ¿Cómo podían creer esos infundios que le atribuían la responsabilidad por la pobreza, la hambruna, las enfermedades? ¿No comprendían que todo era responsabilidad de los reinos enemigos, de los conspiradores, de los maremotos, de las lluvias, del sol, de las estrellas, de los dioses de otros pueblos?

Se arropó con sus sábanas de seda y durmió. Tuvo un sueño: un pájaro le advertía que al fondo del ojo derecho de cada habitante de la ciudad moraba una perla de oro y que, si cada persona donaba esa perla, podrían superar la miseria de esos días.

Al amanecer ordenó traer voluntariamente a cincuenta mujeres y cincuenta hombres. Pidió a los guardias que los desataran y les contó su sueño. Algunos cayeron de rodillas implorando clemencia, otros quisieron huir o pelear. Los cien fueron sometidos por los guardias y a los cien se les extrajo el ojo derecho, pero no consiguieron ninguna perla de oro.

Esa noche el faraón volvió a suspirar en su cama. Debía concentrarse mejor; quizá había equivocado alguna clave onírica, un detalle, una nueva pista. Se dispuso a dormir. Lloró una vez más. Su pueblo era tan ingrato que no valoraba su esfuerzo; ahora, hasta en sueños trabajaba para ellos.

Fábula de la hormiga roja y la hormiga negra

Durante la época de sol, la hormiga negra trabajó mañana y tarde, así se preparaba para los momentos en los que escasease la comida.

La hormiga roja no se movió de su sitio. Miraba el cielo, las nubes, el rumor del viento entre los mijaos de la Intercomunal.

Al terminar sus incansables jornadas, la hormiga negra se dirigía a la hormiga roja: «Te arrepentirás por tu indolencia», y la hormiga roja alzaba los hombros, muy seria, mientras fumaba un cigarrillo y se asomaba a la esquina de la calle 14 para mirar el paso de los carros.

Cuando llegó la época de lluvia, el agua se fue represando en una montaña de escombros de la tercera transversal. En el momento en que la fuerza de la corriente fue imparable, una tromba de agua saltó sobre la calle; primero ahogó a la hormiga roja y luego ahogó a la hormiga negra.

Ambas quedaron sobre el alquitrán de la avenida, como dos puntos de tinta.

Moraleja:

La indolencia es una forma budista del desapego, o como dice el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides: «No te preocupes, todo va a salir mal».


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