Uno de esos Chaneles de números bajos rozan la presencia de la dama de cincuenta años, quien, después de abrir un poco el cortinaje de su apartamento lujoso y recargado de objetos, toma los binoculares para observar a la pareja del parque.

Ya no se sonroja con su entretenimiento, porque esa pareja, que intercambia besos de minuto y medio, parece haber perdido la noción de las cosas exteriores y a veces, a través de los binoculares, ella ha visto cómo la muchacha se coloca la cartera sobre el pantalón para cubrirse el cierre abierto, si en esos instantes alguien se acerca. Una tarde vio que uno de los senos de la joven salió como un trompo a la luz del día.

Hoy no está allí la pareja y el parque parece solitario, a excepción de un hombre que rastrilla hojas y basura. La dama deja los binoculares en un sofá y se sienta decepcionada. Toma el diario y busca la página de sociales, pero regresa las hojas porque en la crónica rosa le parece ver una cara conocida. Un titular a tres columnas dice que han asesinado a una muchacha y aparece la foto de ella. El olor a tinta y papel del periódico se revuelve con el del Chanel. Se sobresalta cuando se oye hablando en voz alta:

―¡Es la mujer del parque!

La dama adinerada de los binoculares sabe quién es el asesino, y ese es el tema que desarrolla Isaac Chocrón en su novela 50 vacas gordas, que hace alusión a los 50 años de la vida petrolera en el país.

La palabra teatro

Resulta muy difícil separar la palabra teatro de su nombre, que suena como si un niño se lanzara a toda velocidad desde la altura de un tobogán destartalado:

―¡iiiiiiiisaaaaaaaacccchocrón!

Es un dramaturgo que de niño prefirió deslizarse por las vertientes de un juego: el teatro, que se fue convirtiendo en su manera de vivir.

―Ya llegué…, dice saludando, con la misma sonrisa de la infancia, el hombre rápido y como fugaz que pasa por la puerta de la Sala Juana Sujo. Isaac Chocrón llega con su caja de cigarrillos en una mano y la única huella que denota en su persona que pasó por un trabajo intenso: ojeras.

“Me inicié en el teatro viéndolo y haciéndolo. Más haciéndolo”, dice Chocrón, quien es economista y estuvo un tiempo ejerciendo esa profesión, hasta que en 1969 se le presentó la ocasión de dedicarse a lo suyo.

Escribe a mano, tiene un callo en la izquierda, porque es zurdo. “No soy zurdo liberado, tuve que aprender a escribir con la derecha”, explica, disfrutando el recuerdo, que sin duda se le viene a la mente, de una maestra regañándolo para que tomara el lápiz con la derecha.

“El teatro es una actividad constante. Hasta que no se ensaya, no es nada. Cuando la obra se estrena es del actor, no es de uno, y tú sientes la reacción del público. La novela es otra cosa: me gusta estar conmigo mismo y escribir mi novela”, cuenta.

“Una novela es como una soledad, como una botella tirada al mar con un mensaje. El lector es uno solo, yo no he visto un grupo leyendo en conjunto una novela. No se recibe de inmediato la reacción del público, no sabes si aplauden o pitan”, añade.

Chocrón tiene una alegría juvenil atrapada en los dientes, aunque sus ojos son irónicos. “Pero fundamentalmente soy dramaturgo”, aclara.

Le gusta que el actor se apodere del papel, que se robe el personaje, que se lo apropie.

“Lo importante no es el tema sino cómo se hace. Desde los griegos para acá el tema familiar es igual de interesante, que si el hijo que odia al padre, que si la mamá que provoca una sicosis por darle demasiado Cornflakes a su hijo, y así”.

“Mientras el hombre no haya cambiado los temas serán los mismos. Toda obra de teatro tiene que plantear preguntas y uno va al teatro a sacar sus propias respuestas”, indica.

―¿Cuál es la obra que le ha dejado más satisfecho en este sentido?

Chocrón mueve las manos en el vacío mientras habla: “En eso los creadores somos muy infieles: lo que más me gusta es lo que estoy trabajando. Siempre creo que voy a escribir algo mejor. Para mí el proceso es mejor que cualquier llegada… el mero proceso de escribir me satisface”.

Llegar a ser un buen escritor es uno de sus deseos más caros. Escribe todos los días del mundo con una disciplina tenaz.

“Fíjate: es qué yo no sé hacer nada más… Soy escritor por eliminatoria (varias personas que están cerca se ríen). Es cierto, no sé jugar dominó, me ahogaría haciendo pesca submarina, no juego tenis, no toco ningún instrumento, no sé montar a caballo y encima soy zurdo… ¿Habías visto algo más terrible?”

Proviene de una familia judía y nació en Caracas hace cincuenta años, pero tal parece que tiene un cesto para tirar años, porque aparenta otra edad; se nota mucho más joven.

Cree en un cierto tipo de dios, es religioso, pero no practicante y dice que a lo mejor reza a solas.

“Me siento predestinado, si no, no escribiría, el creador es un poco dios, dios es las conciencia que llevamos por dentro”, señala, encendiendo y apagando un yesquero desechable.

Pasan cerca Chalbaud, Cabrujas y Ugo Ulive, quienes son como hermanos suyos. Una generación altamente productiva.

Chocrón se mueve inquieto en su silla, cuando nota la presencia de sus colegas y amigos. Sonríe como un muchacho que desea expresar a sus compañeros “cuando salga de estos adultos, vamos a lanzarnos por el tobogán”.

Termina la entrevista y saca un libro suyo rebuscando en una gaveta gris. El libro se enreda en unas correas. Son unos binoculares o algo así.

―¡Chocroonn!

Suena la gaveta cuando la cierra.


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