Rufino Blanco Fombona | Archivo

Por RUFINO BLANCO FOMBONA

San Cugat del Vallés, agosto de 1932. Para más clara comprensión de este Diario, parece menester intercalar una información. La haré muy breve. Una mañana, en el mes de setiembre de 1909, me hizo prender Juan Vicente Gómez. Me tuvo un año en La Rotunda, de Caracas, horripilante prisión. Al cabo del año se me sacó entre esbirros y se me condujo, siempre entre esbirros, a La Guayra, a bordo del buque español Antonio López, que debía llevarme al destierro. Me habían dado un billete de tercera clase hasta Puerto Rico. A bordo compré un billete de primera hasta Barcelona. No se me permitió la libertad en Caracas, durante algunos días, para poner orden en mis asuntos económicos. Tuve entonces que retrovender a toda carrera y por lo que quisieron dar —y lo agradecí y lo agradezco casi como un favor— mi hacienda de Las Escaleritas. Con esas pesetas pude partir e irme abriendo paso los primeros meses en Europa. De Barcelona pasé a Marsella, de Marsella a París. Después estuve en Bruselas y en Amsterdam. Por último, en Hamburgo, donde pasé algunas semanas en grata compañía de mi viejo compañero Fabio Fiallo. De allí regresé a París, a fines de 1910; y allí me instalé definitivamente. En el verano de 1914, la gran guerra me obligó salir de estampida para España, a tiempo, o poco antes, que el gobierno francés partía para Burdeos y allí se instalaba. En Madrid me he quedado viviendo y vivo muy a gusto; en Madrid, he fundado la Editorial América, en Madrid han nacido algunos de mis hijos y en Madrid acaso moriré.

El expoliador y asesino de Venezuela, el siniestro Juan Bisonte, cuya monstruosa tiranía dura aún, sin que una onza de plomo haya cortado el vuelo a sus fechorías, ha cambiado el curso de mi destino. No me quejo, tampoco me resigno. El estado de mi espíritu para la época en que se interrumpe este diario (1909-1910) lo hará ver el Prólogo a mi obra Cantos de la prisión y del destierro (París, 1911).

Mi vida no iba a ser lo que ha sido. En un país de libre expresión, de respeto al Derecho —en un país de libertad— hubiera podido ser útil a la sociedad en medio de la cual nací y a la que me atan fuertes y centenarias tradiciones de familia, de historia y de afecto hereditario.

Se dice fácilmente “he vivido, hasta ahora, más de veintidós años en el destierro”. Pero esto es cosa muy seria, sobre todo para quien ha consumido sus pocos haberes en la misma brega por la redención del país nativo y no gusta de arrastrarse ni mendigar. ¡He aprendido cuán dura es la escalera ajena! Esto equivale no solo a desviar el curso de la vida de uno, sino a imprimir a esta vida un sello de tragedia callada, minúscula y cotidiana. ¿Se irá a prolongar la tragedia en mis pobres hijos?

Aunque distante no he olvidado al tiranuelo, ni el asqueroso e iletrado patán me ha olvidado a mí. Ni un momento ha cesado mi modesta y honrada pluma de pincharle las posaderas. En medio de sus regocijos y sus orgías, en medio de sus esclavos, sus barraganas y sus millones, siempre hubo un cínife constante que amargara las dulzuras del monstruo. El monstruo también ha sido fiel a su odio. No me ha dejado de perseguir ni un solo día. En Venezuela no ha permitido que se vuelva a escribir mi nombre. Los libros de que soy autor no pueden entrar al país. Ni siquiera los que edito: los de Editorial América. Se ha llegado, al hacer el recuento oficial de las obras publicadas sobre Bolívar últimamente, a silenciar las editadas por mí. Y pasan tal vez de cien volúmenes. Pero eso es nada. Sus Legaciones, sus cónsules y sus espías —todo es uno y lo mismo— han montado una oficina de descrédito contra mí; y de esta oficina oficial de calumnias y dicterios parten secreta e ininterrumpidamente informes y relaciones anónimas hacia donde puedan hacerme más daño. De día y de noche se me ha espiado, supongo que por temor de que yo colabore en conjuras y revoluciones. Se ha comprado a los porteros de mi domicilio, a las criadas de mi casa, a los empleados de mi oficina. Hasta algunos de mis amigos han sido cohechados. El que ande conmigo tres semanas ya puede contar con un sueldo del gobierno de Venezuela. Se han sustraído por ese medio mis cartas, aun las más íntimas; se han robado mis manuscritos inéditos, incluso los de este Diario; me han arrebatado los mejores años, los que valían de veras algo, donde está lo más maduro y fuerte de mi pensamiento y lo más maduro y trágico de mi vida, lo que va desde 1914 hasta 1926, ambos inclusive. Once o doce cuadernos, cada dos de los cuales podían formar un volumen de 300 páginas. Once o doce cuadernos, once o doce años. Me han sustraído también una Vida de Bolívar, que jamás podré volver a escribir y de la cual soolo quedaron notas y capítulos desperdigados. Y no hablo de otros manuscritos, para no parecer cansón.

Tampoco cito todavía los nombres de los principales espías, para no proporcionarles un ascenso en su carrera. Ya llegará el día.

No puedo solo luchar contra un gobierno que dispone de infinitos recursos y que gasta en espionaje más que en Instrucción pública. He denunciado la persecución a la policía con éxito vario. En Francia un ministro hispano-americano, se quejó en mi nombre al Ministerio de Relaciones Exteriores y la persecución cesó en absoluto. En España la policía ha sido más indiferente y el gobierno más débil. Sin embargo —ha habido épocas— la época de Berenguer, por ejemplo, en que se me amparó con eficacia. Con la República he vuelto a estar a merced del Barbarócrata. España queda mediatizada por un gobierno o desgobierno extranjero. La vergüenza no es para mí.

También se dice fácil y rápidamente: estuve un año en La Rotunda, bajo la autocracia soez del soez y analfabeto patán Juan Vicente Gómez. Hay que saber lo que ello significa. En 1909 y 1910, las cárceles de Gómez no eran lo que han llegado a ser después: el paraíso de los torcionarios y una larga antesala de la muerte. Sin embargo, ya se torturaba. A mi calabozo llegaban de noche los lamentos de Gáfaro, Jara Colmenares y Nel Espina, torturados por el indio Marcial Padrón y asesinados luego en el Castillo de San Carlos, por Eustoquio Gómez, miembro de la familia vesánica, cuyo representante más conocido es Juan Bisonte.

De aquel año de prisión pasé varios meses incomunicado; y algunos de esos meses incomunicado y con un par de grillos en las piernas. No podía moverme, no podía dormir. Se había lanzado a los presos de delito común contra mí y porque los tuve a raya en lo posible y hasta descalabré a uno de ellos me siguieron un juicio y me pusieron los grillos. Querían que si recibía una bofetada en el carrillo izquierdo, pusiera el carrillo derecho. Me acusaron también ante el juez —su juez— de querer envenenar a otro preso. Me robaron dinero, ropas y prendas. Me despojaron del Diario que, a hurtadillas, escribía en la prisión; y de versos, cuentos y una novelita que allí produje, en las largas horas de forzada holganza. Me espiaban por medio de las ordenanzas. No me dejaron recibir visitas, ni correspondencia, ni medicinas. Me impidieron leer y, desde luego escribir, aunque escribir escribí siempre subrepticiamente, en papeles inverosímiles, con cachos de lápiz y a veces con un fragmento de grafito, atado a un mondadientes.

La declaración del Alcaide de La Rotunda, el indio pederasta Marcial Padrón y las mismas preguntas del juez —que lo llama “general”— harán ver mejor que nada, con qué gentes me ha tocado a mí luchar y entre qué monstruos y sotamonstruos estaba. A los presidiarios los movía contra mí el Alcaide: (Sparafusil Padrón); al Alcaide, el Gobernador: Pacheco Bragueta; al Gobernador, el barbarócrata y monstruo máximo de Venezuela, Juan Bisonte, Judas en el Capitolio, Judas Capitolino.

*Fragmento tomado del Diario de mi vida. Una selección. Rufino Blanco Fombona. Prólogo de Ángel Rama. Biblioteca de Autores Venezolanos. Monte Ávila Editores Latinoamericana. Venezuela, 2004.

2 de junio de 1930

Por RUFINO BLANCO FOMBONA

Estoy tan filosófica y sinceramente dispuesto a morir que la idea de la muerte, más o menos próxima, me parece naturalísima: es el pago de la deuda que nadie puede eludir; todos tenemos con qué pagarla. A los cincuenta y seis años no se puede decir que un hombre se haya malogrado. Si no ha dado más de sí, es porque no tenía más que dar. Ha vivido, le llega su hora de partir, no le queda sino despedirse de la existencia con la sonrisa en los labios, agradecido, cortés. He vivido largo tiempo; pero no he sabido aprovechar la vida; la he derrochado; no he hecho nada. Lo poco que hice no es sino un índice de lo que pude hacer. No lo digo por darme importancia, haciéndome pasar por superior a mí mismo; tampoco por espíritu de humildad. Lo digo porque me parece exacto. No he sido sino un aficionado de todo: arte, letras, mujeres, política. He vivido una vida de espera, una vida provisional, aguardando lo que no iba a llegar nunca. Ya está ahí la que siempre llega, la ineludible… Y ahora es cuando veo que el libro de mi vida queda en blanco; o borroso y gris, lleno de cosas superficiales que a nadie interesarán.


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