José Ovejero | Isabel Wagemann

Por CARLOS SANDOVAL

Ovejero nació en Madrid en 1958 y escribe, por igual, narrativa, poesía, ensayo, teatro y libros de viajes. Ha recibido, entre otros, el Premio Ciudad de Irún por el libro de poesía Biografía del explorador (San Sebastián-España, Kutxa Fundazioa, 1994); el Premio Primavera de Novela por Las vidas ajenas (Madrid, Espasa, 2005); el Premio Grandes Viajeros por China para hipocondríacos (Barcelona-España, Ediciones B, 1998); el Premio Anagrama de Ensayo por Ética de la crueldad (Barcelona-España, Anagrama, 2012) y el Premio Alfaguara de Novela por La invención del amor (Barcelona-España, Alfaguara, 2013). Se alzó, asimismo, con el Premio de Poesía Juan Gil-Albert en 2017 por Mujer lenta (Valencia-España, Pre-Textos, 2018), y con el Premio Setenil de Molina por el volumen de cuentos Mundo extraño (Madrid, Páginas de Espuma, 2018). Junto con Edurne Portela realizó el documental Vida y ficción, en 2017. Hasta la fecha ha publicado veintisiete libros. Su más reciente novela se titula Humo (Barcelona-España, Galaxia Gutenberg, 2021).

—En su última novela, Humo, leemos un fragmento de vida de tres personajes y una gata. El entorno en el cual se desarrolla la historia —un bosque aislado y a ratos misterioso— y las tensiones generadas entre los protagonistas podría darnos la idea de que estamos ante una suerte de distopía. ¿Fue esa su intención: mostrar un mundo acabado, la postal de una civilización que ha perdido parte de sus asideros espirituales más básicos?

—En realidad, yo no tenía la pretensión de escribir una distopía, y creo que me alejo del género porque este suele presentar una sociedad alternativa, con rasgos propios, que sirve de superficie de proyección de los males de nuestras sociedades presentes. Eso no sucede en Humo, porque no se representa en la novela sociedad alguna. En todo caso estaría más cerca de narraciones post-apocalípticas centradas en la supervivencia de un puñado de personajes tras algún tipo de catástrofe global. Pero habrá notado que evito cualquier referencia temporal y espacial y que incluso las amenazas que se ciernen sobre la cabaña —esos penachos de humo a lo lejos, por ejemplo— se mantienen siempre difusas, indefinidas. Así que no tenía tanto la intención de crear una parábola sobre un mundo acabado sino de enfrentar a unos pocos personajes, en particular a una mujer, con una situación en la que tienen que decidir sus propias normas, leyes y moral, una situación de tal despojo que necesitan decidir por ellos mismos, sin ayuda de instituciones ni códigos morales establecidos por otros.

—Pese a la terrible soledad y al desasosiego que genera la historia hay detalles en Humo que podrían adelantar, sin embargo, una posible hipótesis de lectura respecto de que aún es posible la esperanza: la cabaña —hechura de humanos—, la relación de la mujer y el niño y, sin duda, el vínculo con la naturaleza. Al final, ¿eso que se cuenta en la pieza es lo que nos depara el futuro según la andadura que lleva hoy Occidente?

—Sí, en contra de lo que podría parecer en una lectura apresurada, Humo no es una novela pesimista. Incluso en las condiciones de extrema dureza en la que viven los personajes, hay momentos de belleza y de ternura, y además, frente a la casi omnipotencia de la naturaleza en situaciones así, la mujer protagonista y narradora experimenta el placer de comprobar sus propias fuerzas, su capacidad de aprendizaje, su energía; que la naturaleza y las condiciones que la rodean sean más fuertes que ella no la lleva a abandonar, y tampoco a deprimirse. Más que por Occidente, creo haberme interesado más en Humo por el ser humano, por algunos de sus rasgos y posibilidades. Como señaló un crítico, si mi novela anterior, Insurrección, era sociológica, Humo es una novela antropológica.

—Usted se mueve con eficacia y soltura en varios géneros literarios y ha incursionado también en el cine al realizar el documental, en conjunto con Edurne Portela, Vida y ficción. En todas estas incursiones se observa cierta proclividad por explorar el campo del realismo literario. Pese a que las clasificaciones resultan a veces odiosas, ¿podríamos señalar que, en general,  la suya es una obra que indaga con énfasis en la realidad más que en otras manifestaciones estéticas de la escritura?

—Suelo decir, y no como provocación ni como broma, que si soy escritor no es porque me interese la literatura, sino porque me interesa la realidad. Lo que sucede es que para acceder a la realidad a veces necesitamos un rodeo, un acercamiento a través de la fuerza de la imaginación. Si uso estilos y géneros distintos es porque se trata de herramientas que permiten examinar y expresar lo real desde distintas perspectivas. El estilo no es algo adicional, un adorno o un juego, es sobre todo consecuencia de la forma en la que miramos el mundo y condiciona aquello que vamos a encontrar en nuestra búsqueda.

—Las relaciones humanas, pero el mundo de las parejas, en particular, sobresale como objeto de interés en el cuerpo de su obra creativa. ¿Cree que hoy el vínculo de pareja se halla comprometido en relación con, digamos, el modo como se relacionaban nuestros padres o abuelos? Un tema que acaso subyace en La invención del amor, su novela ganadora del Premio Alfaguara de 2013.

—No soy nada nostálgico hacia mundos anteriores, que tendemos a idealizar. Cada época tiene sus propias patologías, sus grietas, sus carencias. Las parejas de hoy tienen mucha más libertad de la que tuvieron nuestros padres y abuelos, y por tanto posibilidades que no tuvieron ellos. Pero de la misma forma que las relaciones amorosas de entonces estaban condicionadas por las condiciones económicas —en este tipo de asuntos soy bastante determinista—, lo mismo les sucede a las de hoy. Por un lado está la precariedad, que afecta por ejemplo a las posibilidades de independizarse de los padres, de tener hijos, de divorciarse; y por otro está este mundo competitivo y liberal en el que vivimos que nos obliga a estar continuamente disponibles, a ser flexibles, a aceptar la movilidad, y por ello hace más difícil o menos deseable tener relaciones estables y aceptar vínculos que limiten nuestro valor en el mercado laboral. Las relaciones a través de aplicaciones como Tinder o en las redes sociales no son causa sino efecto de desequilibrios que poco tienen que ver con fracturas emocionales y mucho con fracturas económicas.

—Si partimos de la base de que la literatura es una forma de conocimiento sui géneris en ella podemos encontrar algunas interpretaciones o quizá formas de comprensión sobre el modo como nos comportamos y sobre las potenciales maneras para remediar ciertos tropiezos del mundo. ¿Esta perspectiva es lo que subyace en su ensayo La ética de la crueldad (Premio Anagrama 2012)?

—En efecto, creo que la literatura es una forma de conocimiento. Lo son la poesía y la ficción, para mí sin duda alguna. Lo que sucede es que se trata de un conocimiento que no se puede expresar de manera discursiva. Es muy difícil explicar lo que hemos aprendido de una novela, porque la mezcla de ideas, emoción e imaginación que contiene no se resumen en un mensaje pedagógico. Precisamente la literatura sirve para expresar lo que no sabemos expresar, y creo que todos sabemos que expresar algo a veces es la única manera de entenderlo. Incluso cuando escribo artículos de opinión a menudo tengo la impresión de que solo sé lo que opino después de acabar de escribir.

Y en La ética de la crueldad una de las ideas es que hay autores que incomodan a los lectores porque nos obligan a mirar lo que no queremos mirar —Elfriede Jelinek, Juan Carlos Onetti—, en nuestras sociedades, en nuestras relaciones familiares, pero que solo comprendiendo eso que podemos llamar nuestras zonas oscuras podemos acercarnos a una transformación.

—¿La literatura puede salvarnos?

—La literatura no tiene una misión redentora, como no la tienen la pintura ni la música. Pero sí creo que es un espacio protegido para nuestras emociones, para acercarnos a aquello que nos duele e inquieta, también un espacio de reconocimiento y empatía, ese lugar en el que estamos solos pero nos hace sentir menos solitarios. A mí, desde luego, me ha servido a la vez de refugio y de impulso, ha estimulado mi inteligencia y mi imaginación. Y me ha hecho sentir más vivo. Quizá la literatura no me salve de nada, pero yo me conformo con lo que me da.


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