Italo Svevo | Archivo

Por LEONARDO RODRÍGUEZ

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Lo que más me intriga de La conciencia de Zeno son sus hiatos. Entre los incidentes y los excedentes, entre los propósitos y los remiendos, entre el desasosiego y el análisis, es como si la novela estuviese apuntalada por tales hiatos, esos vacíos intersticiales que sitúan al narrador en un lugar de interrogación. Un rompecabezas hecho de humo.

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Primera brecha sveviana: presentar, desde la perspectiva del malato que se recusa a dejar de serlo, la escena paródica de la indagación psicoanalítica. Antes de Alexander Portnoy, de Tony Soprano y de Tamara Kamenzsain, hubo Zeno Cosini. Al comienzo fue el vicio: desde la larga y ya présbita cincuententa, a instancias del Doctor S., Zeno escribe un análisis histórico de su propensión al cigarro y antes de escribir lee sobre psicoanálisis, lectura que deplora. “¿Ver la infancia?”. El mismo dottor recomienda no fatigar los acontecimientos remotos, la última noche puede ser igual de fértil para la terapia. Zeno descubre “algo que ya no recordaba”, un episodio infantil que es también una memoria de la adicción. A su vez, la alusión a una historicidad interrumpida, afantasmada: “Los primeros cigarrillos que fumé ya no están a la venta. Hacia 1870 teníamos en Austria esos que se vendían en cajetillas con el sello del águila imperial”. La escena primordial del vicio se relaciona tanto con la infancia como con una década histórica del imperio habsbúrgico. El imperio era Austria y la heráldica austríaca aparece hasta en los paquetes de cigarro. Una época, como su infancia, de la que lo único que queda es la adicción y el súbito recuerdo. La historia aparece a través de minucias recogidas por la memoria; la memoria se presenta como recolección de fragmentos sin concierto. Los síntomas aluden también a escenas, fantasmagorías históricas triestinas. La memoria de sus primeros cigarros es habsbúrgica. Dejar de fumar es su ardua meta psicoanalítica.

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Las memorias o confesiones que ha aceptado escribir constan de episodios que son como pasajes de iniciación. Zeno se autorretrata como ladrón de cigarros paternos, hermano envidioso, estudiante de vocación indecisa, seductor dudoso, empresario inepto, violinista infame, fumador compulsivo. Zeno no acusa: se acusa. Zeno es el cronista irónico de sus vicios, fiascos y manías; fumar es el gesto que resume su impropiedad. Los recuerdos, lo admite, no siempre encajan entre sí. La inadecuación es el rasgo más consistente del autorretrato de Zeno y la incipiente vejez no remedia sino que acentúa su vocacional falta de cualidades. Cada iniciación revela una insuficiencia, un obstáculo, un desacomodo; y cada impasse apunta en negativo a los ideales de la comunidad triestina del que es o quiere ser parte. Tales ordalías remiten —sostiene Giuseppe Antonio Camerino en su Italo Svevo e la crisi mitteleuropea— al drama de la asimilación judía en las ciudades de la monarquía austro-húngara, entre las cuales Trieste fue desde mediados del siglo XVIII la más igualitaria en materia de derechos cívicos y económicos para los judíos. Se trata para Camerino de una de las afinidades conceptuales de Svevo con otro intérprete del atolladero danubiano como Franz Kafka. Mientras en los personajes de Kafka se presencia el estupor ante la relojería pesadillesca de la segregación, el Zeno sveviano se integra en la rígida sociedad triestina a través de una simulación persistente y dolorosa. En ambos, la integración se da como imperativo categórico, casi un nuevo mandamiento donde cualquier inaptitud se presenta como síntoma. Al igual que en las novelas de Kafka, no hay referencias judías explícitas en la novela de Svevo. Por La conciencia de Zeno desfilan austríacos de habla alemana, eslovenos, croatas, serbios, italianos, un Speier triestino residente en Buenos Aires que incorpora vocablos hispanos al dialecto local; ningún judío visible, salvo los de las Escrituras, que Zeno lee en edición crítica. Tampoco lo declara el pseudónimo Italo Svevo, cuyo nombre era Aron Hector Schmitz o Ettore Schmitz. Entre el toponímico italiano y el germánico del pseudónimo hay una tachadura. Encima de la tachadura Zeno —y es otro gesto en común con los personajes kafkianos de El proceso y El castillo— ensaya un gesto de interrogación.

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Era —escribió Svevo en su Perfil autobiográfico sobre su padre Franz— ya un asimilado cuando de joven emprendió un comercio activo y rentable de cristalería en Trieste. En una carta llega a admitir para sí mismo que si no es ya judío al menos sigue siendo errante. No asombra que Joyce, su profesor de inglés en la Europequeña Trieste, donde deambulaba (el chisme es de Jan Morris) entre tabernas, cafés, iglesias y burdeles mientras escribía su saga dublinesa, se haya inspirado en la figura de Svevo para su no menos asimilado pero igual de errante Leopold Bloom.

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En su autobiografía psicoanalítica, Zeno testimonia casi de soslayo el fin de la Trieste habsbúrgica. Zeno, así, comienza como austríaco y termina como italiano. O lo que es lo mismo: ni finalmente austríaco ni de entrada italiano. La guerra es el término imprevisto de su autobiografía, se diría el inconsciente político de su análisis o corolario del mundo social que ha retratado al autorretratarse. La clase triestina a la que ha intentado integrarse lo ha llevado a pensar en la guerra como el epítome de una cultura fundada en el heroísmo: “En la mente de un joven de familia burguesa el concepto de vida humana va asociado al de la carrera y en la primera juventud la carrera es la de Napoleón I. Sin por ello soñar con llegar a ser emperador, porque se puede parecer uno a Napoleón permaneciendo mucho, pero que mucho, más abajo”. Se trata de un heroísmo que conjuga, en diversa medida, gloria profesional, respetabilidad matrimonial y fetichismo financiero (el dinero como metáfora del Bien, el dinero como metafísica). Zeno ha accedido estrambóticamente a la respetabilidad patriarcal, de ninguna manera a la gloria y muy dudosamente al prestigio económico. En Guido Speier, rival en el amor y aliado en los negocios, se advierte un retrato más completo del empresario como tardío y farsesco héroe napoleónico. En el relato de la aventura financiera de Guido, Zeno subraya una pulsión tanática. Una pulsión emparentada con la de los soldados que cantan en los trenes al comienzo de la guerra.

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En el habitante triestino de las novelas de Italo Svevo, Patrizia Lombardo percibe “todas las contradicciones de lo moderno” (Cities, Words, Images. From Poe to Scorsese). Pero, ¿en qué consisten las contradicciones del narrador de La conciencia de Zeno? Zeno interroga su pequeño destino de hombre sin cualidades pero con vicios; sus numerosos propósitos se desmontan en repetidos, mínimos epitafios. Una interrogación sobre los tropiezos de la conciencia (Zeno es el hombre del tropiezo): el narrador sveviano se declara insensato, simulador y advierte no poder decir la verdad en la lengua en que escribe. Pero cada tropiezo —cada insolvencia— es motivo de análisis. La ironía de Zeno transforma la pregunta sobre la conciencia en pregunta sobre la insensatez no solo del sujeto sino del medio social y de la historia en que participa. Dificultad cómica: Zeno es el narrador que tropieza incluso —sobre todo— con su sombra. Al insistir en la índole camaleónica de su habla y su gesto, Zeno analiza la moira del mimo. Para un triestino —es su paradoja— escribir en toscano es mentir en cada línea. Mentir quiere decir aquí: tartamudear en prosa; desvelar la insolvencia del lenguaje; declarar la bancarrota de las certezas. El habla triestina se asemeja más bien al depósito de madera de Guido Speier, que no le menciona al analista y que solo produce pérdidas, pródigo en “términos bárbaros tomados del dialecto, del croata, del alemán y a veces hasta del francés”. Pero Zeno escribe en toscano, lengua de la gran literatura nacional, lengua oficial del Estado italiano; los barbarismos extraterritoriales triestinos quedan en la sombra. Las contradicciones de lo moderno de Zeno se muestran de entrada en la intimidad de este conflicto lingüístico, en este juego de duplicidades idiomáticas. Tampoco escribe en alemán, lengua estatal de la monarquía ilustrada que se desmorona. Sea ante el analista o la página, el narrador sveviano es un narrador lingüisticamente escindido. Hay una guerra lingüística que atraviesa, paralela al advenimiento de la guerra europea, la novela de Svevo. El babelismo triestino (Camerino diría judío) de Zeno en ese otro drama bélico no parece respaldado por ningún Estado nacional, ningún ejército.

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En un artículo de 1857 sobre el comercio marítimo austríaco, Marx se preguntó por qué Trieste, y no Venecia (entonces bajo dominio austríaco), se convirtió en el principal puerto del Adriático. No sin agudo sentido novelesco, deslindó “Venecia era una ciudad de reminiscencias; Trieste compartió el privilegio de los Estados Unidos de no tener ningún pasado. Formada por una variopinta tripulación de mercaderes-aventureros italianos, alemanes, ingleses, franceses, griegos, armenios y judíos, no se dejó trabar por tradiciones como la Ciudad de las Lagunas”. El privilegio de no tener ningún pasado, la ausencia de tradiciones unívocas, el cosmopolitismo mercantil: rasgos presentes en la Trieste de La conciencia de Zeno. Pero, ¿no se podría decir mejor que Trieste es un lugar de reminiscencias tachadas? La novela psicoanalítica del narrador ocurre en esa zona franca portuaria donde no hay lugar para efusiones fúnebres. En las líneas de Marx emerge el conflicto más bien alegórico entre la ciudad como polis, la república del humanismo patricio, y la ciudad como metropolitano enclave comercial. Pero la Trieste de Zeno es progresivamente un enclave fantasma, un puerto comercial de síntomas luctuosos, también un lugar de fantasías nacionales en disputa. No hay nostalgia en Zeno: sí manías, perplejidad, U.S.

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Hay muchas burlas en La conciencia de Zeno sobre la práctica del espiritismo. En “La historia de mi matrimonio”, se escenifica en la casa de los Malfenti una sesión para convocar a los muertos dirigida por Guido Speier. “Concéntrense y piensen intensamente en el muerto que deseen invocar”, conmina éste a los participantes. A lo que Zeno acota: “Yo no siento ninguna aversión hacia los intentos de cualquier índole de explorar el mundo del más allá. Me fastidiaba incluso no haber sido yo quien introdujera en casa de Giovanni esa mesita, ya que tenía tanto éxito”. Cuando la mesa se mueve, a instancias del pie de Zeno, un espíritu se presenta con el nombre de Guido. Ada, que prefiere a Speier antes que a Zeno, le pregunta con complicidad: “¿Un antepasado suyo?”. A lo que Guido, sin vacilar, responde: “¡Puede ser!”. Zeno, que aún no cree en fantasmas, reflexiona: “Creía tener antepasados”. En la credulidad espiritista de Guido, compartida por Ada y el resto de la familia Malfenti, Zeno advierte un anacronismo: la creencia en el pasado, la superstición de las reminiscencias. Solo al final de la novela asoma la idea de que sus sesiones psicoanalíticas sean equivalentes en su convocación de los muertos al espiritismo. Por un momento, Zeno cree tener antepasados. Escribir para Zeno es concentrarse y pensar en los muertos que se desea invocar. Cuando el Doctor S. (casi un autómata doctrinario) apunta el drama edípico de su enfermedad, Zeno no deja de proferir una burla ambigua: “Era una enfermedad que me elevaba hasta la nobleza más alta. ¡Ilustre enfermedad, cuyos antepasados se remontaban a la época mitológica!”. Zeno llama a Sófocles el difunto Sófocles, posible precursor narrativo. La tragicidad freudiana (de entrada un poco farsesca) sobrevive en la comicidad novelesca. La farsa espiritista (con algo de drama luctuoso) también.

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La guerra llega a Trieste antes que la cura psicoanalítica de Zeno. Pero, tal vez como venganza analógica, el narrador sveviano piensa en la guerra como el epítome político de su terapia, la manifestación política de la cultura de la cura, una cultura cuyo valor supremo es la solución. En su anotación del 26 de marzo de 1916, la última del capítulo “Psicoanálisis”, escribe con virulencia (la guerra transforma la ironía dramática de Zeno en profético sarcasmo antifuturista): “Tal vez gracias a una catástrofe inaudita, producida por los instrumentos, volvamos a la salud”. Para finalizar con estas palabras apocalípticas: “Habrá una explosión enorme que nadie oirá y la tierra, tras recuperar la forma de nebulosa, errará en los cielos libre de parásitos y enfermedades”. Ya Zeno no escribe la crónica de sus reminiscencias sino de su sobrevivencia. Incluso le ha sacado provecho económico a la guerra. Pero Zeno no parece querer la cura para su enfermedad imaginaria. Las confesiones de Zeno, en cambio, componen una irónica interrogación de la hipocondría como drama de la vida elusiva.

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Nosotros, los enfermos: tal es quizá la principal declaración coral de La conciencia de Zeno. La enfermedad representa la comunidad imposible de Zeno. Nosotros, los enfermos. “La salud no se analiza a sí misma y ni siquiera se mira en el espejo. Solo nosotros, los enfermos, sabemos algo sobre nosotros mismos”. Se trata de una variación sveviana del lema trágico esquílico sobre el sufrimiento como vía soberana para el conocimiento: a la aventura psíquica se llega a través del reconocimiento de la enfermedad, esa marca de nacimiento tachada vuelta posibilidad enigmática (paradoja y fantasmagoría) en la escritura.

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Cuando uno se muere —reflexiona Zeno ante su padre moribundo— hay cosas muy diferentes para hacer que pensar en la muerte. Zeno, en cambio, asevera pensar “en el misterio de la muerte a cada momento”, aunque no tanto como para responder con autoridad su pregunta sobre si la muerte era la cesación de todo. Entonces le inventa una fábula consolatoria sobre la sobrevivencia del placer y el fin del dolor. A lo que su padre responde: “No es hora de filosofar, ¡especialmente contigo!”. La última palabra del padre es una palabra que no termina de encontrar.

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En la Carta al padre de Kafka, Camerino ve un manifiesto generacional judío contra el padre asimilado. En La conciencia de Zeno, la oposición filial al padre consiste en el desajuste ante la infalibilidad moralista paterna; el último gesto del padre, sin que Zeno atine a saber si es accidente o castigo, es un puñetazo en el rostro. En Giovanni Malfenti, Zeno ve por un momento un padre sustituto, tan apto para la vida como su difunto padre. Él mismo se integra a la familia a través del matrimonio con Augusta (antes se le declaró a Ada y Alberta, también hijas de Giovanni, en una parodia de la comedia nupcial como rito de integración comunitaria). En Zeno, el padre ocupa un lugar antagonístico o luctuoso. Para Kafka, el psicoanálisis fue también una expresión generacional judía, otro drama asimilacionista.

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No solo el equívoco drama de la asimilación judía, para Giuseppe A. Camerino otra correspondencia conceptual de Svevo con cierta literatura centroeuropea radica en la reverberación novelesca de la crítica schopenhaueriana de la acción, transformada en la proverbial lucha por la vida. Para Camerino, Schopenhauer ofrece a Svevo una perspectiva paradójica para cuestionar la idealización heroica burguesa, del culto al superhombre fáustico o prometeico. Paradójica, porque el cuestionamiento no se da a partir de la autoafirmación ni de la confrontación sino de la renuncia a la lucha, la renuncia al heroismo. La tentativa —escribe Camerino— de corregir aquella voluntad de engaño caracteriza la historia y la naturaleza más verdadera de la enfermedad zeniana. A través de su adicción al cigarro, de sus epitafios tabáquicos ritualizados, de la afirmación gozosa de sus incapacidades, de su inventario de pérdidas y remordimientos, Zeno compone el autorretrato del burgués como paria. Entre el pudor y la melancolía, no sin cierta culpabilidad persecutoria, Zeno hace de la enfermedad un concepto de resistencia del individuo tachado. Ineptitud y vejez (son decisivas las páginas de Camerino al respecto) insinúan el reconocimiento irónico en la renuncia. En las manías, incapacidades e improductividad de Zeno se expresa la gratuidad del narrador sveviano, una gratuidad para la que no hay —en palabras del venerado Schopenhauer— cura que valga.

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En La conciencia de Zeno la farsa convive con lo inquietante. Zeno narra para el Doctor S., figura ambigua (escucha y mistagogo) de integración social; no para una comunidad, ni siquiera familiar. Su historia no propone una restitución autorizada —una verdad— sino la parábola quijotesca del malestar. Zeno se agencia un pasado, se inventa una biografía. Porque, ¿de qué trataría una vida sin pasado, una vida sin nada representativo que contar, una vida sin relato? A la muerte de mi madre —dice Zeno de su padre—, para mejor olvidar, se había cambiado a un cuarto más pequeño y se había llevado consigo todos sus muebles. El cuarto de los padres ya era abarrotado; sin la esposa, se convierte para el padre en un lugar inhabitable; para ser habitable, el cuarto necesita ser un lugar del olvido. En vez de reminiscencias, tachaduras; en vez de luto, aceptación pasiva de la muerte. La muerte del propio padre aparece marcada por Zeno en un apunte lacónico en un libro de filosofía positiva que declara nunca haber entendido, a pesar de las esperanzas: “15.4.1890, a las 4 y 30. Mi padre murió. U.S.”. Gesto emblemático: escribir no a propósito del libro sino en su superficie, como en un palimpsesto. Tachadura y síntoma conviven en el drama triestino de Zeno. U.S. alude a la ultima sigarreta, pero también —aunque se apresure en negar esa posible impresión desavisada y por eso mismo— a otro país. Ese último cigarro de Zeno, al contrario del mobiliario del padre, insinúa a la vez un memento mori desublimado hasta el chiste y una fuga. Zeno dice que aquella anotación registra —acaso mimetizando el dictamen freudiano— el acontecimiento más importante de su vida. Acontecimiento catastrófico; vaciamiento de la subjetividad. El último cigarro representa el hilo paradójico, intermitente de la narración entera. Un contrapunto de Zeno: nada es sustituible, mucho menos el último cigarro.

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La pregunta sveviana trata sobre el hilo perdido o elusivo de la narración, sobre los hiatos de la primera persona, sobre la orfandad no solo personal sino histórica; una narración hecha ahora de últimos instantes repetidos. Para Zeno, cualquier acontecimiento adquiere una nada sublime significación fúnebre, un elusivo gesto final. La conciencia de Zeno se compone de estos gestos, anotaciones casuales, decisiones sin consecuencia. En medio de cada episodio, cada iniciación, se asiste al relato gestualde Zeno, al rompecabezas irónico de sus simulacros, epitafios y paradojas.

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La guerra vuelve anacrónico el relato psicoanalítico del cincuentón Zeno y lo convierte en una reminiscencia de sí mismo. La materia narrativa se vuelve un excedente histórico, una sobra. Instaura asimismo una segregación nacionalista incluso entre los trabajadores de los negocios de Zeno: a Olivi —administrador de su renta y ciudadano italiano— el gobierno austríaco le exige irse a Italia y los otros funcionarios son llamados al frente imperial. En Lucinico, distrito campestre de Gorizia, Zeno intenta persuadir a varias personas de que la guerra no tendría lugar, porque “en Roma habían derrumbado el ministerio que quería la guerra y llamaron a Giolitti”. Consolaciones sin filosofía: “En la horrible tempestad que estalló, probablemente perecieran todas las personas a las que tranquilicé”. Zeno asiste ahora a un evento catástrófico no apenas personal sino colectivo. Ahora su gesto no es fumar sino comprar;  no una experiencia luctuosa sino a una coraza de sobreviviencia, incluso de desesperación cínica. Hasta, se lee en su anotación del 26 de junio de 1915, “había vivido en plena calma en un edificio en el que la planta baja ardía y no había previsto que tarde o temprano todo el edificio terminaría por arder”. Se trata tal vez del verdadero epitafio triestino de Zeno, el edificio calcinado ahora por la destructividad bélica, verdadero corolario político del autoanálisis de Zeno. Como Kafka, el narrador Zeno no hace sino que padece (actúa, sintomatiza, interroga) la historia. ¿A quién contársela?

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Refiere Gershom Scholem una historia que le contó el escritor Shmuel Y. Agnón sobre el destino del jasidismo, ese movimiento místico judío que emergió a mediados del siglo XVIII en Europa Oriental. Los protagonistas son cuatro rabinos, cada uno representante de una generación y todos enfrentados a un mismo dilema de resolución especialmente compleja. Ba’al Shem va al bosque, enciende el fuego, medita, reza y el milagro ocurre; Magguit de Mezeritz acude al bosque, ya no enciende el fuego pero reza y el milagro una vez más acontece; rabí Israel de Rishin olvidó el fuego y la plegaria, pero no la ubicación del bosque, y eso bastó para que el milagro sucediera de nuevo; el último rabino de la parábola, Israel de Rishin, declara la imposibilidad de encender el fuego y del rezo, ignora el lugar sagrado de los rabinos jasídicos, pero puede todavía contar la historia de los milagros. Y —la acotación es de Sh. I. Agnon— el milagro volvió a ocurrir.

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En La conciencia de Zeno, el narrador pone en cuestión incluso la dádiva de la narración. Solo cree todavía, con cierta convicción bufonesca, en el padecimiento que lo ha llevado al consultorio del Doctor S. y ha sobrevivido agudizado al análisis. Pero el padecimiento del personaje de Svevo es otro nombre para la singularidad —la falibilidad— del héroe novelesco. La conciencia de Zeno es una larga, incisiva interrogación sobre la sobrevivencia de la aventura novelesca en la era de los héroes infalibles.


Italo Svevo. La conciencia de Zeno. Traducción de Carlos Manzano. Madrid: Mondadori, 2021.


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