José Ramón Medina, julio 1970, III Congreso Latinoamericano de Escritores | Wikipmedia Commons

Por GUILLERMO SUCRE FIGARELLA

Los imperativos que crean la temporalidad y la espacialidad sobre la obra de un escritor son de una evidencia insospechada. Es insoslayable esa relación poderosa de mundo y criatura, esa incesante necesidad comunicativa que le asigna su verdad a toda creación. Una obra creadora no nace de un hontanar cerrado, herméticamente interior. Existen fuerzas más misteriosas, relaciones que van desde la simple materialidad hasta el sueño, desde la cotidianeidad hasta la alucinación más destellante, que son las que conforman el hecho creador. De allí que toda aspiración de eternidad revele también las huellas de un tiempo y de un espacio determinados. Más aún, no se alcanza la eternidad por abstracción de lo que se vive, sino por inmersión en ello, por acumulación de experiencias que nos fecundan y hasta nos destruyen. A veces pienso que hay que sucumbir una y mil veces para madurar una obra. Por eso es que el artista se debate en un drama hondo, apasionante frente a todo lo que lo rodea, drama donde muere y renace angustiado por el flujo incesante de la vida y morir y renacer son ya testimonio de una batalla donde el artista se glorifica o se ensombrece para siempre. La gloria reside en saber captar a su hora la fidelidad de esa batalla, su correspondencia con esa otra gran batalla terrestre que envuelve a los hombres, como un río trémulo que nunca deja de pasar. Ese río trémulo es la historia, es el tiempo donde el hombre se estremece y que nunca como ahora pesan tanto sobre su destino. “Huyó lo que era firme, y solamente lo fugitivo permanece y dura”, dice uno de los poetas más fieles a su tiempo, y por ello más eternos, como lo es Quevedo. Y esta verdad de antigua se nos hace reciente y nos pone a arder junto a ese fuego ileso que son nuestros designios más inaplazables.

José Ramón Medina es poeta que responde a estos hondos requerimientos de la temporalidad. Su libro, Texto sobre el tiempo, es ya el material objetivado de este drama y la concurrencia de todas las potencias del hombre frente a su destino. Aquí la palabra adquiere su desnudez antigua y toca hasta las raíces fugitivas del hombre. Vibrando con estas raíces, el poeta vive la gran llamarada de su destrucción. La vive desde adentro, desde su esencialidad, y la atestigua hasta los contornos de su mundo. Sabe que el hombre no está en el tiempo; como algo más que en él vive, sino que el tiempo está en la condición misma de su ser de hombre. De allí que el hombre mismo sea fuego apagado, de destrucción o de amor. “Caminos por un largo, amarillento tiempo, anónimo entre viejos cristales, entre oscuros galopes que no sabes en dónde apagarán sus fuegos”, le dice el poeta al hombre.

Es por eso que el tiempo de este libro es un tiempo vivo, con su esplendor salvaje, desatado en su sed de mundo, corrosivo. No es el tiempo abstracto, metafísico que nos conduce a una eternidad vacía, inmóvil. Es un animal rugiente, fidedigno, apegado a la tierra y a sus seres, abrasando con una forma concreta, relativo a la interioridad del hombre, urgiendo su heredad para las cenizas, haciendo, en fin, su transcurso solemne por la vida. Y es este uno de los valores más entrañables del libro de Medina. Toda esta obra crece dominada por los grandes embates del tiempo, no por su anécdota, en ella se desatan sus furiosas huellas y nace la soledad del hombre frente al mundo que sucumbe. Y es que el poeta se mueve entre los espejos reales del ser: allí palpa su consumición de materia ardiente y triste. En el poema V de la primera parte, Medina define las exigencias y la imagen de este tiempo: no solamente su tiempo subjetivo, individual, es un tiempo trascendente, referido al hombre primordial que se nutre y combate por la vida. Porque tiempo y vida son elementos que, con él, se conjugan en una dinámica activa que busca la liberación. En ese poema, dice: “La vida ha edificado sobre ti esa razón estéril, ese verano que ha mordido tu corazón, tu fe, la esperanza insaciable de tus años”. Ya no son fuerzas externas las que infieren, sino raíces de la propia vida. Porque esta criatura que socava el tiempo, ha buscado “oscuros argumentos de hombres y tristezas”, ha buscado su original fidelidad con la tierra. De allí que se alimente sólo de frenéticos impulsos, de allí que transcurra desencadenado a los presagiantes vendavales, de allí que no encuentre “un tibio aceiten para mojar su nombre”. Sino que se halle las galopantes ráfagas:

Porque tu tiempo ha sido tiempo vivo, no muerto,

ha sido un negro hueco para llenarlo siempre

con agudos silencios, con cadenas amargas, con piedras

que caen y se disuelven en un espacio ardiente.

“Muero de vida, que no de tiempo”, pudo decir Vallejo. Pero el poeta peruano hablaba de un tiempo muerto, muerto en su hastío metafísico. Mas José Ramón Medina alude a un tiempo concreto, que es la misma vida, agónica por todas sus entrañas, de Vallejo. Y es de esta radical vivencia, más que concepción o evidencia, desde donde nace esa tristeza callada, pero resplandeciente que fecunda a Texto sobre el tiempo. Es esta imagen la que sirve de núcleo dinámico, y, al final, definitivo del libro. “Tiempo vivo” que convierte al poeta en hombre memorioso, más que en hombre nostálgico. Ya no se exhala el pasado en perfumes, evanescentes, en soplos vagos del alma, sino en cumplimiento de un destino, en reconocimiento del rostro original y nutricio. El pasado, aunque destruido, vive como memoria activa, límpida, fosforescente. El hombre se debate con su tiempo, su ínfima lava que lo lame, por conservar esa imagen llameante, por proyectarla más allá de la inmediata realidad que se derrumba. El primer poema del libro se abre como una ventana inmensa por donde se mira toda la realidad:

Decimos: estas horas suenan a tiempo muerto,

las hojas del verano recuerdan la tristeza,

y no hay un césped nuevo

para echarnos a andar sin marchitar la carne.

Desde esta visión oscura surge un clamor recóndito, más que religioso de reverencia cósmica, frente a Dios. Es el hombre buscando otro tiempo frente a esa lente muerte que lo ciñe:

Libranos, Señor, de esta cárcel tejida con tantas redes,

con tantos huesos inútiles, con tantas sangres ciegas.

Pero adviene un tránsito brusco, no paradójico sino retorcido, urgido, en el que el poeta requiere al hombre, a su ámbito, a su destino de vivirse aunque sea ardiendo, quemándose, derrumbándose. El hombre necesita defenderse del tiempo voraz, hambriento, viviendo con todas sus obscuras raíces. Sabe ya que “el mundo es un río turbio que golpea con lentitud soberbia las clausuradas puertas de la vida antigua”. Es la tercera parte, final del libro. Después de clamar ante esa atroz realidad que lo cercaba y de buscar en la memoria “aquellas manos amorosas, derrumbadas en el olvido”; después de sentir la casa familiar “como inclinada hacia los restos terribles del pasado”; después de cantar a la mujer “abandonada al tiempo, a su apagada ceniza, a su terrible dentadura callada”, como imagen profunda de la gran destrucción terrestre, el poeta se detiene ante el hombre, criatura ya sedienta de afirmarse, no clamante:

Hombre solo, hombre en silencio,

mejor que hombre clamante.

Este “hombre en silencio”, ardido por dentro, sabe que el tiempo tiene que llenarlo con su vida, que hay que aceptar “lo que le es dado”, viviéndolo. Su verdad ha de desentrañarla allí, en lo que son sus designios. Ya no es el pasado, que es tiempo vivido, sino que es el tiempo de ahora, el que vive y le falta por vivir:

Vive tu vida, y basta. No cuentes tus memorias.

Prado que habrás pisado florece ahora, y nada

señala que hayas sido en él huésped encendido.

El hombre tiene un sitio mejor para su cuerpo.

Entonces el hombre desnudo ya, desgarrado, lucha contra el tiempo, lucha con su vida y hasta con su muerte, es “una ardiente batalla”; “encarcelado por furiosas espadas”, necesita defenderse, atrapar “esa seguridad del sueño, ese fresco apoyo del sueño, esa luz como un camino”. A ello lo impulsa el fuego de la vida, esa hoguera que, ardiendo, deja sus cenizas y sus brasas encendidas; lo impulsa su propia angustia ante las potencias vencidas. El conoce que:

Hay tantos presagios, tanta eternidad vencida,

tanto varón desnudo clamando misericordia en su desierto,

que se fatigan las piedras con el llanto,

que las espadas se rompen con inútiles sonidos

frente a los muros de las ciudades tristes,

y el hombre ha de empezar a cuidar sus heridas

con amor o con odio o con rabia silenciosa.

Es ya el hombre glorioso, afirmándose entre la muerte, mortal-inmortal, sucumbiendo, renaciendo, aullando su eternidad como un amor sangrante, cumpliéndose en el tiempo, ya “desterrado del verbo que es origen sin prisa, saludada alegría donde afirma su planta la vida fugitiva”. En fin, el hombre agónico, unamuniano.

Esta es la resultante más creadora del libro de Medina. Es la afirmación más entrañable del hombre, del hombre parado ante todas las tormentas.


*Publicado en el Papel Literario, diario El Nacional, 9 de julio de 1953.


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