"Austen no escribió para complacencias sociales, sus mujeres son irreverentes y fuera de los preceptos convencionales"

Por GERAUDÍ GONZÁLEZ OLIVARES

Escribir sobre Jane Austen es una tarea que podría ser considerada como un acto feminista, si en quien recae la tarea es también una mujer. Me atrevo a escribir sobre esta autora británica desde la instancia de lo literario sin dejar de lado mi condición femenina, cuya importancia me ha servido para comprender buena parte de su obra, y que se enmarca por lo general en su realidad cercana, propia de los años en los que vivió. Esto resulta ser un principio vital en su obra.

Jane Austen nace en la segunda mitad del siglo XVIII: en 1775, para ser más específicos. Le toca vivir una parte del período de la llamada Regencia, en una época donde las ideas sobre la moda, la política y la cultura eran frecuentemente debatidas. Su familia perteneció a la burguesía agraria; en este entorno creció y nunca salió de él. Estas condiciones en las que vivió explican parte de lo que dicen, hacen y viven sus personajes; pero también lo que precisamente dejan de hacer en contra de los preceptos sociales de la época. Tomar decisiones dentro del establishment en una sociedad en la cual casarse, formar una familia “de bien” y llevar una vida ajustada a los cánones sociales, eran las tareas de cualquier mujer. No hacerlo así implicaba señalamientos. Los preceptos sociales y morales pesaban más que cualquier deseo “banal” que se saliera de ese cajón llamado “mundo doméstico”.

Para Austen, el talento que pudiera tener para ofrecer a un “posible candidato a marido” no fue lo más importante. No es el matrimonio lo que le interesa a esta mujer, sino el estudio, la lectura y el cultivo de sus talentos intelectuales, los cuales en una sociedad conservadora como la que le tocó vivir no eran más necesarios que el de conseguir un buen esposo y formar una familia. Y justamente fue en esos talentos –“por mandato impuesto”– que Bingley, el personaje de Orgullo y prejuicio (1813), su laureada novela, dice lo siguiente:

“Todas pintan, forran biombos y hacen bolsitas de malla. No habré conocido a una que no sepa hacer todo esto, y estoy seguro de que jamás me han hablado de una chica por primera vez sin referírseme lo talentosa que era. (…) Una mujer debe tener un amplio conocimiento de música, canto, dibujo, danza, y lenguas modernas para merecerse esa palabra (talentosa); y, aparte de todo esto, debe haber algo en su aire y en su manera de andar, en el tono de su voz, en su forma de relacionarse con la gente y en su expresión, de no ser así, no merecerá completamente la palabra”.

Elizabeth Bennett, personaje protagonista de esta novela, no es precisamente esta mujer “modelo y obediente” de la que habla Bingley en estas líneas. Por el contrario, es una joven de ideas libres, a quien le gusta leer, y es inteligente y culta, “cualidades” que la distancian de la horma tradicional establecida. No creo que las mujeres de las historias de Jane Austen solo sean personas delicadas y ricas que quieran conseguir marido. Más allá de esa visión superficial e ingenua, se esconde la mujer que se adelanta a su época y no se conforma con el grito impuesto: ¡Cásate! Las protagonistas de Austen también apoyan la visión compartida de lucha, esa que establece la mujer contemporánea para surgir –no para ser mejor que su género opuesto y “complementario”– sino para sumar al mundo acciones de crecimiento humano; el derecho a la libertad, especialmente el de escoger, siempre con la elegancia y la fina ironía de una dama inteligente.

La aparente candidez solo es un espejismo de la sagacidad y agudeza de las protagonistas. En Lady Susan, la novela corta y epistolar, y que media entre la joven autora y sus posteriores obras, vemos a su protagonista escribirle a la señora Johnson unas líneas que a simple vista parecieran ser un acto de amor maternal, cuando en realidad esconden otros sentimientos menos sutiles. Un personaje femenino que en muy poco se parece a los de sus otras publicaciones, pero que asoma la inteligencia y suspicacia de las féminas que las suceden:

“Mi querida Alicia: Eres muy amable al preocuparte por Frederica, y no sabes cuánto agradezco esa prueba de tu afecto (…). Mi hija es una muchacha verdaderamente necia, y no hay nada en ella de lo que pueda sentirme orgullosa. Por esa razón, no desearía que perdieras ni un minuto de tu precioso tiempo invitándola a Edward Street, especialmente porque cada una de esas visitas interrumpe (…) su educación”.

Austen no escribió para complacencias sociales, sus mujeres son irreverentes y fuera de los preceptos convencionales. Tal como ella misma lo fue. ¿Es acaso Lizzy (Elizabeth Bennett) un espejo de la propia Jane? Cabría preguntarse si esa habitación propia de Virginia Woolf no es acaso también ese espacio íntimo de Jane para confrontarse ella misma con los prejuicios que le tocaban de cerca y que solo con estas protagonistas de sus historias, especialmente Lizzy de Orgullo y prejuicio, podía mirar el mundo y enfrentarlo sin temores a presiones sociales. Quizá este sea el mayor logro de la autora británica. Su obra constituida no es solo un cúmulo de críticas elogiosas; sino también una puerta abierta a la mujer de cualquier tiempo: la victoriana y sus limitadas posibilidades; la de los avances y progresos del siglo XX; y finalmente la de este, nuestro siglo, que pese a todo lo que ha vivido y “crecido” como sociedad, aún mantiene en algunos contextos, la visión de una mujer ceñida al corsé de los cánones preestablecidos.

Jane Austen nunca se ajustó a estos moldes, pero sí al de ser una muestra ejemplar del canon literario de Occidente. Sin géneros sexistas ni condiciones sociales.

Geraudí González Olivares

(del libro Oficio de elipsis, El Taller Blanco Ediciones, Bogotá, 2019)


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