Landa
Balancín de petróleo ubicado en el pozo petrolero Zumaque 1 | Colección Archivo El Nacional

Por JULIO BOLÍVAR

Josu, eres el autor de obras de filosofía, poesía y narrativa. Este año nos visitas por un tiempo un poco más dilatado, para promover la ética, impartir un curso en UCV y hacerte cargo de varios asuntos académicos. ¿Por qué ahora quieres hablar de la situación nacional?

En realidad, nunca me he desentendido de la situación venezolana. Siempre me ha dolido el país. Lo que pasa es que me parece poco ético hablar del país desde fuera. En esta ocasión, decidí dedicar la mitad de mi año sabático a actividades académicas aquí y, claro, esto me pone en relación directa con lo que sucede y pienso que eso me da un poco más de «autoridad», para hablar de Venezuela. Como filósofo me interesan mucho las bases de reflexión y de sustentación teórica y ética de la política, máxime en un país con los graves problemas que enfrenta el nuestro.

Aclaro, de una vez, que no milito en ningún partido y no tengo compromiso con ningún gobierno ni fuerza política alguna. Mi única militancia está en la poesía y en la filosofía, o sea, consagro mi vida a un amor ferviente por la verdad, diría que trato de ser un simple socrático menor.

¿Podrías trazar con unos cuantos brochazos el cuadro actual de nuestro país?

Es muy difícil un diagnóstico que satisfaga a todos. Uno fija la mirada en la condición, en general, híbrida y de perfiles difusos de nuestra realidad; algo que complica todo esfuerzo de caracterización seria. Hablamos de democracia, cuando en realidad tenemos una partidocracia. En Venezuela no ha habido un capitalismo real, sino parasitismo en torno al petróleo. Tampoco estamos ante una dictadura, sino ante dispositivos funcionales de cara a un proyecto mesiánico. Se habla de socialismo, cuando lo que tenemos es asistencialismo y evergetismo «proletario». Se habla de populismo, cuando todo luce como un pauperismo de base historicista, en una pelea por ver quién está del (improbable) «lado correcto de la Historia». Se habla de burguesía, para nombrar a élites parasitarias, que se benefician de una economía dineraria, como de casino y campamento aurífero. Igual, se habla de proletariado, cuando lo que tenemos en una gama muy diversa de explotados, excluidos, gente depauperada, víctimas de manejos económicos ilegales y hasta criminales.

Pero, en esa plataforma híbrida y difusa, ¿cuáles serían los problemas?

Muchos y los conocemos todos. Podríamos referirnos a algunos de los más destacables. El principal, un déficit ético general. Ese es nuestro problema primordial, no la economía, aunque este sea el más urgente. Está también la división y polarización política, social y racial. El más urgente es el de la ingobernabilidad económica, motivada sobre todo por las demenciales tasas de ganancia y el afán parasitario de enriquecerse rápido a costa de la renta petrolera y minera. También por los graves errores cometidos por el gobierno en ese rubro. Tenemos la anti-política: un conjunto de prácticas personalistas y grupalistas ejercidas en el espacio común, político. La máxima expresión de esto es la cleptocracia. Se trata de algo más grave que la corrupción ordinaria: grupos del signo que sea, operando en las instancias de poder, donde roban todo lo que pueden. Esa gente entiende la res pública como un botín. Hay también un severo déficit democrático debido a la partidocracia. Está el enfrentamiento de dos miedos: el del sector bolivariano que vaticina una gran masacre en caso de que pierda el poder y el de las élites y grupos de la oposición que ven venir una cubanización plena de Venezuela. Y, claro, está la «trinidad gringa» que presiona al país y a América Latina: el Destino Manifiesto, la Doctrina Monroe y el Gran Garrote. Ese bagaje doctrinal está en la base de un sector de la oposición que se emplea a fondo, a cambio de buenas sumas dinero, como ariete de la política exterior norteamericana. La peor expresión de esto, hasta ahora, son los bloqueos financieros y las sanciones injerencistas que afectan de lleno a la gente común, a todo el que no tiene acceso a dólares. Esto me parece un crimen de lesa humanidad y, aparte de hambre, potencia una expansión de la «corrupción hormiga» a todos los niveles.

¿Cómo enfrentar tantos y tan complejos aspectos negativos?

No estoy en capacidad de ofrecer recetas fáciles. Tengo claro que el socialismo real fracasó y que también lo ha hecho el capitalismo neoliberal. Todo indica que debemos inventar, a lo Simón Rodríguez, las opciones adecuadas para un país que se cuece aparte, como el nuestro. Aquí no valen los modelos prefabricados, aunque tampoco los experimentos locos. Pienso que se debe superar la artificial polarización entre capitalismos y socialismo y apostar por un social-capitalismo: un equilibrio entre el recurso a un medio de producción, el capital, y la dignificación del trabajo, de manera que se eviten la sobreexplotación y la enajenación propias del capitalismo (que no del capital en sí). El neoliberalismo es un pasaporte a la catástrofe, la desigualdad obscena, la destrucción ecológica, la anti-política, la anti-humanidad, la primacía de los negocios y del Mercado absoluto, en contra de la gente y de las instituciones que deben garantizar el bien común. Por eso, la apuesta humanista ajuro implica una opción socializante distinta a los socialismos ensayados, tanto los de corte tiránico como los de carácter socialdemócrata, siempre tan obsecuentes con los peores modos del capitalismo.

Junto a eso, podríamos pensar en organizar una democracia multimodal (con estructuras flexibles y dinámicas de participación comunitaria). Eso implica repotenciar la representación y dar juego a toda forma de acción civil (incluyendo el sorteo), según lo exijan los niveles de complejidad de las comunidades.

Urge un plan de Estado para el impulso de la ética a todos los niveles (desde la persona y la familia, hasta las escuelas, las empresas… todas las instituciones). Cuando digo «de Estado», me refiero a que debe estar por encima de banderías y pugnas partidistas, así como situado en un horizonte temporal permanente, no sujeto a los plazos políticos electorales.

También se podría pensar en superar la vieja y nefasta contradicción entre campo y ciudad. El futuro está en una reinvención del mundo rural. No como un regreso nostálgico a un pasado ya improbable, sino como una urbanización del campo, con un retorno de la gente a la Tierra, echando mano de las tecnologías de punta en el terreno de la producción sustentable y de la comunicación, así como con garantías en todo lo concerniente a servicios fundamentales, como la seguridad, agua, salubridad, electricidad, vida cultural, medios educativos y todo lo que garantice una vida digna, sin tener que envidiar nada a las monstruosas megalópolis del presente.

Un plan así cambiaría definitivamente nuestra manera de vivir.

No estoy tan seguro de que un plan de repoblación y recomposición del mundo rural, por sí solo, cambie a profundidad nuestras vidas. Podría limitarse a un traslado de nuestros bienes y males de ahora a otra parte. Por supuesto, en lo personal, apuesto por que una iniciativa así también sea la ocasión para un salto en las relaciones sociales y en nuestra conexión con el mundo, que es lo que importa transformar. Pero esto es algo más difícil, algo que requiere la confluencia de muchos otros factores. Como sea, la reactivación y re-modernización del mundo rural puede darse al mismo tiempo que se impulsa y consolida una civilidad renovada.

Dado que Venezuela se ha reducido, para algunos, a un simple país-botín, convendría organizar un consejo federal para el manejo estratégico de la riqueza nacional (el petróleo, el oro y las demás riquezas minerales, las diversas fuentes de energía, etcétera). Eso ya no puede seguir en las exclusivas manos de un presidente, un cogollo privilegiado y todo lo que se le parezca, sino de un sólido cuerpo colegiado (nada que ver con ningún jet set falsamente meritocrático), que defina las líneas primordiales relativas al manejo de nuestras grandes riquezas naturales.

Por el momento, urge avanzar en la generación de un gran acuerdo nacional, tanto en el plano político y económico, como en el conjunto de la sociedad. En el plano político, es de capital importancia que se avance en un equilibrio geopolítico entre Estados Unidos, Rusia y China. Esto es básico, para garantizar en lo posible la conjuración de toda amenaza de guerra y de intervención militar extranjera; es decir, parece una condición necesaria para una paz duradera. Al lado de eso, se impone la necesidad de dar pasos firmes hacia la configuración de un nuevo pacto social y político, muchos más allá de los partidos; iniciativas que apunten a una reconciliación nacional no solo política, sino social y de base, por medio del impulso de dinámicas y procedimientos que potencien el encuentro entre quienes hoy están separados por la polarización general.

¿Esos planteamientos implican una forma diferente de entender la política?

Pienso que sí. Para mí, el sentido de la política no radica en el ejercicio del poder a costa de lo que sea. En todo caso, la palabra «poder» significa la capacidad de incidir en la voluntad de los demás y de lograr de manera justa los propósitos que nos tracemos. En mi idea, la política es un saber y una praxis con la mira puesta en utilizar ese poder en el logro del bien común, la felicidad de todos. El poder justo es el que se mueve en pro de estas metas, que son las de la justicia.

En este momento, me parece de vital importancia el apego de las fuerzas políticas a la Constitución vigente, el abandono de toda opción que repita la cadena de acción y reacción golpista que caracteriza a la historia del país, a lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI.  Hablo de la renuncia a los atajos, de la superación de los planes inmediatistas y más aun los de carácter violento. Se impone hacer política, lo cual consiste en organizar y educar a la gente, según un programa democrático, ceñido al orden constitucional.

Hay vida más allá de los polos y ya va siendo hora de que surja, cuando menos, una fuerza ciudadana de contención de los graves efectos de la polarización. Habría que empezar por dar ese paso. Lo demás, ya lo dirá el curso de las cosas del mundo, que no tiene fin.

*Hay vida más allá de los polos (conversación sobre otra Venezuela). Josu Landa y Julio Bolívar. Fondo Editorial del Caribe/ Maltiempo Editores, 2019.


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