La jungla | Wilfredo Lam | Museum of Modern Art, New York, 2015. Digital Imag, Museum of Modern Art, New York/Scala, Florence © Adagp, París 2015

Por RUBÉN MONASTERIOS

No fueron  más que unas tibias existencias, casi amorfas, húmedas y palpitantes, con un par de ojos cada una de ellas, incapaces de ver de frente la luz del sol. La madre esperó  que estuvieran fuera de ella y sólo entonces permitió relajar los músculos de su vientre, Las pequeñas bestias caminaron a medias, o más bien reptaron como si en vez de felinos fueran serpientes, hasta quedar entre las patas del gran cuerpo tendido  largo y horizontal sobre su costado derecho, y respondiendo a su instinto buscaron las tetas: cuatro para tres pequeños gatos amarillos que eran, y mamaron  de ella, sin haber visto todavía la luz del sol.

El aroma de la carne recién nacida atrajo los zamuros y empezó el primer combate. La bestia estaba exhausta y pudieron llevarse uno de ellos, y fue pasto, la carne tierna, infantil, bajo la piel levemente peluda, de las inmundas aves; aquel día los carroñeros tuvieron banquete extraordinario de jaguar.

Quedaron dos.

Pasó el tiempo, sin que los animales lo percibieran. El aspecto de la etapa infantil poco a poco fue cambiando; el pelaje pálido, con su patrón moteado de manchas negras dio paso a las características pintas de los leopardos. Las encías se le fueron llenando de aristas óseas y las jetas perdieron el olor a leche maternas cuando empezaron a comer la carne aportada por la hembra madre; más rápidamente también se esfumó el olor a la placenta que los hace atractivos a otros depredadores. Se fueron configurando como ágiles nubes amarillas y acompañaron a la madre en sus andanzas alimenticias, imitando sus conductas, aprendiendo a cazar y practicando esa destreza con mamíferos pequeños. Era como un juego finalizado con una recompensa alimenticia. También retozaron peleando entre sí, ensayando los combates reales que alguna vez deberían enfrentar contra otros jaguares intrusos en el territorio que alguna vez debería delimitar. O contra fieras más viejas y debilitadas a las que quisieran arrebatarle el suyo.

En uno de esos recorridos desapareció uno de los todavía inmaduros jaguares. La madre lo buscó con insistencia; fue inútil. Finalmente desistió del empeño y se borró de su mente el acontecimiento. El jaguar está en la cúspide de la cadena alimenticia de su hábitat, pero sólo cuando es adulto; es muy probable que joven gato fuera víctima de otro animal competidor con él por ese estatus privilegiado, el águila.

La primera vez que sintió su poder, o mejor: que dio constancia del mismo, fue cuando intentando un juego golpeó con la garra el hocico  de su madre sin controlar suficientemente su fuerza. Fue una señal evolutiva; combinada con otra previamente percibida, un olor diferente en su hijo, como rancio; las señales  le dieron a entender que había llegado el momento.

No respondió al retozo; muy en sentido contrario, clavó en sus ojos la mirada y exhibió sus formidables colmillos, a la vez que emitía un gruñido sordo, profundo y amenazante, tal como si su largo cuerpo fuera un fagote fantástico, agazapada en el fondo del cubil, inmóvil, aunque sintiendo el cosquilleo en sus músculos que anticipa su disposición a entrar en acción. Se repetía el hecho infalible presente en el aparato psíquico de su especie desde que cobró forma el primer jaguar. La hembra, agazapada, se movió, avanzó hacia él, haciéndolo retroceder hacia la entrada de la cueva, y lo hizo salir, y bloqueó el agujero con su cuerpo. Hizo el  joven el amago de intentar entrar y la jaguar se irguió en sus cuatro patas y rugió de tal modo que erizó la piel de cuanto venado o conejo andaba por el entorno,  y a continuación se fue encogiendo en sí misma hasta quedar convertida en una especie de resorte vivo. El mensaje biológico era claro: aquí ya no es tu sitio, ¡vete!

Muchos kilómetros hacia el sur caminó el jaguar, evitando sendas y sitios cuyo olor le daba a entender que eran el territorio de otros de su especie; se escurrió entre lianas, helechos, rocas mohosas, breñas; dormía de día, trepado en una rama de un árbol en cuya fronda pudiera camuflarse; deambulaba  y cazaba de noche, furtivamente, podría decirse, por cuanto no estaba en su mente la intención de entrar en conflicto con otra fiera dueña del dominio; su instinto más bien lo impulsaba en la dirección de encontrar un espacio no contaminado con el olor de otro de su especie, el cual marcaría siguiendo el ritual natural de los animales de su familia.  Siendo corredor de distancia corta y nadador muy eficiente, y cazador oportunista, atrapaba sus presas en el suelo o de  un solo zarpazo pescaba algún pez; un mono  descuidado por aquí, una culebra más allá, una pereza… Todavía no se atrevía con las grandes presas como  los robustos pecaríes y tapires. Percibía la presa, la ubicaba; esperaba el momento oportuno acurrucado, al acecho, tal cual es la forma de caza de su especie; la vigilia culminaba con un salto inesperado y un mordisco en la nuca para romper las vértebras cervicales de la víctima.

Mucho espacio recorrió el jaguar sin encontrar el motivo de su búsqueda. Andando en su peregrinaje cierta vez la fortuna no lo favoreció y pasó un par de días sin oportunidad de alimentarse; aquella tarde, ya puesto el sol y abriéndose la noche salió de su modorra acicateado por el hambre.

Empezó a rondar; cortando en dos la zona selvática tupida apareció un sendero y en el suelo un olor inconfundible para su instinto, el de algo vivo comestible, de tránsito por ese sitio hace  poco.

Avanzo siguiendo la pista, aunque no por la estrecha senda abierta en la selva, sino por el borde, en el que hacía sentir la zona boscosa, confundiéndose con la maleza, difuso y sutil entre los matorrales y los bejucos, silencioso, como las partículas de polen avanzó el jaguar. Y el olor se hacía cada vez más intenso.

Al cruzar un recodo, lo percibió visualmente. El ser caminaba estúpidamente erecto por el sendero; en plena selva, donde los animales, desde el oso hasta la serpiente, se transforman en sombras de sus sombras; así andaba, esparciendo a los cuatro vientos su olor comestible; distinto olor, no del todo propio de la naturaleza. La fiera se preparó para el ataque; se recogió sobre sí misma y saltó. Pero el hombre sabía que el jaguar lo acechaba y por dónde  vendría el salto mortal para él, de modo que en el mismo instante hizo  un veloz movimiento de su cuerpo, lanzándose a la maleza, al bordo del camino, sujetando con desesperación un objeto consistente en un largo palo grueso y sólido, terminado por una pieza ovalada hecha de metal, larga, puntiaguda y  afilada ensartada en  la punta de la estaca. El hombre, cuya carne más delicada que la madera del naranjo no sirve ni para afilar las uñas de las patas de los grandes gatos; desprovisto de garras, de colmillos, de cuernos. El Constructor de Lanzas quedó frente a la fiera encarándose a su atacante y esgrimiendo una  pica. No tenía forma de saber el jaguar que, aun siendo más débil y carente de armas naturales, debía temer al hombre; y a decir verdad, este habría preferido encontrarse en otro planeta en lugar de vivir semejante lance.

El jaguar quedó desconcertado por la inesperada respuesta del ente; a duras penas, haciendo alarde de su flexibilidad, terminó la maniobra; cayó al otro lado; en un movimiento corporal inauditamente rápido dio la vuelta sobre sí mismo y encaró a su pretendida víctima; simultáneamente se encogió, tensó los músculos y saltó hacia su presa, esperando, según su instinto,  que ese animal comestible iniciara la carrera fatal; pero el hombre no huyó; apenas dio un paso hacia atrás, basó el extremo libre su arma en el suelo, sostuvo el palo con firmeza orientado en su extremo letal hacia el punto del cual provendría el ataque, y esperó. El  gran gato amarillo de pintas negras se ensartó en la lanza por el vientre, siguió de largo y cayó al otro lado como si se hubiera convertido de pronto en un saco lleno de vísceras y huesos; sobreponiéndose al dolor intentó levantarse, no obstante, sus músculos no respondieron al impulso mandado por sus neuronas; apenas pudo sentir un temblor y el estremecimiento de sus extremidades.

Y es que la punta metálica había penetrado el vientre, atravesó el cuerpo, quebró su columna vertebral y rompió órganos y arterias, saliendo por la piel manchada del lomo.

No obstante, en su salto el jaguar había tenido la oportunidad de dar su último zarpazo, y la garra rasgó el cuello del hombre, los músculos del cuello  y del brazo derecho, hasta el pecho.

Con la mente nublada, sin darse cuenta de su comportamiento el hombre pareció contemplar a la bestia agonizante, le dio la espalda, anduvo hacia el borde del sendero donde cesaba la acción humana y volvía a ser selva; se desgonzó entre la maleza y murió.


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