El 12 de octubre de 2004 grupos afectos al chavismo derribaron la estatua Colón en el Golfo Triste de Rafael de la Cova, ubicada en Plaza Venezuela / AP

Por HORACIO BIORD CASTILLO

La muerte infligida en circunstancias un tanto confusas, pero aparentemente con exceso de violencia a George Floyd, un ciudadano afronorteamericano, por un policía blanco en Mineápolis (EE UU) el día 25 de mayo de 2020 ha sido interpretada como un asesinato con móviles étnicos o racistas. Esta circunstancia ha desatado en muchos países, especialmente en los Estados Unidos, una diversidad de protestas antirracistas y condenatorias de toda forma de discriminación y supremacismo.

Las protestas continúan y, en estos días de pandemia y cuarentena por el covid-19, han empezado a generar un debate interesante, ojalá prometedor y finalmente fructífero, sobre esas rémoras de toda civilización que se resumen en fenómenos de exclusión, ampliamente entendida. Esos sentimientos tan dañinos como injustos están relacionados con el etnocentrismo y el desprecio fundamentado en razones fenotípicas, étnicas, culturales, religiosas o lingüísticas e incluso diastráticas. Parte de ese debate, por lo reciente del motivo que lo ha ocasionado, está aún en una fase gobernada más por la rabia y la pasión que por la razón que les subyace.

Las protestas hacen visible un fuerte rechazo al status quo, a lo establecido, a la historia oficial que sostienen situaciones estructurales de racismo, exclusión e injusticia. Lo intolerable de esas situaciones constituye, en definitiva, el motivo profundo de las protestas por la muerte del ciudadano Floyd, independientemente de sus antecedentes policiales y de los motivos que llevaron a la infausta detención y los desproporcionados métodos empleados que acabarían con su vida, verdadera ejecución extrajudicial. Sin pretender soslayar del tema central del racismo y la violencia policial no justificada, resulta interesante un aspecto relacionado con las manifestaciones de protesta.

En la edición digital de El Nacional de Caracas del miércoles 10 de junio de 2020 (URL:https://www.elnacional.com/mundo/ee-uu/manifestantes-derribaron-estatua-de-cristobal-colon-en-ee-uu/) se recoge la noticia de la destrucción de una estatua de Cristóbal Colón, el almirante europeo que condujo la expedición tenida como la primera registrada en llegar a América el 12 de octubre de 1492, suceso ocurrido en el Parque Byrd de Richmond (Virginia) durante la noche del martes 9 de junio. Los manifestantes derribaron la estatua, la envolvieron en una bandera de los EE UU, le prendieron fuego y la lanzaron a un lago. Resulta evidente que esas acciones buscan enfatizar un rechazo a las versiones de la historia oficial como lo sustenta un análisis del simbolismo de cada uno de esos actos: tumbar la estatua, envolverla con un símbolo federal de tanta trascendencia como la bandera, el poder destructor y a la vez renovador del fuego y el lanzamiento al lago, a lo profundo, a lo insondable, a lo irrecuperable, a la destrucción representada por el abismo.

Colón, por su parte, es tenido como emblema del inicio de la conquista de América y de todos los abusos y desaguisados que los conquistadores cometieron en las llamadas Indias occidentales, no solo con los indígenas americanos sino también con los africanos esclavizados. En el caso del imperio español, gran parte de los abusos contra los indios se hicieron en abierta contradicción con principios fundamentales de la doctrina de conquista y colonización impulsada por la España del siglo XVI y desobedeciendo leyes y normas establecidas como lo recoge aquella expresión de “se acata, pero no se cumple”.

La noticia citada sobre la destrucción de la estatua de Colón señala que “Parte de la acción civil se ha centrado en monumentos que glorifican el pasado imperialista de los países, considerados ofensivos por muchas personas en las actuales sociedades multiétnicas. Los manifestantes han derribado estatuas ligadas al imperio y al comercio de esclavos”.

El texto de la noticia prosigue con las siguientes palabras: “Con sus viajes por el Atlántico a finales del siglo XV, Colón abrió el camino para la colonización europea de América. El navegante genovés tocó por vez primera tierra americana en nombre de la Corona española el 12 de octubre de 1492, fecha celebrada como festivo federal en Estados Unidos”.

Hemos de recordar la polémica que se desató el torno al medio milenio de la proeza del primer viaje trasatlántico documentado. ¿Se descubrió un “Nuevo” pero muy antiguo Mundo? ¿Fue solo un encuentro de culturas? ¿No significó tal “encuentro” la muerte no contabilizada pero estimada en probablemente varios centenares de miles de personas y la destrucción de centenares de sociedades y culturas y de al menos tres civilizaciones (Mesoamérica, los Andes, las Tierras Bajas), así como la desaparición de muchos idiomas? La celebración del 12 de octubre, sea como “Descubrimiento de América”; “Día de la Raza” (pero ¿de cuál?) o “Día de la Hispanidad” ha sido cuestionada. En Venezuela, con el chavismo en el poder, se ha instituido como “Día de la Resistencia Indígena”, lo cual también genera suspicacias y preguntas no por celebrar la resistencia de pueblos que han debido y sabido resistir de manera portentosa sino por la fecha escogida para una dedicación tan digna y merecida como esa. En todo caso, se trata de una especie de contradiscurso.

Las estatuas y monumentos, así como las pinturas y otras manifestaciones de las artes, incluida la arquitectura, pueden interpretarse como un relato historiográfico que reafirma las versiones de la historia oficial. No resulta extraño que una reacción a dichas narrativas suponga la destrucción de objetos, en un muy amplio sentido, que desde un punto de vista pueden catalogarse como “obras de arte”, pero desde otros también como “celebraciones”, “conmemoraciones”, “alabanzas” de ciertos procesos y actores frente a otros: el triunfo de los vencedores y la derrota de los vencidos.

Una lectura de las obras de arte celebratorias como género historiográfico la podemos hacer con monumentos conmemorativos muy cercanos a la conciencia histórica y la historia oficial venezolanas. Uno de ellos es el monumento del Campo de Carabobo (en el estado homónimo, cerca de la ciudad de Valencia) que celebra el triunfo patriota en la batalla del 24 de junio de 1821 que consolidó la independencia de Venezuela. Otro es el Panteón Nacional, donde están enterrados los héroes de la patria. Ahora bien, en este caso, los criterios de catalogación de “héroes” y “heroínas” pudieran variar de acuerdo con las ideas, principios y orientación ideológica de distintos regímenes. Un ejemplo de ello sería la demora del homenaje a Guaicaipuro, aprobado por el Congreso de la República en 1992 pero que encontró fuerte resistencia en los gobiernos y no se hizo efectivo sino en diciembre de 2001 ya en el gobierno de Chávez. Más recientemente, en España, el caso del retiro de los restos del general Francisco Franco de la iglesia de la abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, tras más de cuatro décadas, ilustra no solo el uso de las artes como relato historiográfico sino el cambio en la valoración de los personajes históricos y el peso del Estado y los gobiernos para imponer sus criterios al respecto.

La destrucción de estatuas, monumentos o inscripciones conmemorativas no es algo nuevo. Ya ha quedado documentada en el Antiguo Egipto, en Mesoamérica, en los Andes centrales, en el imperio romano, en los movimientos iconoclastas y en el gran teocidio que fue la conquista de América con la terrible destrucción de templos, códices y objetos sagrados y así en muchas civilizaciones y culturas. Pocos años atrás, tras la caída del comunismo en la Europa del Este, se derribaron estatuas y monumentos conmemorativos. La rabia acumulada de la gente ante los abusos de los regímenes del llamado socialismo real fue incontenible. Cayeron, entre otras, estatuas de Lenin y de Stalin. Por vía contraria, el zar Nicolás II, su esposa, el zarévich y sus hermanas fueron proclamados mártires y santos por la Iglesia Ortodoxa Rusa. En Venezuela tenemos el caso de las estatuas de Guzmán Blanco que fueron destruidas e incluso, más recientemente, también alguna de Chávez. La popularidad de los mandatarios y la aceptación de sus abusos y delirios de grandeza son cambiantes, como las nubes del cielo. También el 12 de octubre de 2004 grupos afectos al chavismo derribaron la estatua titulada Colón en el Golfo Triste de Rafael de la Cova, de gran valor artístico e histórico y que formaba parte de un monumento ubicado en el Paseo Colón, cercano a Plaza Venezuela. En su estructura, ya sin la estatua de Colón, ahora se exhiben solo estatuas de indígenas.

En tanto que movimientos espontáneos y no manipulados por intereses externos como a veces sucede, derribar estatuas y destruir monumentos conmemorativos pueden interpretarse como formas aunque violentas de reescribir la historia, peticiones desesperadas de justicia, maneras extremas de exigir reivindicaciones, modos de alzar la voz por parte de grupos minoritarios, minorizados, oprimidos o subalternos. Ojalá podamos aprender la lección que no puede ser otra que construir sociedades más justas y solidarias, producir narrativas más plurales, generar inclusión e igualdad en vez de racismo, discriminación, supremacismo, nacionalismos violentos y excluyentes, xenofobia y etnocentrismo.


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