Marino González | Zora López

Por NELSON RIVERA

Decía Asdrúbal Baptista que el auge de la riqueza que se inició alrededor de 1920 había culminado en 1970. Desde entonces, se habría iniciado el declive. A lo anterior tocaría sumar la destrucción a la que ha sido sometida la república en las dos últimas décadas: 50 años en descenso. ¿Entienden los venezolanos que el nuestro no es un país rico? ¿Aceptamos nuestra condición de país pobre?

—Todo depende de lo que consideremos como riqueza. Si se entiende la riqueza como la capacidad de “producir con la mayor diversidad”, Venezuela no ha sido un país rico. El concepto de “producir con diversidad” está en el centro de la preocupación por entender la causa de la riqueza de las naciones, el objetivo de la clásica obra de Adam Smith.

Para Smith, la riqueza de las naciones era el resultado de la “cantidad de ciencia” que lograran generar. Porque en la medida que las naciones aumentan la “cantidad de ciencia”, diversifican lo que producen, y ese círculo virtuoso es el que genera una mayor diversidad. En palabras de hoy, riqueza es producir lo mejor posible la mayor cantidad de servicios y bienes. Y para hacerlo, se requieren muchas capacidades.

Actualmente, podemos comparar lo que producen los países, lamentablemente solo en los últimos sesenta años. Con esos datos se evidencia que Venezuela siempre ha producido bienes con menor diversidad que el promedio internacional. Me refiero a bienes que sean atractivos para otros países. Es verdad que hemos producido petróleo y derivados, muy importantes para el mercado internacional. Pero no es menos cierto que sabemos hacer menos cosas que el promedio del mundo.

A principio de los años sesenta del siglo pasado, Venezuela tenía siete veces más ingreso per cápita que Corea del Sur, y también menos mortalidad infantil, por ejemplo. Sin embargo, producíamos con menor diversidad. De hecho, en aquellos años ya teníamos índices negativos. Y en los sesenta años siguientes continuamos con índices negativos de diversidad productiva.

Lo que tuvimos hasta finales de los setenta fue un “boom de acceso a bienes y servicios”. Los podíamos comprar, pero eso no significaba que los pudiéramos producir. De allí que fue muy fácil confundir la riqueza con la “capacidad de compra”. Y entonces la sociedad tuvo la ilusión de que era rica, porque podía comprar mucho a precios relativamente baratos.

Pero una cosa es comprar, y otra muy diferente es producir. Lo que hicieron países como Corea del Sur fue aumentar las posibilidades de producir con diversidad, y eso implicaba avanzar hacia las fronteras de la creación de conocimientos, vale decir de riqueza, la “cantidad de ciencia” que proponía Adam Smith hace casi 250 años. Entonces Corea del Sur trató de emular a Japón, el país con la mayor diversidad en la actualidad, definida también como complejidad económica.

Venezuela, por las políticas públicas que se han implementado, ha transitado el camino contrario. Esa destrucción de las últimas dos décadas que mencionas es justamente “destrucción de posibilidades para producir con diversidad”, la tendencia ideal para alcanzar la riqueza. Es todavía peor, porque en los últimos años se suma a esta destrucción una terrible emergencia humanitaria compleja.

Y vale preguntarse: ¿dónde se observa esa mayor destrucción? Pues, en la pérdida de empresas. Porque el escenario ideal para que se utilice la “cantidad de ciencia” es en las empresas. Cuando se cierra una empresa, o se traslada a otro país, la sociedad pierde capacidad para hacer, es allí cuando se hace más pobre. Por supuesto, en estas décadas también hemos perdido capacidad de investigación en nuestras universidades y empresas. Y además hemos perdido a millones de personas que saben hacer, que tienen capacidades, porque la migración es una pérdida impresionante de talentos, de conocimiento, de “cantidad de ciencia”.

En esta perspectiva, una de las grandes dificultades es que la sociedad pueda comprender que no ha sido ni es rica, y que además identifique las razones. Esto no debería ser una aceptación fatalista. Sino más bien una visualización de las posibilidades. Es decir, si se modifica lo que ha imposibilitado nuestra diversidad productiva, se puede avanzar en una dirección de mayor bienestar. En otras palabras, es crucial asumir que el país se ha empobrecido, pero que las alternativas para superar esa situación están disponibles para todos los ciudadanos.

Se ha repetido, a lo largo de un siglo, que los venezolanos somos propietarios de la riqueza petrolera. Así, nuestra pobreza sería producto de una injusticia: la causada por la mala administración o la corrupción. ¿Cuál es el estatuto hoy de esa idea? ¿Se ha potenciado bajo la incalculable corruptela de las últimas dos décadas? ¿Somos más víctimas que antes?

—La relación con el petróleo está en el centro de las dificultades para no ser una sociedad de diversidad productiva. Porque producir petróleo y sus derivados pudo en una larga etapa generar los recursos para ese “boom de acceso”. Pero eso no es posible desde hace décadas. Esto no es un rasgo exclusivo de Venezuela. Los países con economías muy dependientes del petróleo son, en general, sociedades no diversificadas, con poca capacidad para generar nuevas modalidades de producción. De allí que algunos países petroleros estén tratando de avanzar hacia la diversidad productiva, como Arabia Saudita.

Seguir contemplando el bienestar del país solamente a través del petróleo no puede ser una idea más desfasada. Lo que hay que construir es una sociedad de creación de conocimientos, en la frontera de la diversificación tecnológica en la cual el petróleo sea un factor pero no el único determinante. La gran pregunta es en qué medida la sociedad está consciente de transitar esta ruta.  Por supuesto, es vital para ese tránsito contar con una industria petrolera efectiva, pero es fundamental asumir que ello no es suficiente, que las exigencias de ahora van en otra dirección.

 

Hay autores que hablan de una mentalidad de la pobreza. Esa mentalidad tendría algunas características: apego al presente y falta de visión de futuro, ausencia de una cultura de la productividad, sensación de que el trabajo es un castigo, poca disposición al ahorro. ¿La cultura petrolera en Venezuela ha devenido, acaso, en una mentalidad de pobreza? ¿Una sociedad que vive a la expectativa de unos subsidios está siendo estimulada hacia esa cultura de la pobreza?

—Las lógicas de una sociedad que no potencia la “cantidad de ciencia” son siempre de corto plazo.

Para que una empresa, independientemente de su tamaño o área de especialidad, se proponga mejorar lo que produce, necesita hacer cosas bien y sistemáticamente por largos períodos. Debe visualizar los recursos humanos que requiere, los que están ya formados y los que deban formarse, vincularse con centros de investigación, enviar personas a otros países o empresas para entrenarse, y así sucesivamente. Igual pasa con universidades y centros de investigación. Deben preparar los recursos en tiempos extensos. Y para todo ello se requieren entornos sociales y económicos que permitan planificar a mediano y largo plazo.

Lo anterior no es posible si la sociedad no tiene orientación hacia la diversidad productiva. La experiencia de Venezuela ilustra que incluso desaparece la visión de mediano plazo. Todo se centra en las decisiones de hoy porque no hay mayor preocupación por lo que se debe producir mañana o dentro de cinco años. Es decir, los patrones de decisión están nuevamente condicionados por lo que sabemos hacer ahora.

Si sabemos hacer pocas cosas, el futuro no es relevante. En cambio, si queremos hacer muchas cosas, o mejorar la calidad de lo que hacemos, el futuro más bien se convierte en un aliado. Porque sabemos que el esfuerzo de hoy tendrá una repercusión en lo que vamos a hacer mañana. Entonces se hacen previsiones de inversión a cinco o diez años, y se forman los recursos humanos que serán necesarios en ese momento. El hecho de que Venezuela sea uno de los pocos países petroleros con hiperinflación indica el grado en que se ha destruido la institucionalidad económica y social, requisito sine qua non para la sostenibilidad y la previsión.

Ahora bien, en nuestra propia experiencia como país hemos tenido esa visión de futuro. Las personas que contribuyeron a erradicar la malaria en gran parte de nuestro territorio, con Arnoldo Gabaldón como gran conductor, por allá en los años cincuenta del siglo pasado, fueron formadas como inspectores sanitarios en la Venezuela post-gomecista. Se anticipó esa realidad porque estaba claro que, sin control de la malaria, no habría desarrollo en el país. Pero esas medidas se tomaron en plazos largos. Igual sucedió con otros éxitos como la masificación educativa, o la creación de una industria petrolera de nivel internacional, solo por mencionar pocos casos. Es decir, es verdad que hemos tenido una mentalidad de creación de bienestar. Lamentablemente, no con la profundidad y persistencia que se requiere.

El hecho de que las políticas de las últimas décadas hayan traído este nivel de destrucción ha ido vinculado a las tendencias para potenciar el clientelismo y la dependencia. Pero esos no son los rasgos determinantes cuando tomamos como referencia una perspectiva más amplia del desarrollo del país.

Por otra parte, la necesidad de una política de protección social está todavía más justificada en Venezuela. Para evitar las secuelas de este empobrecimiento en niños y jóvenes, se requieren políticas que los identifiquen y apoyen, tanto con recursos económicos como con la calidad de los servicios públicos. Pero esa política de protección no se puede quedar ahí. Justamente la pregunta es cómo incorporar a esos millones de niños y jóvenes en los procesos de una sociedad que crea conocimientos en los niveles de mayor exigencia. La protección social es el primer paso, pero no el único. Especialmente si se piensa en las empresas o el tipo de trabajos que son necesarios en diez o quince años.

Escucho a menudo esta afirmación: nos hemos acostumbrado al deterioro de la calidad de la vida. ¿Es así? ¿Se está normalizando la experiencia de ser cada vez más pobres?

—Estudios de opinión pública recientes indican que el sentimiento mayoritario de los venezolanos es la decepción. Visto el extraordinario cambio que permitió que los venezolanos tuvieran acceso a la mayor proporción de bienes y servicios en América Latina, así como a uno de los índices más altos de urbanización y acceso al sistema educativo, esa decepción es totalmente comprensible.

La modernización del país ha estado ligada a esa posibilidad de acceso. Que ese acceso haya sido interpretado como asegurado y sin vinculación con la capacidad de producir es un hecho notorio. Pero también permanecen grandes demandas de bienestar. La sociedad venezolana experimentó ciclos de bienestar hasta comienzos de este siglo. También es verdad que este bienestar no fue homogéneo en la sociedad. Múltiples sectores, especialmente por las deficiencias en la creación de empleo, y las restricciones de la protección social, sufrieron las manifestaciones de esas desigualdades.

En los últimos años, y especialmente con los efectos desastrosos de la hiperinflación, estas brechas se han ampliado mucho más. Porque la hiperinflación es el grado extremo de destrucción de la capacidad de producir. En este momento la hiperinflación se acerca a los 36 meses. Si supera esa duración, será la tercera más larga de la historia. Lo cual es una evidencia de la severa destrucción de capacidades que confronta el país. También explica que la emergencia humanitaria compleja haya llegado a niveles tan críticos.

A pesar de ello, creo que los venezolanos no han normalizado la experiencia de la pobreza. Prueba de ello son las sistemáticas demandas y exigencias por todos aquellos aspectos de la vida cotidiana que se encuentran amenazados o deteriorados. Y también por la reiterada expresión de inconformidad con la situación actual.

¿Cómo percibe ahora la tensión entre esperanza y desesperanza? ¿Se han debilitado las energías espirituales de la sociedad venezolana, el ánimo para luchar y salir adelante? ¿Seguimos siendo la sociedad optimista que a menudo se invoca?

—El deterioro experimentado en la calidad de vida de los venezolanos es uno de los episodios más dramáticos en los últimos cincuenta años en el mundo. A la destrucción sistemática de oportunidades, se han sumado casi tres años de hiperinflación y en los últimos meses la pandemia de covid-19. Las condiciones básicas para la protección de las personas, comenzando por su propia vida, están en amenaza permanente. Que millones de familias no tengan los alimentos del día es una medida absoluta de la desprotección de la sociedad. No hay nada más estremecedor que una familia sin alimentos. Y eso pasa en la inmensa mayoría de los hogares venezolanos.

En este contexto, la esperanza está asociada con las opciones para superar esta situación. En los últimos años, la relación entre esperanza y desesperanza está vinculada con la percepción de que esta realidad se pueda modificar. En esta situación tan adversa, casi una cuarta parte de los venezolanos expresa que se encuentra esperanzado. Esto no significa probablemente que sea una esperanza ingenua, más bien es la creencia de que es posible un rumbo diferente. Pero esta proporción, ciertamente significativa, también coexiste con una proporción mayor que pasa de la decepción a la desilusión, a la tristeza, a sentirse deprimido. Obviamente, la evolución prolongada de estos sentimientos, que esconden una natural frustración, puede dejar huellas o afectar aquellos rasgos de mayor optimismo o confianza en el futuro. De manera que el factor clave nuevamente es minimizar lo más pronto posible estos efectos.

Industria petrolera al borde del colapso. Envejecimiento de la población y pérdida del bono demográfico. Población desnutrida. Bajos niveles de acceso a la educación. Aparato productivo del país en estado de semirruina. Y una perspectiva mundial de declive en el uso de las energías fósiles. ¿Cómo se siente usted ante esta perspectiva? ¿Qué país tenemos por delante? ¿Acaso una Venezuela que inevitablemente ingresará en la categoría de los países más pobres? 

—Creo que todos los que hemos hecho seguimiento a las condiciones sociales de venezolanos por mucho tiempo sentimos, en primer lugar, un gran asombro por las magnitudes de este deterioro. No hay paralelo en nuestra historia, ni en la historia de nuestro vecindario más cercano, como es América Latina. El segundo sentimiento que aflora, al menos en mi caso, es el efecto neto de este deterioro en los grupos más vulnerables de la población, que son los niños y sus madres.

Una sociedad abierta al conocimiento, dispuesta a avanzar en las fronteras de la creación, es lo contrario de una sociedad excluyente. En esta tarea necesitamos a todos esos niños, en las mejores condiciones posibles. Y entonces, la sensación de que para muchos de ellos este deterioro se agrava, poniendo en peligro su propia existencia, es una tremenda restricción para una sociedad democrática y de bienestar.

En esa perspectiva, sin cambios rápidos y profundos, el panorama es muy sombrío. Ya sabemos que los avances de las sociedades, los que son perdurables, requieren tiempo y persistencia. Si vemos el rezago que experimentamos, la primera reacción es colocar las enormes restricciones que confrontamos.

En un segundo momento, es más fácil ver que, independientemente de estas severas restricciones, es posible identificar alternativas, vale decir, políticas públicas consistentes, armónicas, pero especialmente que sean compartidas por la sociedad. El país tiene posibilidades si se puede emprender un nuevo rumbo. Existen ejemplos, incluso en países con menores capacidades que Venezuela, que han superado estas circunstancias y han encontrado nuevas posibilidades. Lo que sí está bastante claro, al menos también en la experiencia de las últimas décadas, es que ese nuevo modelo de desarrollo se construye con conocimientos, capacidades, con la participación de cada persona, en un marco institucional diferente. Se requiere ver el escenario futuro del mundo, con el gran desbalance con los países orientados a desarrollar sociedades del conocimiento, sin complejos de ningún tipo.

La reversión de este escenario dramático que afecta la vida de cada venezolano está vinculada a asumir que podemos ser una sociedad puntera para nuevas modalidades de producción, para el diseño y la inventiva. Una transformación de esta naturaleza no se puede realizar de manera súbita, pero los primeros pasos sí pueden marcar esa dirección.

Para muchos el país lo que necesita es volver a lo que hacíamos antes, pero esta vez hacerlo bien. Eso no es posible, porque sencillamente eso que antes hacíamos está muy deteriorado o desapareció. Se trata de un nuevo rumbo, completamente diferente.

¿Hay conciencia en el liderazgo y en las instituciones sin incluir en ello a los entes gubernamentales sobre las complejísimas perspectivas y desafíos de Venezuela hacia el mediano y largo plazo? 

—Si ese país diferente lo vamos a construir entre todos, la primera tarea de los liderazgos alternativos de la sociedad es imaginarlo. La imaginación es una primera etapa porque para hacerlo no se requiere sino la aspiración. Se trata de lo que aspiramos. De aquello que quisiéramos construir en las condiciones ideales. Muchas veces las sociedades terminan repitiendo el pasado porque no han podido imaginar. Esta tarea de imaginación es intuitiva, por una parte, pero también se puede realizar sistemáticamente. Para ello hay que explorar. Mirar alrededor y observar los éxitos y errores de otros países, pero también examinar en profundidad los aciertos y errores nuestros, que son muchos, como hemos visto.

Hoy nos maravillamos que un país como Japón esté en el tope de la capacidad de innovar en el mundo, con la economía con producción más diversificada en los últimos 35 años. Pero no siempre fue así. A finales del siglo XIX, Japón era un país que se sentía aislado del mundo, alejado de los grandes acontecimientos y progresos de Europa y Estados Unidos.  La opción que tomaron fue explorar, conocer lo que estaba pasando en otros países, aprender de las experiencias de otros. Y con todo ello, imaginaron el rol que Japón podía tener en el concierto mundial. El desarrollo sistemático de las políticas que se elaboraron desde esa imaginación ha conducido a principios del siglo XXI la sociedad de conocimientos más avanzada del mundo.

En el caso de Venezuela, ya tenemos el compendio de lo que no funciona. Los venezolanos, los que están en el país y los que están fuera, lo saben todos los días. Y en el tope de lo que no funciona están dos elementos: creer que es posible el bienestar en una sociedad incapaz de producir de manera diversificada, y creer que es posible avanzar en una sociedad sin institucionalidad democrática y garantía de los derechos humanos.

Si se tienen presentes estas restricciones, la imaginación permite dar rienda suelta a las posibilidades. Que, por supuesto, deberán estar vinculadas con la realidad, pero para ello se requieren las decisiones adecuadas que tome la sociedad construyendo acuerdos sostenibles.

En esa perspectiva, los liderazgos podrían hacerse preguntas como estas: ¿es posible que todos los niños de las escuelas primarias del país tengan acceso a los mismos recursos y opciones que los niños de los países más avanzados? ¿Es posible que una gran cantidad de empresas y emprendimientos se desenvuelvan en las fronteras de la creación de las sociedades del conocimiento? ¿Es posible que en nuestras universidades y empresas se desarrollen a plenitud centros de investigación de punta comparables con los estándares internacionales? Si se imagina que todo esto es posible, entonces la tarea es construir los acuerdos que permitan llegar allí. Yo estoy convencido de que todo eso es posible. Pero para ello debemos tomarnos muy en serio estos acuerdos.

Por supuesto, de especial relevancia son los liderazgos políticos. Porque ellos son los responsables de conducir la construcción de esos acuerdos. De allí que sea clave que los liderazgos políticos tengan la disposición a imaginar, a la curiosidad, a la exploración, y especialmente para proponer metas amplias y de largo alcance para la sociedad.

Yo sinceramente espero que estos liderazgos estén contemplando con angustia las perspectivas actuales del país, pero, más importante, que tengan la audacia y la aspiración de imaginar un futuro de plena democracia y pleno bienestar para los venezolanos. Que sean capaces de imaginar el futuro a diez, veinte, cincuenta años. Y por supuesto, que tengan la capacidad de comunicar y acordar que permita llevar a la práctica esas aspiraciones.

 

Esta posibilidad: que el profundo y extendido empobrecimiento que está viviendo el país estimule una cultura de la victimización. Que derivemos en una sociedad de víctimas, a la espera de salvadores y auxilios externos. ¿Es posible?

—Quizás habría que distinguir primero a las víctimas de la historia reciente del país. En realidad, la gran mayoría del país tiene muchas razones para sentirse como víctima. Nada más pensemos en aquellos que han perdido sus trabajos, sus empresas, o en los jóvenes que han visto afectadas las posibilidades en su país. Habría que agregar las víctimas de la violencia, a sus familias, o aquellos que han fallecido por no tener servicios de salud o medicamentos. O los niños que son víctimas de prolongados efectos en su alimentación y nutrición. La gran mayoría del país ha sido víctima de políticas equivocadas que han producido un desastre humanitario de estas proporciones.

Ahora bien, en las tareas para emprender un nuevo rumbo para el país una gran proporción de esas víctimas tiene atributos para sumarse a esos cambios. Me refiero a aquellos que tienen condiciones o preparación para desempeñarse de manera productiva. Para ello se requiere un marco de políticas que reconozca los derechos y promueva el clima de inversión. Si ello es así, inmediatamente surgirán alternativas de nuevas empresas, ampliación de otras, y la reconversión de otras tantas. Para este sector de la sociedad, se requieren condiciones de seguridad y estabilidad. Un horizonte claro, estimulado por políticas que atiendan el mediano plazo del país.

Para otros sectores no es posible incorporarse a esta nueva dinámica sin políticas de protección social. Nada más pensemos en los niños de familias en situación de pobreza extrema que ahora no están en la escuela o que nacerán en los próximos tiempos. Ellos necesitan la garantía de la alimentación y salud que ahora no tienen. Y ello no es posible sin políticas adecuadas. Pero también pensemos en los padres de esos niños que no tienen la preparación o los recursos para desempeñarse productivamente o crear empresas. Ellos también requieren el apoyo de políticas que tengan los incentivos para el reconocimiento de sus posibilidades.

Para ambos sectores, los que tienen los atributos o capacidades, y aquellos que los pueden adquirir, se requieren recursos que el país no tiene en la actualidad. Es por ello que la disponibilidad financiera internacional es de suma prioridad para los cambios que el país necesita. Los venezolanos requieren apoyo de esa naturaleza porque, y ese es el supuesto central, con los acuerdos y políticas adecuadas el país avanzará en bienestar. No son apoyos financieros permanentes ni para crear dependencia. Todo lo contrario, son apoyos para impulsar una mayor libertad en el país, para que sea autónomo y capaz de crear un ciclo prolongado de sostenibilidad. Y en ese nuevo contexto serán importantes todos los sectores.

Políticamente, el gran reto es cómo pasar de una sociedad con millones de víctimas a una sociedad que pueda encontrarse, para no repetir los errores que se han cometido. En otras palabras, hay que hacer posible esa sociedad sin más víctimas, con mayor consciencia de los valores de libertad y bienestar.

Por último: ¿han calado los miedos en la sociedad venezolana?  ¿Estamos tomados, acosados por miedos e incertidumbres? ¿Tiene usted miedo por el futuro de Venezuela?

—Si los miedos de la sociedad son la suma de los miedos de cada ciudadano, es evidente que en este momento son muy grandes. Toda madre venezolana que no tenga los alimentos de hoy para sus hijos, o los de mañana, o los de la semana próxima, tiene mucho miedo. Los hijos de los adultos mayores que viven en la mayor desprotección por no tener pensiones adecuadas o servicios de salud también sienten miedo por ellos. Los empresarios que no saben los precios a los cuales van a tener que vender mañana para mantener su negocio también tienen miedo. Los que salen a la calle tienen miedo de la violencia. También los que se han infectado por covid-19 y no tienen recursos ni acceso a los servicios de salud.

El denominador de todos esos miedos es que no tienen límites, al menos en las actuales condiciones. Las personas no saben hasta cuándo se prolonga esta situación, y por lo tanto el miedo tiende a aumentar.

Yo, en primer lugar, reconozco esos miedos, que también se hacen colectivos. Pero también tengo miedos personales. El primero de ellos es que no seamos capaces de acordar como sociedad. Lo que hemos visto en estas últimas décadas confirma ese temor. La separación entre los venezolanos es el peor obstáculo para las tareas pendientes. La restricción progresiva de espacios para construir esos acuerdos, no hace sino aumentar ese miedo al tipo de futuro en una sociedad que fracasa en construir consensos para la democracia y el bienestar.

Otro gran miedo que tengo es que la sociedad, en su conjunto, no sea capaz de imaginar un nuevo horizonte, que sea conformista, que repita una y otra vez los mismos errores, que no tenga la audacia para cambios profundos, para aprender de otros. Para enfrentar esos miedos, tengo siempre presente que muchas personas los tenemos, y que trabajando juntos los podemos sobrellevar.


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