Yolanda Pantin | Vasco Szinetar

Por SAMUEL GONZÁLEZ – SEIJAS

Al reflexionar en torno a ciertos aspectos de la escritura de Yolanda Pantin, he creído ver que hay un punto en el que historia y poesía se tocan. Algo así como una confluencia de dos corrientes que en apariencia se nos dan siempre separadas discursivamente. Algo que pudiera parecer obvio, sobre todo por las manifestaciones propias de cada una en la cultura. Pero pienso que, en ocasiones, una dinámica que por lo general es dada a encontrarse en el ejercicio de la poesía, en la exploración imaginaria y en la evocación memoriosa y afectiva, crea el plano necesario para que esas dos maneras discursivas entren en liza, haciendo converger entre sí sus hallazgos propios, creando a partir de allí un posible nuevo espacio de comprensión de la vida, si no resulta demasiado dramático llamarlo así.

Tal vez no estoy sino volviendo a lo ya expresado por José Lezama Lima en sus nunca olvidados trabajos «La imagen histórica» o en «Las eras imaginarias». Con o a partir de él ya tal vez no haya otro remedio que reconocer el fértil territorio que la imagen poética (sin ser incluso literatura todavía) supone como territorio, intensivo y extensivo, de una convergencia de fuerzas de enorme calado humano. Ella, la imagen, se autonomiza por mor de sí misma, en su aparición y despliegue, y en esa dinámica, todo cultural es susceptible de entrar en juego. Solo ella puede dar cuenta, en su hacerse tejido constante, de innumerables complejos que la actividad humana lanza al ruedo de los días, en ella y por ella confluyen o se hispostasían (ambos términos muy lezamianos) núcleos o enjambres de contenidos, provengan estos de la vida interior del sujeto o de la construida en el transcurrir histórico o social.

¿Cuál, a mi entender, es el punto de convergencia de esos dos discursos culturales referidos, como quiero sentirlos aquí, a la poesía de Yolanda Pantin? Una respuesta posible quizá la obtenga de la interminable lección que nos han dejado los clásicos y, de entre ellos, especialmente los trágicos griegos.

2. El punto de coincidencia entre historia y poesía o imaginación afectiva, veo yo que no podría ser otro que la casa, la vida doméstica, el enmarañado cruce de líneas que genera y va tensando la realidad intrafamiliar cuando ella crea, como aprendimos de los poetas trágicos, el misterio de su propia aparición y de su posible discurrir. El misterio de la filiación: una pared llena de sombras, un pozo que mana de sí lo que puede y quiere mostrar.

¿Existe una poesía que decide indagar en una tentativa de acercamiento, para no decir de un contacto e incluso de hundimiento, en esas oscurísimas aguas de nuestra propia manera de crecer y estar en el mundo? Si hay una poesía así (y me refiero al misterio de interioridad familiar) o mejor, si hay en el poeta una imantación declarada hacia esa extrañeza que parece habernos configurado desde el nacimiento, creo que esta de Yolanda es una de ellas.

Entonces, en el territorio nebuloso de la intimidad familiar entra en juego también, como si de un vector inesperado se tratara, la historia del «lugar», el afuera en principio no demasiado lejano; el afuera que los muros exteriores de la casa delimitan pero que no puede considerarse territorio descartado o descartable, o meramente espacio no-familiar, es decir, baldío, no importa si yermo o fértil. Ese otro territorio, que queda unido a la casa por contrapunto, por contigüidad o por inevitable aproximación, lleva consigo una historia, una incluso en sentido historiográfico, esa que queda o quedó registrada en los anales de la actividad desde que por allí pasaron hombres y se indentificó, oficialmente, un origen.

La historia de ese espacio extramuros de la intimidad familiar, que en el caso de la poesía de Yolanda Pantin ha quedado suficientemente acotada y delimitada en una región del mapa venezolano (Turmero, Paya, Aragua), la historia digo, entendida a secas, como dato historiográfico, termina siendo la otra punta del hilo que ineludiblemente se incorpora al entramado que la imaginación del poeta a echado a andar; que la misteriosa, inevitable, a veces insoportable necesidad de exploración a oscuras, libérrima y arbitraria del artista, obliga a seguir.

3. Los trágicos griegos echaron al caudal de la cultura, por el lado de la expresión poética y gracias a ella misma, la configuración de lo afectivo propio y colectivo; los conflictos de un misterio insondable como el de la vida interior, filial, parental, de tensiones endogámicas inevitables, de centrífugos desplazamientos que también pugnan, en ocasiones, por desatarse en estallidos de liberación, en gritos de desahogo. Me parece que fueron ellos los que nos enseñaron a tratar con esos «oscuros asuntos» del dolor o del querer, cuando los hay en cada caso. Pero además nos enseñaron a registrar que problemas de tan honda raíz humana, cuando son de dimensiones míticas, tocan con derecho propio en el campo de la otra historia, la colectiva, que nos viene en herencia en su fluir arbitrario y particular; alimentada esa historia, a su vez, por cada una de estas vertientes, en apariencia aisladas, separadas del resto, que suele ser toda familia para sí.

4. Por otra parte, lo mítico aquí no sería una poesía inclinada a retomar alguno de los relatos legados por la antigüedad grecolatina o de otra fuente (aunque esto sería también posible, tal como lo ha hecho entre nosotros el poeta Alejandro Oliveros con su Magna Grecia, por ejemplo). Digo mito cuando lo poético asume desde abajo la situación dolorosa y sin salida de lo desconocido; cuando lo lírico asume la desde dentro la voz de un conflicto de la más honda sangre, en la que una conciencia como la del poeta apenas puede atisbar ciertos volúmenes o perfiles por una innata «capacidad palpatoria», que diría Lezama Lima, como la de ciertas criaturas que viven y se alimentan en la oscuridades abisales del océano.

Mitologiza la poesía su corriente de imágenes en un relato a la vez crudo y acabado, en el que nada se estabiliza del todo, en el que se siente, por bajo, en un adentro al que no accede el ojo, el moverse, el deslizarse, incluso la vibración sorda de contenidos que ha puesto en marcha desde sí misma.

Quizá sea esta circunstancia la que emplace al poema a mostrar su antigüedad permanentemente nueva, y le haga semejarse a y aun penetrar en el enorme acervo mítico de la humanidad. Esto puede tener que ver asimismo con el hecho de que la poesía es un movimiento «hacia atrás», una manera de volver a los orígenes remotos, una ligadura con la hora primera del asombro y el terror ante lo circundante que alguna vez existió. Esto es, en la escritura de Pantin, «Casa o lobo», por ejemplo, y toda la línea desarrollada a partir de esas imágenes iniciales apenas interrumpida por el breve (aunque no menos rico) período de su poesía urbana y confesional, programática y paródica, incluso satírica y mordaz de los años 80 del siglo pasado.

Ella, la poesía, memoria de las primeras ocasiones eternas, maso de las imágenes que luego harán genealogía hacia todos los puntos cardinales del espacio, del corazón y de la tierra, viaja al origen para finalmente actualizarse en el poeta, en el poema. Una actualidad signada por la ciega necesidad de lo indagatorio, gratuito y persistente, activados sobre la coordenada histórica a la que todo escritor o artista, como sujeto cualquiera, se ve indefectiblemente anclado: su tiempo, que puede ser pródigo o nefasto, como ya hemos comprobado de sobra en nuestro país.

5. No en vano, la obra completa que la propia Pantin reunió en un solo volumen se titule «País». En ese vocablo, en apariencia nada poético, se encuentra la nuez de una escritura que es también una cartografía de la imaginación íntima de un linaje. Un país que no es todavía nación sino terruño, pequeño lugar, aldea, pueblo de reducida vecinería, con más campo que urbe, de trabajo o agreste, abierto a la sensibilidad que lo registra, y por ello con sentido de origen, con asidero de fundación, en el que finalmente la escritura encuentra su real pertenencia, su «lote propio» para decirlo en vieja expresión mitológica. El país de Yolanda es político en un sentido raigal, ahí donde, paradójicamente, el esfuerzo de los héroes de la patria quisieron, sin lograrlo verdaderamente, levantar una nación. Porque de los discursos voluntariosos del heroísmo y de la política de intereses o de las imposiciones abiertas del caudillo vernáculo, tan manidas en nuestra historia, no puede, no ha podido, levantarse nada consistente, y eso hay siempre que apuntarlo, aun a sabiendas de lo escandaloso que pueda parecer a muchos. Un linaje, el dibujo a mano alzada que de continuo la familia hace a lo largo de su existencia, sientan quizá con más y mejor raíz el terreno para soportar lo que la «identidad nacional» puede colocar sobre ella. Nunca al revés, y dispensen la falta de matiz.


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