No se puede regresar a un lugar de donde nunca se ha partido. Regresar solo es posible en la memoria, como tortura constante, como recordatorio de nunca haber realizado el viaje. Esta es la vida que nos tocó vivir, la que nos ha tocado. El infinito viajar. Recorrer con insistencia en nuestras mentes el camino inverso hacia el pasado, alojarnos en lo que fue e incluso, lo más doloroso, en lo que pudo haber sido.

Existen muchas definiciones sesudas y eruditas sobre la libertad; pero en mi experiencia, la libertad sencillamente es normalidad, el poder desarrollar nuestros planes de vida dentro de condiciones normales; y la intelectualidad demanda a gritos espacios de libertad. Y esto precisamente era lo que un grupo de profesores universitarios buscábamos, algunos sábados por la mañana, en Irama.

Mi historia personal con Irama empieza en el año 2008. Para ser específico, comienza el 3 de octubre de ese año, fecha en la que se presentaba en el Centro de Artes de Maracaibo Lía Bermúdez, dentro del marco de la VI Feria del Libro Unica, la novela Un vampiro en Maracaibo, escrita por quien sería, unos años más tarde, mi amigo, Norberto José Olivar. Siempre consideré que uno de los grandes logros creativos de esta obra, adaptada al cine en el año 2018, descansaba precisamente en su título el cual anuncia su tono y temática; su parte humorística, gótica, criolla, macabra y en fin, expositora de eternas luchas dicotómicas entre frío y calor, bien y mal, vida y muerte.

Después de devorar la novela, traté de ubicar al escritor –para mí desconocido en ese entonces– a través del difuso mundo del internet y, de ese modo, di con sus señas. Por vía electrónica fui entonces invitado a formar parte de lo que en la novela se denominaba “La Comunidad del Anillo” en una mesa en el restaurant/fuente de soda/café Irama, ubicado en el sector del mismo nombre de la ciudad de Maracaibo.

Un sábado cualquiera de octubre o quizás noviembre de 2008, llegué a Irama con mi copia del Vampiro debajo del brazo, intentando ubicar la mesa de “La Comunidad”. Luego de encontrarla y lograr que el autor firmara mi libro, estampando la rúbrica bajo el nombre de su alter ego literario “Ernesto Navarro”, tomamos café y hablamos un rato. No recuerdo con exactitud quiénes eran los otros contertulios sentados en la mesa; probablemente José Luis Monzant fuera uno de ellos.

El ambiente general del lugar era muy similar a como lo había imaginado al leer la novela del Vampiro. Todo parecía haber sobrevivido a un ataque nuclear ocurrido en algún punto de 1976, como las fotos de los lugares que se conservan inalterados en Chernóbil después del desastre, como esculturas en el tiempo. Incluso los mesoneros –y uno en especial, con su cabello teñido de negro y orgulloso de lucir una melena como la que luciera en sus buenos tiempos “El Puma” José Luis Rodríguez– parecían haberse conservado después del Armagedón. No obstante, todo esto le daba cierto carácter a la fuente de soda, en donde parecía imperar un ambiente nostálgico que se negaba a aceptar la nueva era virtual. No había wifi, los mesoneros vestían de traje formal, a menudo sonaba la música de crooners como Julio Iglesias y al pedir un cappuccino, fui violentamente informado que solo se servía café en tres modalidades: negro, marrón y con leche, haciéndome entender rápidamente que abjuraban de la nomenclatura esnob de la era Starbucks.

Recuerdo que hablamos de cine, un tema recurrente en la mesa y que se mantendría como el más prominente hasta los últimos días de las reuniones. Big Fish de Tim Burton era el objeto de discusión en el momento. Todos los presentes admiraban el gusto desmedido por la ficción del personaje principal. Sin embargo, yo, en un rasgo que me caracteriza, traté de polemizar resaltando algún aspecto para mí negativo de la película, centrándome, en este caso, en la pobre y fastidiosa actuación de Billy Crudup, quien interpretaba al hijo del embustero irredento, inquiriendo insistente e infructuosamente sobre la veracidad de los hechos extraordinarios narrados por su padre, interpretado por Albert Finney. Nadie estuvo realmente dispuesto a debatir conmigo ese punto, quizás porque estaban de acuerdo con mi apreciación o quizás porque me veían como el invitado de un día, con quien no valía la pena embarcarse en una larga discusión. Este hecho me bastó para darme cuenta de que la tertulia, en Irama, guardaba códigos secretos que eran reservados solo para los habituales.

Se suele decir que París es una ciudad de día y otra ciudad de noche. Salvando las distancias, Irama podría presumir de la misma virtud. Al ocultarse el sol, la fuente de soda sufría una metamorfosis, la clientela cambiaba y ahora se hacían presentes los comensales buscando una cerveza bien fría y ver el juego de béisbol que estuviera pautado para el día. El olor del horno y la pizza, y todos los bombillos amarillos se encendían subrayando la diferencia. En realidad ahora creo idealizar el lugar imaginando que Irama contrastaba a toda hora con la ciudad: en la mañana, cuando el sol inclemente se apoderaba de Maracaibo, entrar en Irama era como ingresar en una especie de cueva en la cual los cansados clientes podían refrescarse y encontrar sosiego; de noche era lo contrario, la ciudad se oscurecía completamente, en tiempos de la desidia revolucionaria aún más, y dentro de Irama, todas las luces eran encendidas en medio de la noche negra, inspirando en el visitante un sentimiento de seguridad, en el cual se podía encontrar resguardo de la tenebrosidad.

Por mucho tiempo, después de aquel día, no volví a Irama. Es posible que transcurrieran unos tres o cuatro años en los que, aunque seguía interesado por la obra de Norberto José Olivar y en las tertulias de Irama, distintas ocupaciones me mantuvieron alejado. Además, no había sido invitado a formar parte regular en las tertulias. No fue sino tras una noche de mediados del 2012, en la cual fui invitado por Norberto a Irama para conversar con el escritor caraqueño, Karl Krispin, que finalmente me incorporé como un regular en la mesa de la comunidad.

Esa noche hablamos de política nacional, de las redes sociales, de Mahler y Shostakovich, de El maestro y Margarita, de la literatura alemana y, desde luego, de cine. Es posible que esa noche, de alguna manera, demostrara yo ser digno de ser incluido en las charlas habituales y por tanto fui formalmente invitado a ser un regular en Irama. También es posible que mi memoria me traicione y que nada de lo que he relatado hasta ahora sucediera como lo he contado, la memoria histórica siempre ha sido un tema recurrente en una mesa conformada mayoritariamente por historiadores.

Lo cierto es que de ese modo quedaría más o menos constituido el grupo que luego sería conocido como Grupo Irama. En lo adelante, asistí constantemente a las reuniones en el café Irama; encontrándonos usualmente los sábados en la mañana. Poco tiempo después, el entonces rector de la Universidad Católica Cecilio Acosta y ex rector de la Universidad del Zulia, Ángel Lombardi, se uniría constantemente a las tertulias y lo mismo haría su hijo el historiador Ángel Rafael Lombardi Boscán, junto al profesor y ensayista Miguel Ángel Campos, para cerrar el círculo de miembros fijos, todos girando en torno al centro gravitacional que era Norberto José Olivar, el Vampiro de Maracaibo. Desde entonces, otros contertulios también pasaron a ser considerados como regulares en la mesa sabatina, entre ellos el profesor Víctor Carreño, autor de la impecable novela Cuaderno de Manhattan, Milton Quero, autor de la novela Corrector de estilo, el psicólogo Gilberto Urdaneta y Deivy Luzardo, quien tuvo la grata idea de proponer que el grupo se transformase, ocasionalmente, en el Círculo Borgiano para discutir a Borges algunos sábados particulares.

Los temas de discusión de la mesa, como era de esperar, guardaban relación con el área humanística, y aunque la mayoría de los asistentes eran profesores universitarios, rara vez estos temas se trataban desde un punto de vista académico; más bien existía un gusto casi patológico por la destrucción de lo dado, por desmitificar lo considerado sagrado por la ortodoxia. En tal sentido, una actitud destacable de quienes asistíamos a las tertulias era precisamente la de rechazar lo impuesto y, encontrándonos dentro de una ciudad tradicionalmente muy estrecha de mente, tendente a establecer patrones únicos de conducta y pensamiento en sus habitantes, manteníamos una postura de rebeldía. De más estaría decir que dicha postura se transformaba también en disidencia hacia la dictadura imperante en Venezuela, estando todos de acuerdo en nuestro rechazo al gobierno de Chávez y al de su “hijo” Nicolás Maduro, autodenominándonos “Los violinistas del Titanic”, hablando de cultura mientras la cubierta del barco ya se encontraba cerca del agua y preguntándonos constantemente: “¿En qué momento se jodió Venezuela?”, como lo hacía el personaje de una de las mejores novelas de Vargas Llosa.

Haciendo un extenso ejercicio de memoria pudiera enumerar algunos de los temas discutidos en innumerables horas y tazas de café, entre ellos: Borges, siempre presente, la inmortalidad, sus supuestos beneficios y el verdadero calvario que representaría, tema principal del famoso primer cuento de El Aleph y central en la novela Un vampiro en Maracaibo. Además se llegó a discutir sobre Stefan Zweig y Sándor Márai, destacando su condición de suicidas y su declaración de haber sido receptores de un acervo cultural que lograron transmitir a través de su única patria, es decir su lengua. Vargas Llosa, Octavio Paz, Juan Rulfo, García Márquez, Roberto Bolaño y otros escritores latinoamericanos fueron discutidos de manera recurrente en la mesa, así como sus pares de otras latitudes, prestando atención a narradores recientes como Javier Marías, Patrick Modiano, Peter Handke, José Saramago, John Banville, Orhan Pamuk, Paul Auster, Sebald, Murakami, entre muchos otros; y siempre pendientes de las novedades de editoriales que venerábamos como las españolas Anagrama, Tusquets, Alfaguara y Acantilado o las nacionales como la extinta Lugar Común. Sin embargo, el escritor favorito sobre quien sostuve largas horas de conversaciones con el Vampiro era nuestro queridísimo Enrique Vila-Matas, quien fue convertido en un personaje de una de sus novelas llamada El Príncipe Negro.

Un dato curioso es que siempre fui el miembro más joven del grupo. El más cercano en edad me llevaba al menos diez años y destaco este aspecto porque estando presente en discusiones históricas sobre la Maracaibo que había dejado de ser, me gustaba considerarme como una especie de vínculo o pieza que pudiera dar testimonio a los de mi generación y a generaciones venideras sobre lo aprendido. Quizás por ese mismo hecho, me he preocupado examinar detalladamente los acontecimientos del siglo XX, época a la cual el rector Lombardi dedica uno de sus mejores libros, el cual lleva por título Memoria del siglo XX.

Discutiendo ese siglo tormentoso, un día se me ocurrió discutir la idea de establecer en 10 películas no documentales, los eventos más relevantes del siglo pasado. Esta serie de discusiones fueron de las más interesantes dentro del grupo, teniendo que empezar primero por definir cuáles eran los acontecimientos definitorios del siglo XX y cuáles películas caracterizaban de mejor manera dichos eventos históricos. No logro recordar con exactitud la lista definitiva pero algunos de los títulos fueron los siguientes: Tiempos modernos de Charles Chaplin, Senderos de gloria de Kubrick, Los juicios de Núremberg de Stanley Kramer, Doctor Zhivago de David Lean y la película argentina La historia oficial. Sin embargo, de todas las propuestas, la más audaz fue la del rector Ángel Lombardi, quien quizás por haber meditado de manera profusa sobre el siglo, propuso El séptimo sello de Ingmar Bergman. Al principio, todos nos miramos un poco perplejos ante la mención de una película ambientada en la Edad Media, pero tras escuchar sus argumentos, quedamos muy convencidos. Ese día escuchamos su explicación sobre la imposibilidad de un artista de extraerse de su tiempo histórico. En tal sentido, explicaba el rector, que Bergman aun cuando dibujó su historia en una época pasada, seguía manteniendo las inquietudes que marcaron el siglo XX: la ausencia de Dios (anunciada por Nietzsche unos pocos años antes del cambio de siglo), el debate entre el bien y el mal absoluto, la imposición a la fuerza de una ideología y en definitiva la exposición de la filosofía existencial tan característica de los autores icónicos del siglo como Camus, Sartre y Miguel de Unamuno. De modo que esta fue la película que arrancó el ciclo de proyecciones que realizamos para estudiantes de la Unica, en el cual se discutieron estos temas entre los alumnos que miraban perplejos una película de mediados del siglo pasado, en blanco y negro y sin efectos especiales deslumbrantes. Lo que descubrí en todo ese tiempo tan estimulante es que no se puede ejercer la intelectualidad sin amigos, sin contrastar, debatir ideas y sin café.

La última noche que estuve en Irama llovía, una sola mesa estaba ocupada por una pareja y llegamos Miguel Ángel, Norberto y yo, después de haber estado conversando en la casa del rector Lombardi sobre el exilio, sobre regresos y despedidas, del suicida Lossada y de un país que no estuvo maduro para apreciar el grado de modernidad que trajo el desarrollo de la industria del petróleo, todo esto mientras Maracaibo era golpeada por una lluvia nostálgica.

Todo esto lo cuento ahora al encontrarme exiliado, tratando de mantener con vida todos los detalles de lo conversado y lo aprendido en todos esos años de discusiones, arañando los recuerdos antes de que cedan espacio a nuevas memorias. Lo cuento también como quien escribe una carta de amor, para decir que mientras pueda conservar mi conciencia, mientras la pintura de las paredes de mi mente no se resquebraje como se resquebrajó mi país, me sentaré (en mi imaginación) todos los sábados en Irama, acompañado de una taza de café marrón, para escuchar a mis amigos hablando de las cosas que nos son más preciadas.


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