Reinaldo Arenas / Agustí Carbonell - El País

Por ANDREA RONDÓN

Han pasado más de 100 días desde que se declaró en Venezuela el estado de alarma y con ello la cuarentena. Desde hace una semana no he parado de llorar. No sabía exactamente qué era, al principio se lo atribuí al encierro, luego al demasiado pasado sin superar, al demasiado presente restringido en todo sentido y al demasiado futuro absolutamente incierto. Pero no, es un mecanismo —natural al menos para mí— para soportar esta forma de muerte a la que nos condenaron a los venezolanos hace 21 años.

Conversaba con un amigo sobre las pocas veces que hemos coincidido con personas queridas los últimos 5 años. Si hacemos el inventario, resultaría demasiado doloroso. Este amigo vive en un país de Europa. Me comentaba que la última vez que vino al país consiguió a sus seres queridos más viejos y arruinados.

Lo de viejos se entiende, pero para mí lo de arruinados es algo que va más allá de lo material, es emocional. No importa la ropa o los zapatos que uses, a los sitios de moda a los que vayas, etc, igual nada de eso oculta la ruina emocional. Esto me hizo acordar la película Entrevista con el vampiro. Estaban los vampiros de más de dos o tres siglos, unos vivían en cloacas y otros se codeaban con la aristocracia, eso era irrelevante, todos eran decadentes por igual y estaban muertos.

Le admití, con la mayor honestidad, que ya estamos muertos. Cuando ocurrió en cada caso, es otro tema. También le admití, creo que nunca había exteriorizado esto, que trabajar, investigar, dar clases, charlas, etc, son formas de ocultar el olor de un cuerpo (en realidad alma) descompuesto.

Esto nos llevó a recordar a Reinaldo Arenas, un escritor del que hemos hablado en otras oportunidades. Yo le decía a mi amigo que Arenas cuando escribió Antes que anochezca ya estaba muerto. ¿Él murió cuando dejó Cuba? ¿O fue mucho antes cuando Cuba dejó de ser el país que era?. No lo sé, lo que sí tengo seguro es que cuando escribía su autobiografía y sus demás obras ya en el exilio, él ya estaba muerto.

Mi amigo me decía que está releyendo ese libro de Arenas y en la introducción escribió que en el futuro el pueblo cubano se alzará para tumbar a Castro. Le dolía pensar que ya han transcurrido más de treinta años desde que él escribió eso y ahora es peor: no sólo son los cubanos sino los venezolanos. Mi amigo me comentaba que en el extranjero también se experimenta esta especie de muerte. No “provoca” más hablar de lo grande que fuimos; del fenómeno migratorio; de las contradicciones que sufrimos como inmigrantes. El tiempo transcurre y se echa raíces. El exilio es una especie de muerte para mi amigo.

Y es cierto, tiene razón. Pienso que la muerte del alma se oculta de muchas formas. Mis amigos y mi familia se tranquilizan porque me ven respirar y «funcionar». Pero en el fondo algo cambió, algo murió.

En mi caso esa muerte ocurrió el 26 de abril de 2014, día en que mi exesposo dejó la casa. Podría decirse que entonces fue el divorcio, pero no. Va más allá de eso. Hasta esa fecha claro que estaba consciente de que vivíamos en dictadura, pero de alguna forma (infantil e irresponsable) me mentí y sentí que podía seguir trabajando y viviendo como lo venía haciendo sin mayor problema. Lo cierto es que a partir de ese año la «protección» que me brindaba el matrimonio terminó y la dictadura en el país recrudeció. Desperté amargamente de un sueño que me tenía atrasada en las noticias, por así decirlo, de lo que pasaba en el país.

Quería ser abogado de empresas, encargarme de diseñar fusiones y adquisiciones, de evaluar los riesgos de una inversión, en cambio, me ha tocado disolver y liquidar compañías, asesorar para sobrevivir las asfixiantes regulaciones, denunciar los desmanes contra la empresa privada. Esto es sólo en el plano profesional, no hablemos del académico o personal.

Para mí el insilio es vivir en tu país pero no del modo que habías planeado. Que esta vida no es la que escogiste, que fue impuesta de muchas maneras. El insilio y el exilio es el mismo dolor por la vida que pudiste tener en tu país y no fue posible.

Mi amigo se sorprendió cuando le dije que esto me parecía que le pasó también a Ludwig von Mises (otro autor del que hablamos), al menos era mi percepción. Sus últimos años de vida fueron en Estados Unidos, ciertamente relanzó la Escuela Austriaca de Economía y grandes obras como La acción humana las escribió en el exilio. Esto es lo que llamo el Mises «funcional». Pero siempre he pensado que esta reflexión que escribió al llegar a Estados Unidos fue lo que caracterizó toda su vida: «Quería convertirme en un reformador, y en cambio me he convertido sólo en el historiador de la decadencia» (Recuerdos, en: Autobiografía de un liberal, Unión Editorial, Madrid, 2001, p. 27).

Mises, Arenas, mi amigo y yo somos caras del exilio y del insilio resultado de regímenes totalitarios y que hemos encontrado nuestras formas de «funcionar» en esta vida, o muerte, para mí es lo mismo. Al menos ya le encuentro explicación al llanto sin control. Al menos mis formas no me las quitan.


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