Escuela de Atenas (1510-1512), de Rafael Sanzio / El Vaticano, Roma

Por CORINA YORIS-VILLASANA

Al final de cuentas, se esperaba que todos 

emitieran palabras desde la laringe sin que

 participaran en absoluto los centros del cerebro.

 Este propósito se admitía con toda fuerza

en la palabra patolengua de la Neolengua, 

la cual significaba “graznar como un pato”.

George Orwell. 1984

Desde muy pequeña tuve una gran inclinación por el estudio del lenguaje, tendencia que se fue haciendo más fuerte a medida que yo crecía. Primero, leía todo lo que alcanzaba a entender con mis pocos años, pero aquello que no comprendía cabalmente le pedía a mi papá que me lo explicara. De tal manera que no es de extrañar que en mis estudios universitarios privilegiara esa predilección.

Tuve de profesor de Lingüística y de Filología a uno de los grandes estudiosos de la disciplina, Fernando Arellano, Sj, quien fue director de una de mis tesis, La Lengua Alfonsí. Un estudio gramatical y sintáctico.  Esa investigación me permitió aprender muchísimo sobre la evolución del español y, obviamente, luego, en Filosofía, me incliné por los estudios sobre el lenguaje y la lógica. Por ello, me he interesado siempre en la evolución de las lenguas, y, sobre todo, en los últimos tiempos, las consecuencias que produce la manipulación del lenguaje en las sociedades.

Hablar sobre la correspondencia entre el nombre y lo designado por él obliga a volver al Crátilo, obra fundacional del inigualable Platón. Plantea un fabuloso debate sobre la naturalidad o convencionalidad de las palabras, donde el árbitro es Sócrates. La historia de la lingüística ha evaluado esta obra como un antecedente de la teoría del signo lingüístico. El diálogo se da entre Hermógenes, quien defiende la tesis convencionalista, y Crátilo, la naturalista. Dice Hermógenes al inicio del diálogo:

Hermógenes.- Sócrates, aquí Crátilo afirma que cada uno de los seres tiene el nombre exacto por naturaleza. No que sea éste el nombre que imponen algunos llegando a un acuerdo para nombrar y asignándole una fracción de su propia lengua, sino que todos los hombres, tanto griegos como bárbaros, tienen la misma exactitud en sus nombres. […] Pues bien, Sócrates, yo, pese a haber dialogado a menudo con éste y con muchos otros, no soy capaz de creerme que la exactitud de un nombre sea otra cosa que pacto y consenso.

Esta posición contrasta con la de Crátilo, quien le responde a Sócrates, en un pasaje al final del diálogo:

Sócrates.- Pero dime a continuación todavía una cosa: ¿cuál es, para nosotros, la función que tienen los nombres y cuál decimos que es su hermoso resultado?

Crátilo.- Creo que enseñar, Sócrates. Y esto es muy simple: el que conoce los nombres, conoce también las cosas.

Según Hermógenes, la rectitud de los nombres depende únicamente del convenio y el acuerdo. Si cualquiera asigna un nombre a un ente, ese será su nombre recto, y si después lo sustituye por otro y ya no usa aquel —como es el caso de los esclavos—, este que le reemplaza tiene tanta corrección como el primero. Por ello, ningún nombre corresponde a ningún ente por naturaleza, sino por el uso y la costumbre.

Crátilo, por su parte, niega la condición de nombre a las emisiones sonoras por las que pretendemos designar los entes en virtud de una convención. Según él, para cada ente existe un nombre recto, que le es propio por naturaleza. La rectitud de los nombres no tiene su fundamento en algún acuerdo o imposición humana, sino en la naturaleza, de tal modo que dicha rectitud es la misma para todos los hombres, sean griegos o bárbaros.

Es imposible analizar en profundidad este diálogo platónico, no solo por razones de espacio, sino porque me desviaría del foco del artículo. Pero sí quiero enfatizar la posición convencionalista, no porque yo sea partidaria de una u otra, sino por lo que quiero relacionar con ella.

Una palabra, una locución, una frase puede ir variando de significado con el tiempo; eso es producto de la costumbre, de la “ley del uso”. Es un proceso natural, propio del dinamismo de las lenguas. De allí, la inclusión de extranjerismos, sobre todo en el caso actual del español, por la necesidad creada por las nuevas tecnologías. Muy distinta es la situación cuando se manipula el lenguaje para conseguir determinados efectos sociales.

No es un secreto que tal manipulación del lenguaje con fines políticos ha sido un arma muy poderosa en las manos de los totalitarismos. ¿Cómo y sobre qué base se afianza ese manejo del lenguaje?

Bastaría recordar cómo, en la era nazi, los jerarcas de dicha ideología, escudándose tras un pseudo cientificismo impregnado de racismo, corrompían conscientemente el lenguaje con el propósito de adoctrinar a la ciudadanía.

Escribir sobre este tema, referido a la manipulación lingüística, obliga a releer a Víctor Kemplerer y su obra titulada La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo. Debo decir unas breves palabras sobre este profesor de lenguas romances de la Escuela Superior de Dresde.  De origen judío, aunque de religión protestante, estaba casado con la pianista Eva Schlemmer, catalogada por las leyes raciales como aria; esta circunstancia le posibilitó subsistir en la Alemania nazi. Había escrito unos diarios que narran sus vivencias entre 1933 y 1945 bajo el horror nazi; fueron publicados en 1995, 35 años después de su fallecimiento, y constituyen una significativa fuente para las investigaciones de ese período.

Kemplerer ejemplifica claramente la forma cómo el nacionalsocialismo fue inoculado en el pensamiento de la población, mediante el uso encubierto de palabras y locuciones comunes que moldearon una visión de la realidad. Nos advierte que: “El lenguaje del vencedor… no se habla impunemente. Ese lenguaje se respira, y se vive según él (…) Si se habla el lenguaje de los enemigos mortales, la consecuencia es la entrega y la traición a las raíces propias”.

En esa detallada narración, explica que los médicos judíos pasaron a ser llamados Krankenbehandler («asistentes de enfermos»). Al nombrarlos así, se les despojaba de su investidura para ejercer la profesión. Pasaron a ser “asistentes”. La explicación que nos brinda sobre héroe, heroico, heroísmo es de una elocuencia tal que solo con leerla captamos lo que Kemplerer quería transmitir en toda la obra: “En su origen, el héroe es alguien que realiza actos positivos para la humanidad. Una guerra ofensiva, acompañada, además, de tantas atrocidades como la de Hitler, no tiene nada que ver con el heroísmo (…) para el nacionalsocialismo “héroes” eran los soldados altos, rubios, jóvenes y arios”.

Al provocar esa traslación de significados y convertir en sinónimos de héroes y virtuosos a fanáticos, se produce un efecto terrible: el nazi aspiraba a ser fanático, se convertía en fanático. “El lenguaje no solo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuando mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él (…) En la conciencia o en el subconsciente del pueblo una mentalidad próxima tanto a la enfermedad como al crimen fue considerada durante años como la virtud suprema”.

Nos señala Kemplerer que la lengua de los nazis era paupérrima y, a la vez, empobrecía a los alemanes. Se instauró en todos los ámbitos, públicos y privados. “Se adueñó de la política, de la jurisprudencia, de la economía, del arte, de la ciencia, de la escuela, del deporte, de la familia, de los jardines de infancia y por supuesto, y con particular ahínco, del ejército (…) La lengua, fuera hablada o escrita, debía ser apelación, arenga e incitación”.

La lengua tenía un claro propósito: arrancarle a la persona su atributo individual: “narcotizar su personalidad, en convertirlo en pieza sin ideas ni voluntad de una manada dirigida y azuzada en una dirección determinada, en mero átomo de un bloque de piedra en movimiento”.

Podría seguir mencionando ejemplos de las palabras que Kemplerer cita para hablar de la manipulación de la lengua. Se detiene en locuciones como “solución final”, “actuar ciegamente” y otras más que no es posible enumerar.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, 1945, Kemplerer ingresó en el Partido Comunista de la República Democrática de Alemania, acto que le valió muchísimas críticas. Falleció en 1960.

Al reflexionar sobre La Lengua del Tercer Reich, me vino a la mente George Orwell y 1984 y la neolengua, uno de los pilares básicos del régimen totalitario del Partido.

En esa neolengua de Orwell, por ejemplo, la palabra libertad se elimina y así se imposibilita a la población para anhelar la libertad; se descarta todo lo relacionado con la palabra, ocasionando con ello que las nociones de libertad política o intelectual desaparecen de las mentes de los hablantes.

La neolengua reduce el vocabulario a su mínima expresión. Es pobre; debe ser pobre. Es su nota característica. Y, si se quiere hablar “tiránicamente correcto”, se debe usar la neolengua.


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