Héctor Padula / Vasco Szinetar©

Por NELSON RIVERA

—¿Qué circunstancias lo llevaron a la región Amazónica, hace más de tres décadas, y cómo es que usted, en misión médica, comenzó a retratar a miembros de la comunidad yanomami?

—Una foto del año 1982, donde aparece el médico Kenneth Gibson sumergido dentro de la selva, despertó mi interés. Esa foto la llevo aún como un referente. Me motivó a trabajar al Amazonas. Siempre tuve apego hacia la naturaleza. Los scouts me dieron bases para formarme con conciencia de existir, pero también hacerlo para los demás.

Mis años en la Escuela de Medicina, Universidad Central de Venezuela, transcurrieron bajo la inquietud de hacer algo diferente. Algo que no se estuviese haciendo y que debería hacerse. Así, me presenté como voluntario para un programa de Aero ambulancia Infantil que dependía de la Fundación del Niño. Ahí pisé tierra yanomami por primera vez.

Junto a Teodardo Marcano, compañero de estudios, nos fuimos a una campaña de vacunación en la población de Ocamo, entonces Territorio Federal Amazonas. Partimos unos días antes para hacer un campamento provisional y recibir el cargamento de vacunas y organizar la logística, que implicaba una cadena de frío.

Fue un viaje con sus incidencias. Recuerdo que el piloto del avión que viajaba con su pareja, hizo varios intentos de aterrizar en la pista de tierra de Ocamo, pero siempre encontraba una excusa, elevaba vuelo y retornaba hacia Puerto Ayacucho. La comodidad de un hotel era más afable para sus circunstancias. Gracias a que una religiosa salesiana, pasajera igual que nosotros, que lo increpó, al tercer día tocamos tierra yanomami (Urishi). Puedo decir que fue gracias a Dios.

Trabajamos intensamente en la construcción de un campamento provisional que nos sirviera para recibir a los niños yanomami y vacunarlos. De pronto, y sin explicación aparente, comienzan a llegar yanomamis a la pista. No sabíamos qué pasaba. Mucho rato después se escuchó el ruido de un helicóptero. Y, a continuación, lo insólito: se bajan tres personas del aparato, corren detrás de unos niños despavoridos, agarran a tres o cuatro de ellos, mientras nosotros vamos a recibir las vacunas. Pinchan a los niños, la primera dama de la Republica se toma una foto vacunándolos, nos dejan las vacunas sin hielo y el pájaro de hierro se va. Esas dos fotos me han marcado, porque en ellas está contenido lo que debía hacer y lo que no debía hacer como médico en la profundidad de la selva.

En los días de «la Conquista del Sur», durante el primer gobierno de Rafael Caldera, cuando era casi-un-médico, me tocó cumplir con el requisito del internado rotatorio. Fue en San Juan de Manapiare, en el corazón del Amazonas. Allí me bauticé en la soledad del ejercicio profesional. Experimente el miedo, la oscuridad y el regreso de la luz, la relación entre luz y oscuridad. Ayudé a traer al mundo a unos morochos. Sentí la necesidad de hablar con mi sombra, ver la luz con sombras naciendo de la selva. Entonces tomé mi primera fotografía de la selva. Allí surgieron también las fotos de los rayos que se estrellaban sobre la antena de una estación de radio, que emergía de la selva como un lápiz enorme.

De regreso a Caracas decido irme a trabajar al Amazonas. Con un grupo de médicos creamos el programa Parima-Culebra 86. Cuando le presentamos el proyecto al ministro de Sanidad, nos dijo: aprobado, pero para el barrio Santa Cruz, que está detrás del Centro Comercial Concresa. Nos fuimos de allí con la decisión de hacerlo por nuestra cuenta.

—Quiero pedirle que nos hable de ese espacio amazónico en particular. ¿Cómo es −o cómo era− esa zona física y visualmente?

—Mi referente de selva eran las excursiones con los scouts y estas no tenían nada que ver con las de verdad, ni siquiera las de San Juan de Manapiare tenían la misma exigencia. Viajamos en un Hércules C-130 de la Fuerza Aérea Venezolana, profesionales que, de inmediato se comprometieron con lo que nos proponíamos. Desde la cabina el capitán Rubén Alvarado, que después se convirtió en uno de mis grandes amigos, me llamó y me dijo: ¿Usted está seguro de que quiere quedarse en esa vaina? Lo que se veía, por encima del tablero de instrumentos, era una mancha marrón, en medio de la inmensidad del monstruo verde.

La primera sensación que experimentas es que no perteneces a ese mundo. Al ver hacia los lados te encuentras con una selva que quiere comerse al Hércules y a ti. Sus inmensas alas acarician grandes árboles que nunca había visto, apenas la luz pasa entre ellos y unos metros más allá está la noche. Es una visión que tendrás que aprender si quieres sobrevivir en la selva. Esta visión es el cuerpo conceptual de un trabajo fotográfico que estoy desarrollando actualmente, y que tiene que ver con la memoria de esos primeros días y el comportamiento de la luz dentro de la selva.

Cuando el avión pasó sobre nosotros sabía que se dirigía hacia donde habíamos dejado nuestro pasado, nuestros seres queridos, mi padre enfermo, la medicina académica y tantas cosas más.

De pronto el silencio, el tiempo había cambiado, ya no importaba la hora, estábamos a merced de esa inmensidad. Cuando intentamos comunicarnos con Caracas, un rayo cayó sobre la antena, pulverizó el aparato de radio y nuestra voz. En chinchorros, asediados por la humedad, el frío, los zancudos y la oscuridad, arrancó una etapa en mi vida que me ha marcado para siempre.

—Una vez que han transcurrido más de tres décadas, ¿cómo explica hoy su interrelación con aquellas personas?

—Mi acercamiento a los yanomamis fue absolutamente emocional. Es obvio que he adquirido algunos conocimientos antropológicos, producto de las experiencias compartidas con profesionales en distintos viajes. Lo digo con respeto: muchas veces he leído textos de especialistas, cuyas descripciones o explicaciones no coincidían con lo que viví. Mi visión es el resultado de años de convivencia muy próxima.

No recuerdo cómo me enfrenté a la ansiedad que siempre me ha generado un primer intercambio con alguien, sobre todo si es otra cultura. Solo recuerdo que los primeros días fueron muy difíciles. Los yanomamis no se acercaban a nosotros. La Misión Salesiana que estaba en Ocamo apenas si se percataba de nuestra presencia. Empezaron los problemas entre algunos compañeros. Había quienes se preguntaban si realmente aquello valía la pena. Si haber dejado la comodidad de las casas y el ejercicio de la medicina en un hospital con todos los servicios, justificaba nuestra permanencia dentro de ese cosmos inhóspito y surrealista.

Fuimos hasta allá a atender pacientes. Queríamos aplicar nuestros conocimientos. Habíamos hecho un curso con unos antropólogos en el Museo de Bellas Artes de Caracas y nadie nos entendía, es decir, nos habían engañado. No nos enseñaron nada. Para empeorar las cosas apareció la depresión, que se contagiaba. Nos habían ofrecido una carga de comestibles que nunca llegó. No teníamos cómo comunicarnos. Estábamos realmente aislados. Entonces un día llegó un chamán, Carlitos, con hepatitis. Lo cuidamos y lo curamos. Entonces comenzaron a llegar los pacientes.

—¿Cuáles eran sus posibilidades y límites? ¿Circulaba usted libremente? ¿Debía cumplir con algunas formas o rituales?

—Empezamos a relacionarnos con ellos. Eran simpáticos, burlones, se reían si te tropezabas, si te bañabas en el río, al cepillarnos los dientes. Las mujeres se burlaban de los sostenes de las doctoras y los hombres les tocaban sus pechos como si fuesen cornetas. A nosotros nos halaban los pelos del pecho. No había horas ni horario. Cualquier necesidad dependía solo de sus ganas. El tiempo, como lo entendemos en occidente, no existe allá. En uno de los viajes a través de la selva, de varios días, le preguntaba a un yanomami, ¿cuánto falta? Y me respondía, «si vamos lento llegamos lento, si vamos rápido llegamos rápido».

En ese mundo, donde solo hay selva, quizás lo sencillo se vuelve más útil. Por ejemplo, ellos cuentan «mori, poracapi, bruca». Eso quiere decir uno, dos y mucho; para qué más de dos si tengo solo dos manos. También tiene un significado social y de control de su entorno natural: la preservación de las fuentes de alimento y el apego a creencias culturales. Por ejemplo, a cada niño que nace se le asigna un animal de la selva que vendría a representar su otra alma. Así, un «ijirupi», niño pequeño en la lengua yanomami, posee dos almas, y eso le confiere un carácter protector sobre el reservorio de esas almas que es la selva.

—¿Llegó a penetrar en la espesura de la selva?

—Las «penetraciones» −como llamábamos al hecho de organizar, escoger el sitio y definir quienes serían los encargados de guiarnos− duraban varios días y, en oportunidades, semanas. Una vez, estando en Mavaca, recibimos una petición de la embajada de Alemania, a través de la Misión Salesiana, de ir a recuperar el cadáver de un antropólogo, que se había quitado la vida con un tiro de escopeta. Realizaba estudios sobre fonética y sonidos guturales de grupos yanomami del Alto Siapa, muy cerca de Brasil. Fueron varios días caminando por la selva con el barro por las rodillas, sanguijuelas alimentándose de nuestra sangre, plaga de infierno, humedad de 96%. No se podía respirar, dormíamos mojados. Perdí una bota, al llegar al sitio nos encontramos con una escena dantesca.

Ahí permanecimos Carlos Ponte y yo varios días, mientras trazábamos la estrategia para hacer el camino de regreso, pero ahora con un cuerpo sin vida y en estado de descomposición. Construimos una especie de parihuela con dos troncos y bejucos tejidos, lo envolvimos en hojas de plátano y lo untamos con ramas para ahuyentar a los animales durante nuestro retorno. En esos días que permanecí en ese Shabono desarrollé, quizás, el corpus fotográfico más importante de mi vida como fotógrafo. Fueron aquellos niños que jugaban a la luz de la luna, hablándole a ella y a sus sombras, rompiendo flechas y clavándoselas en sus pequeños pechos, acostándose en la tierra y pegando el oído a ella, oían lo que la tierra les decía. Eran «Los hijos de la Luna». Ahí se desarrolló mi pasión por el grano, la luz indirecta, la ausencia de ella, las sombras y su movimiento.

No podíamos llamarlos por sus nombres, había que referirse a ellos por sus nexos familiares. Por ejemplo, «el hermano de». Optamos por designarles unos nombres que nos permitieran llevar el registro médico. Si mencionabas a un muerto tenían que matarte, para vengar la traída de ese desaparecido al mundo del sufrimiento.

Participé en una ceremonia fúnebre, una niña yanomami que vivía con nosotros, huérfana, murió de paludismo y, por petición de la comunidad, como un acto inédito entre ellos, ingerí sus cenizas.

Ellos queman a los muertos en hogueras. El humo es la parte social del yanomami y todos la pueden inhalar para absorber sus virtudes. Las cenizas y huesos se machacan y se mezclan con plátano maduro «tate», una especie de carato que solo puede ingerir su familia directa. Le confiere, a quien lo haga, las cualidades sobresalientes del individuo. El producto de la licuefacción de las grasas, sangre y demás es absorbido por la tierra para que nadie adquiera lo negativo. Te puedo decir que vivir con ellos fue un infierno y vivir sin ellos otro.

—¿Por qué esas personas le permitieron que las retratara, muchas veces, como si estuviesen completamente ajenos a su presencia, otras, como si usted formase parte de un ámbito de familiaridad? Hay una fotografía donde hay varias mujeres con sus hijos, en una choza, y todas ríen. ¿Qué las hizo reír?

—Al principio no éramos aceptados por ellos. Luego empezó una débil relación entre médico y paciente, ya que sus costumbres no le permitían creer ciegamente en nuestra medicina. Casi siempre, en los casos delicados o importantes socialmente, el chamán nos acompañaba y si había que inyectar al paciente, él nos indicaba dónde hacerlo. Esta relación con la enfermedad, la vida y la muerte se fue haciendo cada vez más íntima y simbiótica, generando un estado de comodidad y empatía entre nosotros. Los niños, mucho más afables, se mezclaban con nosotros, pasaban todo el día acompañándonos y, por supuesto, empecé a retratarlos con el fin de registrar esas caras, sus sonrisas y los momentos compartidos. Un día me quedé accidentado en el río Orinoco. Era peligroso por los raudales. Le pedí al motorista que nos orilláramos. Me dijo que no: las culebras se montaban en los bongos de inmediato. Logró poner el motor en funcionamiento. Al llegar al campamento había un revuelo. Maikowe, un niño de apenas 7 años que convivía con nosotros, se preocupó y salió a buscarnos en un pequeño bongo, casi un juguete. Todo salió bien, por fortuna. Cuento esto porque ejemplifica cómo, con el tiempo, la relación se hizo más fluida.

—En su libro se percibe o se intuye la presencia de cierta intimidad.

—La columna vertebral del trabajo fotográfico en mi libro IPA WAYUMI es la impronta que le otorga el retrato. Quizás esta sea la diferencia fundamental con otros autores. Había una cercanía que solo la intimidad podía mostrar. En oportunidades eran ellos los que querían que los retratase. También ellos me retrataban a mí. Había una actividad paralela a la medicina, en la que a ellos les gustaba participar. En comunidades donde aún no me conocían, había resistencia y enojo. En más de una oportunidad nos amenazaron con sus flechas. Viví con ellos, cazábamos, pescábamos, comíamos juntos, compartíamos la comida, viajábamos, trajimos niños al mundo, salvamos vidas, confortamos al moribundo. Un sinfín de experiencia vivida que me permitió acceder a esa segunda alma que ellos tienen y llevármela en «la caja negra».

—¿Se ha preguntado usted por la presencia de un médico occidental actuando en medio de una cultura tan diferenciada? ¿Cómo interactuaban el médico y el fotógrafo en ese ambiente?

—Hubo un incidente durante la filmación de un documental que se exhibiría fuera del país. Nos pidieron acompañarnos para grabar nuestras actividades. Fue durante una penetración hacia la cabecera del río Ocamo. Nunca había estado ahí, pero según nuestro cronograma, era la región que tocaba. Fue terrible. En todo el tiempo que habíamos estado en el Alto Orinoco nunca había tenido contacto con una comunidad tan disfuncional. Entramos por un pequeño caño del río y nos reciben unos yanomamis armados con arcos y flechas. Nos escoltan luego de algunas palabras del enfermero y traductor. La entrada al Shabono estaba señalada por dos cabezas encajadas en lanzas. Los perros nos atacaron, esto no era habitual.

Yo usaba una braga negra. Me reconocían por algunas historias que circulaban entre ellos. Mientras la gente los camarógrafos se preparan y el enfermero habla con el jefe para que dejen filmar, me dedico a atender un paciente que estaba apartado de todos, moribundo. El chamán se me acerca, me ofrece yopo para que entre en sintonía con él y que entre ambos podamos curar al paciente. Ese episodio fue filmado y tergiversado posteriormente por entusiastas enemigos del proyecto. Me quitaron el título de médico por actos de brujería. Un año después pude viajar a Caracas y defenderme. Recuperé mi título, pero no me pagaron ese año.

—¿Alguna vez los yanomami le pidieron ver el resultado de sus retratos? ¿Aquellos yanomamis querían verse? ¿Se producían conductas deliberadas para mostrarse? ¿Posaban? ¿Le preguntaron por el destino de aquellos retratos?

—Solo recuerdo una vez, y relacionado con el episodio anterior, que se vieron en los monitores de televisión. De hecho, quisieron reunirse todos al final del día para verse, hubo risas, gritos y burlas.

Había una pose natural en ellos, era la simplicidad de lo natural y elegante, aun los guerreros posaban con soberanía nativa. El yanomami tiene un sentido originario de la armonía visual, es un tipo de arte que se esconde entre lo que se ha hecho y lo que se encuentra de forma natural. Había a quienes les gustaba posar para ser retratados, pero ahí el peso de la amistad es fundamental.

—En nuestra cultura, un factor constitutivo es la espera. Vivimos esperando que nuestra realidad cambie o mejore. ¿Cómo es el vínculo de los yanomamis con el tiempo?

—En los años que viví con ellos, el tiempo, tal como lo experimentamos nosotros, no existía. El tiempo biológico y climático de las lluvias fuertes, la siembra en el conuco, el cultivo del yopo, la subida del río, la pesca, de abandonar el Shabono para huir de las epidemias, ese es su tiempo. Nadie cumple años, solo existe la continuidad dentro del cosmos yanomami.

—Siempre estamos tras una meta. ¿Existía algo semejante entre aquellos Yanomami que usted conoció?

—Nada. Se vivía el día a día.

—¿Tenían comprensión de que al ser retratados, sus vidas se proyectarían más allá del espacio de su cultura?

—No creo. Nunca expliqué nada porque, en realidad, entonces retraté para no olvidar. Quería detener aquel tiempo, que hoy valoro como el mejor de mi vida. Fotografié sin pretensiones autorales. Pero la conversación con Vasco Szinetar, Kataliñ Alava y Lorena González Inneco sobre aquella experiencia derivó en el libro que le ha dado una nueva significación a todo aquello. Ha abierto un amplio campo de acción, por el que siento verdadera pasión, que es el de la fotografía.

—Por último: ¿sabe usted qué ha pasado con esas personas que retrató? ¿Sabe de sus vidas? ¿Qué ha cambiado desde entonces?

—Ha cambiado todo. Nada es lo que era antes. Puedo decirte que los yanomamis, en su gran mayoría, han pasado de soberanos a mendigos. Quedan algunas comunidades que se han auto apartado de la civilización o de la anti civilización, más bien. Viajo con frecuencia al Amazonas. Los primeros años del Programa Parima-Culebra 86 los veía con frecuencia. Quedé como coordinador del programa por 14 años. Llegar hasta allá se hizo cada vez más complicado. Con el cambio político vino el final del sistema de atención de salud al indígena yanomani.

Las condiciones cambiaron. El contrabando de gasolina, la minería, que también existía en aquellos años, pero muy artesanal, la entrada de personas sin ningún control sanitario, la guerrilla, el reclutamiento de mano de obra en condiciones de esclavitud, pero, sobre todo, la ausencia de un sentimiento nacional acerca del cuido y preservación de una etnia fundamental crean las condiciones de un genocidio continuado, que transcurre ante la indiferencia del Estado y de millones de personas.


*IPA WAYUMI. Héctor Padula. Curador: Vasco Szinetar. Diseño gráfico: Kataliñ Alava. Texto curatorial: Lorena González Inneco. Ediciones Lavaka. Venezuela, 2017.


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