TERESA DE LA PARRA, ARCHIVO

Por MIGUEL GOMES

Pese a la abundante bibliografía crítica en torno a la obra y a la vida de Teresa de la Parra, distan de ser satisfactorias las maneras como se han insertado Ifigenia. Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba (1924) y Memorias de Mamá Blanca (1929) en la tradición narrativa hispanoamericana. Me refiero, por una parte, a la profusión de encasillamientos arbitrarios y, por otra, a los escasos análisis de las sutilezas con que la novelista se situó en una temporalidad instituida mediante alusiones a otros escritores.

Con respecto a lo primero, tres problemas habituales se observan. Uno de ellos consiste en deducir que los textos pertenecen a una corriente por simple coincidencia de datación. Para atenernos a un solo caso —aunque muy relevante, por la calidad del artículo— Francine Masiello integra Ifigenia y Memorias en lo que llama «novelas (feministas) de vanguardia». Sin negar los aciertos del estudio comparado de mecanismos discursivos, el marbete no se fundamenta sino en que las autoras «se inician en el mundo literario durante la época de vanguardia» (p. 808). En el caso de la venezolana, la inspección de pasajes que han debido formar parte del corpus invalida una clasificación tan rotunda; para no ir muy lejos, leemos en la «Advertencia» a Memorias: «He llevado siempre a exposiciones cubistas y a antologías dadaístas un alma vestida de humildad y sedienta fe: lo mismo que en sesiones espiritistas, no he visto ni oído a mi alrededor sino la oscuridad y el silencio». Disponemos de otros testimonios. En una de sus cartas a Vicente Lecuna queda patente la ironía con que vio Parra las agresivas agrupaciones artísticas de aquellos años: «No he perdido el tiempo y he [ido a] una procesión y un cabildo congo […]. Nadie que pase por Cuba sospecha que existe esto. Si son “intelectuales” se van a los banquetes “minoristas” a beber pedantería y a escuchar falsos talentos» (p. 554). Los alegatos de vanguardismo en Parra tropiezan también con sus propios argumentos; en el trabajo de Masiello las contradicciones dejan de ser discretas cuando se concluye que la típica vanguardista, al contrario de sus colegas hombres, «carece de una voluntad lúdica; más bien busca una nueva lógica que explique la posición de la mujer» (p. 820). La sugerencia acaba debilitando la validez del aparato historiográfico: ¿no es el ludismo una de las características definitorias de las vanguardias?; ¿cómo ganar nuevos terrenos estéticos sin jugar con las posibilidades del oficio? (Poggioli, pp. 51-56).

A errores por sincronía se agregan los anacronismos. Con gran frecuencia los estudiosos se han dedicado a enfrentar la labor de Parra al mundonovismo de los años 1920 y 1930. Con todo, cuando se sostiene que «la importancia de Teresa de la Parra no reside solamente en el carácter diferente de su literatura juzgada dentro del marco superregionalista» (Moya-Raggio, p. 170) o que «Mamá Blanca es la creadora que se opone a la devoradora esfinge de Rómulo Gallegos» (Torrents, p. 72), la exégesis se apoya en intertextualidades imposibles de probar, pues Ifigenia es anterior a la trilogía canonizadora del telurismo —La vorágine, Don Segundo Sombra, Doña Bárbara— y Memorias aparece el mismo año que la novela de Gallegos, lo cual descarta los antagonismos programáticos: consta que Mamá Blanca se había empezado a configurar en 1926, fecha en que la «cacica del Arauca» aún no nacía.

A sincronías y anacronías se suman ucronías. El recurso de la crítica a una pretendida superación de la historia denota fáciles resoluciones de los conflictos que plantea el tiempo literario. Aseverar que la obra de Parra «es única[;] no inició un nuevo movimiento literario ni puede ser definida por su pertenencia a ninguno» (Acker, p. 76) o que «puede ubicarse en el decenio 1920-1930, si bien no calza dentro de las características del relato hispanoamericano de tal etapa» (Moya-Raggio, p. 162) no hacen sino revestir Ifigenia o Memorias de una ahistoricidad que impide apreciar cualidades derivadas de la respuesta a sus circunstancias estéticas. ¿Brotan las novelas exclusivamente del «alma» de quien las escribe, ajenas a sus lecturas o lo que sucede alrededor? Solo una visión romántica, mitificadora de la personalidad podría sostenerlo.

Para evitar las inconsecuencias hasta aquí señaladas, me parece útil identificar elementos concretos de la escritura parriana que permitan reconstruir su horizonte histórico. El breve espacio del que dispongo me obliga a concentrarme en Ifigenia.

Los estudios acerca de la formación literaria de la autora escasean. La acotación es indispensable pues subsiste la crítica fuentística que, aplicada a latinoamericanos, perpetúa hábitos neocoloniales. La práctica ha sido nefasta, por ejemplo, en lo concerniente al modernismo, a veces reducido a calcos de lo francés. No sugiero que los préstamos no hayan existido; lo que se olvida es la conciencia que tuvieron los modernistas de estar tomando de otros para transformar y dinamizar los intercambios culturales de centro y periferia a través de una dialéctica deseosa de síntesis: «Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América» (Martí); «mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París» (Darío). El modernismo llegó incluso a definirse como programa liberador: «Conquista de la independencia intelectual» (Lugones) o «inversa conquista en que las nuevas carabelas, partiendo de las antiguas colonias, aprobaron las costas de España» (Díaz Rodríguez). Si Darío, para solo nombrar un caso, padece todavía de lectores ávidos de localizar citas verlainianas en sus poemas —citas que han de leerse de una manera distinta, puesto que fueron recontextualizadas a propósito—, también escritores posteriores han sentido los efectos del eurocentrismo. Ya en 1926, Max Daireaux comentaba que Ifigenia «nos pinta […] la vida de una joven de Venezuela que hace pensar en Marcel Proust. Por la sutil precisión del análisis, por el ritmo mismo de la frase, por el encanto hechicero y misterioso del estilo, esta novela, a pesar de ser singularmente personal y original, está vinculada al arte de Swann» (p. 10). «A pesar de»: si se repara en los vínculos aducidos, se verán generalidades —precisión, ritmo, encanto— que podrían aproximar a Parra a numerosos narradores de la época.

Nada malo habría, por supuesto, en incluir la Recherche en la lista de estímulos con que contó Ifigenia. Hasta ahora, no obstante, se han ignorado textos más lógicamente relacionables. Pensemos en las dos primeras novelas de Manuel Díaz Rodríguez, celebradas por figuras internacionales del modernismo como Gómez Carrillo, Nervo, Valle Inclán, Darío o Rodó. De Díaz Rodríguez dijo Jesús Semprún, en los años treinta que «la generación a que pertenezco y las que la siguen le deben mucho» (Paz Castillo, vol.2, p. 48); ya antes, en 1921, Oscar Linares, pensando en las letras venezolanas, afirmaba que «fue con Ídolos rotos [1901] como tuvimos novela por vez primera, de modo formal y permanente. Y con Sangre patricia [1902] como la tuvimos del modo más depurado y exquisito» (Paz Castillo, vol.2, p. 41). Con tales precedentes, ¿cómo dudar que Parra estuviera familiarizada con su compatriota? La correspondencia de la novelista lo menciona en 1924: «En este momento se celebra en el Teatro Municipal la gran fiesta literaria, con recepción de Díaz Rodríguez en la Academia de la Historia. Hablan de él Laureano y Gil Fortoul. Me enviaron un palco para que asistiese, pero naturalmente he dicho que no por mi doble luto» (p. 534). «La gran fiesta literaria»: los lectores acostumbrados al estilo de la autora sentirán el tono irónico. Pronto retomaré la cuestión.

Por ahora, deberíamos resaltar que Parra se formó bajo el influjo del modernismo. “Frufrú”, su primer seudónimo, con el que publicó cuentos de tema exótico, había sido una de las máscaras más conocidas de Manuel Gutiérrez Nájera. Francis de Miomandre en el prólogo mismo a Ifigenia afirmó que el espíritu de la narradora «fraterniza, por encima de todos, con el de ese delicioso mejicano» (p. 5). Tal sistema de preferencias explicaría en parte el interés en un modernista venezolano de prestigio en el ámbito de la lengua española.

Más determinante es que Ifigenia ofrece paralelos argumentales con las novelas ya recordadas de Díaz Rodríguez. Tanto el personaje principal de Ídolos rotos, Alberto Soria, como el de Sangre patricia, Tulio Arcos, se describen como seres divididos entre su Caracas natal y un París que encarna el «ideal». Captan los peligros y la superficialidad parisinos, pero estos son preferidos al provincianismo caraqueño. Ídolos rotos comienza con una vuelta a la patria de aires perezbonaldianos debida a la grave enfermedad de don Pancho, padre de Alberto; aunque con nostalgias parisinas, el protagonista decide permanecer en su ciudad y llega a entusiasmarse ante la perspectiva de continuar su trabajo de escultor. A una serie de disgustos por maledicencia y lances eróticos escandalosos —se debate entre su convencional prometida y una sensual mujer casada—, se suma la demorada muerte de don Pancho y una revuelta militar que destruye, entre otras cosas, las estatuas del artista. La quimera de ser feliz en Caracas se disipa y Alberto, vencido, «escribe en su corazón» una frase «fatídica»: finis patriae. No menos fracasado es Tulio Arcos, que se exilia en Francia por cuestiones políticas y jamás, aunque lo intenta, logra regresar a Venezuela para poner en práctica los anhelos militares o estéticos que sí supieron realizar sus antepasados: se suicida arrojándose en el océano que ha interpuesto entre él y su destino.

La María Eugenia Alonso de Parra tiene un itinerario vital cercano sobre todo al de Soria: partida de París y regreso a Caracas debido a la muerte de su padre; fricción con el medio y derrota. La evolución anímica de ambos es comparable: comienza por la desconfianza, sigue con la ilusión y culmina en el desengaño. María Eugenia tiene un tío en Caracas que la protege y comprende paternalmente —su nombre, ni más ni menos, Pancho—, el cual agonizará en el transcurso de la novela, y su muerte precipita el final. María Eugenia oscila, asimismo, entre dos relaciones: una honorable y bien vista, con su prometido César Leal, y otra adúltera, con Gabriel Olmedo, hombre casado. No debe soslayarse que a la alusión angélica que hay en el nombre de Gabriel se junta la mística que hay en el de Teresa Farías, el amor ilícito de Soria —Díaz Rodríguez no era ajeno a las remisiones teresianas, como lo demuestra su libro Camino de perfección (1910)—. El fracaso último de María Eugenia, la aceptación de un matrimonio por motivos económicos, que la hará claudicar ante la moral conservadora de su país, la emparienta tanto con Soria como con Arcos, personajes trágicos, desgarrados entre dualidades.

Por si esos parecidos no bastaran para comprender la afinidad entre Parra y Díaz Rodríguez, mayor que la que pudiese haber con Proust, existen otros detalles dignos de consideración. Uno de los atributos de María Eugenia, desde el subtítulo de la novela, es el «fastidio» que le desata la claustrofobia caraqueña y la impulsa a escribir:

Sintiendo todavía en mi brazo la suave presión del brazo de Abuelita, vi nítidamente en toda su fealdad la garra abierta de este monstruo que se complace ahora en cerrarme con llave todas las puertas […]; este monstruo feísimo que se sienta de noche en mi cama […]; este que me ha obligado a coger la pluma […]; sí, este: ¡el Fastidio! (pp. 38-39).

¡Ah! ¡ventanas, floridas ventanas del tiempo de Abuelita! ¡Toscos altares del amor […]! ¡Cómo me parecía descubrir ahora, en su quietud, el mismo enigma ancestral de mi fastidio! (p. 62)

La familia es el instrumento con que la sociedad se impone a la protagonista. ¿Qué acontecía antes en Ídolos rotos?: también la familia intenta sojuzgar a Alberto. En esta ocasión, se reprime su vocación artística y se le recuerda que no abandone la profesión de ingeniero:

Mientras escuchaba con atención a su padre, sentía en sus adentros como un hervidero de tristeza, despecho y dolores, uno como hervidero de cosas feas […]. Alberto, sin embargo, se contuvo. Lo contuvo el pensamiento de la vida precaria del padre […], la indulgencia y la piedad aplacaron su hervidero interior (p. 39).

Si a María Eugenia se le exigirá la conducta de una joven decente, a Alberto se le exige cumplir el papel de hombre productivo. En ambos casos, vemos una fuerza exterior manifestada interiormente como «fealdad», una entidad que recibe la designación de «fastidio» en una historia y de «tristeza» en otra, pero que podemos equiparar; Soria, en efecto, no tarda en traducir su repulsión por el medio como «fastidio» (p. 41). Y el agobiado personaje de Díaz Rodríguez se refugia, como María Eugenia después, en el arte:

Alberto […] enumeró sus decepciones sufridas desde el día de su llegada, y encontró su alma llena de cosas muertas […]. Su imagen de la patria no era la misma que guardaba en el corazón […], cuando a través de la ventanilla del tren vio surgir la belleza del paisaje nativo […]. Para él [al principio] la patria era como dos grandes brazos ávidos de estrecharlo […]. Pero los brazos empezaban a ceñir su garganta como un dogal de hierro […]. Como nunca se dio entonces a trabajar con empeño en su tipo de belleza criolla [una nueva estatua]. Con su obra y para su obra vivió días llenos de ardor (p. 46).

El «fastidio» o la «tristeza» constituyen versiones del mal del siglo, el spleen o el ennui: en la narrativa venezolana del modernismo y el naturalismo surgen tras la vuelta a la patria y a la realidad capitalina. Parra, en ese sentido, es heredera de una tradición nacional ya establecida: la de la novela urbana, que había producido, a la par de los de Díaz Rodríguez, títulos memorables como Todo un pueblo (1899) de Miguel Eduardo Pardo y El hombre de hierro (1907) de Rufino Blanco Fombona, los cuales comparten la visión amarga y pesimista del espacio caraqueño. De modo similar a los narradores o personajes principales de esas historias, María Eugenia proyectará sobre el entorno un disgusto visceral:

Aquella ciudad chata… una especie de ciudad andaluza, de una Andalucía melancólica, sin mantón de Manila […], una Andalucía soñolienta que se había adormecido bajo el bochorno de los trópicos (p. 34).

Volví a sentir […] el calor maternal que era en mi vida la vida de Abuelita, cuyas manos piadosas iban a mutilarme […]. Y esto pensando, y mirando a lo lejos el panorama de la ciudad[,] tío Pancho y yo anduvimos un rato […]. Como entre las luces parpadeantes evocase la ciudad chata[,] volví a sentir el horror de mi vida prisionera y aburrida (pp. 71-72).

Quizá donde más converjan las actitudes de Alberto y María Eugenia sea en la expectativa ante Caracas y su desilusión inmediata, intensificada en ambos por el vislumbre de paraísos juveniles perdidos. Compárense los fragmentos a continuación, respectivamente, de Ídolos rotos e Ifigenia:

Su primera salida la hizo una mañana, pero no más caminó doscientos metros, cuando volvió atrás […]. Alberto [ahora] se representaba su breve paseo […]: la calle angosta, sucia, a un lado casi desierta y abrasada de sol […]; por la calzada, a trechos limpia, a trechos inmunda […], un carro lento, saltante y chillón. En el trayecto el recién llegado se complace en darse cuenta de que está pisando la calle que, de lejos, con la imaginación, había recorrido a menudo, y lo marea y lo turba cierto contraste repentino entre lo que ve y lo que él esperaba ver, porque la ausencia había en él borrado la memoria de las proporciones: en su recuerdo no eran las calles tan estrechas, ni tan bajos los edificios. Por último, otra calle aún más desaseada […]. Fuera de eso, nada recordaba, nada por lo menos bastante a justificar su desagrado, su tristeza, aquel dolor (Díaz Rodríguez, pp. 23-24).

¿[Esto es] el centro de Caracas?… y entonces… ¿qué se habían hecho las calles de mi infancia, tan anchas […], tan elegantes? […] ¡Qué intactas habían vivido siempre en mi recuerdo las fachadas por el enrejado de las ventanas salientes; se extendían a uno y otro lado de las calles […] muy largas! La ciudad parecía agobiada por la montaña, agobiada por los aleros, agobiada por los hilos del teléfono, que pasaban bajos, inmutables […]. Y como si los hilos no fuesen suficientes, los postes del teléfono abrían también sus brazos, y, fingiendo cruces en un calvario larguísimo, se extendían uno tras otro […]. Caracas, la del clima delicioso […] resultaba ser aquella ciudad chata (Parra, p. 34)

Convendría hacerse un par de preguntas para esclarecer la naturaleza de remisiones tan patentes: ¿se trata del homenaje a un compatriota considerado modelo? Si los vínculos entre la primera novela de Díaz Rodríguez y la primera de Parra no se disimulan, ¿por qué la ironía perceptible en la carta de esta que he citado? Las respuestas se obtienen atendiendo de nuevo al pasaje epistolar: en la Academia de la Historia, con ocasión de la recepción como miembro de Díaz Rodríguez, hablarán “Laureano y Gil Fortoul”, es decir, Laureano Vallenilla Lanz y José Gil Fortoul. Los tres intelectuales compartían una misma inclinación ideológica y una colaboración estrecha con Juan Vicente Gómez. Díaz Rodríguez ocupó cargos importantísimos durante esa era: embajador, ministro, gobernador. A tal decisión política se deben sus ausencias de la escena literaria luego de 1908, fecha de escritura de Camino de perfección, última de sus obras con resonancia internacional. Pronto, el dividido escenario venezolano vería surgir una reacción que afectaría a la recepción de su mayor modernista. Gallegos «jamás confesó», como enfatiza Orlando Araujo, la poderosa influencia que el autor de Ídolos rotos ejerció sobre él (Díaz Rodríguez XXIV-V); Blanco Fombona, por su parte, escribió un diario donde aborda sus luchas contra la dictadura titulado Camino de imperfección (1933). Aunque de manera velada, el campo intertextual que demarcaba Ifigenia era como el que propondría el escrito fomboniano: el de la alusión sarcástica. El motivo me parece evidente una vez apreciadas las similitudes de Ídolos rotos e Ifigenia: si en 1901 el esteta e idealista denunciaba la ruindad de una sociedad que asfixiaba el arte o la independencia individual, en 1924 la sociedad retrógrada que ahogaba a mujeres libres como María Eugenia era respaldada y representada por él. Puesto en otros términos: algunos de los enemigos de Soria se describían más o menos injuriosamente como «académicos»; veintitrés años después, sin titubeos, Díaz Rodríguez exhibía en el mundo real distinciones de ese orden. Una distancia ambivalente, así pues, se instala en la poética de Ifigenia: lo interpretable como homenaje no está en riña con la sátira. Esa presencia de inclinaciones estilístico-temáticas y la paradójica desconfianza ante ellas se ajusta al estadio final del modernismo, bautizado por Federico de Onís en 1934 como «posmodernismo». Este se ha descrito como la coyuntura en la que se encuentran quienes no se identifican con el criollismo y todavía no se arriesgan al proyecto radical de la vanguardia: «Modernistas, sí, pero que se atreven a ensayar un cierto modernismo refrenado» y practicar, por el tratamiento paródico de rutinas expresivas consagradas, un «modernismo al revés» (Jiménez, p. 19).

En lo que atañe a Parra, lo anterior supone una crítica simultánea al orbe social y al canon literario en la cual se insinúa cómo los antiguos detractores del poder se corrompieron al extremo de convertirse en aquello que denostaron: en los ominosos lustros de la dictadura, el que antes odiaba se confundió con la cosa odiada. No creo improcedente ver en el oblicuo antigomecismo de Ifigenia un factor tan crucial y riesgoso para la autora como su feminismo; la osadía, eso sí, no podía prescindir de hermetismo coyuntural: las relaciones personales de Parra con Gómez, su mecenas (Lovera, pp. 37-51), así lo exigían.


*El texto aquí ofrecido es un extracto adaptado de un estudio más extenso: Gomes, Miguel. «Ifigenia de Teresa de la Parra: dictadura, poéticas y parodias». Acta Literaria, Universidad de Concepción, n.29, 2004.


Obras citadas

Acker, Bertie. «Ifigenia: Teresa de la Parra’s Social Protest». Letras Femeninas, núm.1-2, 1988, pp. 73-9.

Daireaux, Max.  «Un balance de la literatura americo-latina». El Espectador. Bogotá, 15-7-1926.

Díaz Rodríguez, Manuel. Narrativa y ensayo. Orlando Araujo, pról. Ayacucho, 1982.

Jiménez, José Olivio. Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana. Hiperión, 1989.

Lovera De-Sola, R.J. «El esplendor del escribir teresiano». Teresa de la Parra. Influencia de la mujer en la formación del alma americana. Fundarte, 1991, pp.  5-52.

Masiello, Francine. «Texto, ley, transgresión: especulación sobre la novela (feminista) de vanguardia». Revista Iberoamericana, núm.132-3, 1985, pp. 807-22.

Moya-Raggio, Eliana. «El sacrificio de Ifigenia: Teresa de la Parra y su visión crítica de una sociedad criolla». La Torre, núm.5, 1988, pp. 161-71.

Parra, Teresa de la. Obra. Velia Bosch, ed. Ayacucho, 1982.

Paz Castillo, Fernando, ed. Manuel Díaz Rodríguez entre contemporáneos. 2 vols. Monte Ávila, 1973.

Poggioli, Renato. Teoria dell’arte d’avanguardia. Il Mulino, 1962.

Torrents, Nissa. «La escritura femenina de Teresa de la Parra». Université de Poitiers. Escritura y sexualidad en la literatura hispanoamericana. Fundamentos, 1990, pp. 61-77.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!