SAMUEL ROTTER BECHAR, POR CAROLINA PERELMAN

Por OMAR OSORIO – AMORETTI

Publicada en el 2021, la novela Nada nos pertenece de Samuel Rotter Bechar ingresa al campo literario venezolano en una coyuntura en la cual, al menos desde hace diez años, la crisis migratoria resultante del progresivo desmantelamiento del Estado ha incidido no solo en la producción de ciertas temáticas relativas a la extranjería, el desarraigo y el desencanto frente a los proyectos de modernidad interrumpidos: también ha enfatizado la construcción de imaginarios que terminan por consolidar y otorgar una interpretación dominante de esa realidad, vale decir, ciertos sentidos que no solo conforman la expresión de dicha coyuntura, sino que además la inculcan ante los miembros de la comunidad que comparten los mismos signos históricos-culturales. Esto tiene su relevancia, toda vez que al momento de leer la obra veremos una serie de acontecimientos, descripciones de paisajes, personajes e historias que, debido a su recurrencia en otros textos narrativos, resultarán identificables para los lectores venezolanos, además de placenteros (algo habitual al estar de nuevo ante fenómenos conocidos). Así, no sería errado decir que estamos frente a una obra que, al menos estéticamente, no presenta una gran distancia estética con sus receptores potenciales, entre otras razones porque aparece en un momento donde tales códigos han circulado de manera profusa en el mercado literario nacional (y no solo ese: piénsese en géneros aledaños como la crónica, el ensayo o el mismo reportaje) en un grado muy cercano a la saturación.

Dividida en tres secciones, en la primera parte, por ejemplo, se muestra una Venezuela del 2012 cuya juventud se enfrenta de diversas maneras con el autoritarismo (Mónika Steiner a través de huelgas de hambre; Ricardo Hernández por el empleo subversivo de los objetos artísticos y Carlos Solórzano mediante la defensa de la lucha armada). A pesar de expresarse por diferentes modalidades narrativas (el diario íntimo, la estructura clásica, el artículo de opinión, el diálogo) esta representación de la violencia política está ensamblada con ideas sobre la nación que, como ya mencioné, han tenido amplia presencia en los materiales literarios hasta el momento. Venezuela se muestra de nuevo como una geografía caótica donde Caracas es una ‘‘ciudad agotada’’ (125) y ‘‘Dios, como a los primogénitos de los egipcios, maldijo la avenida Francisco de Miranda con la plaga del caos que suele reinar en la capital’’ (27), cuando no el habitáculo de las ruinas, la muerte y la basura (28). Se trata, como puede inferirse, de una sociedad desencantada ante la caída de los valores modernos que alguna vez la nación encarnó en el siglo XX, lo que lleva a que para considerarse de buena familia no se críen ‘‘putas, drogadictos’’ pero sobre todo ‘‘políticos’’ (30) o que algunos de sus habitantes, como Carlos, se consideren víctimas de una enfermedad colectiva llamada política: ‘‘Ya no aguanto el chiste en que se han convertido nuestras vidas. Me cago en el capitalismo, en el socialismo, en el comunismo (…) en lo que sea. Nada de eso es nuestro, no es mío. Todos los días alguien quiere ponerme una etiqueta; pues, ¡que se vayan pa’l carajo y se ahoguen bajo una montaña de mierda! (…) Tanta mierda y tanta muerte, ¿qué más quieren estos hijos de puta, coño?’’ (110).

A este andamiaje ficcional se le añade la violencia social, manifiesta en la relación abusiva que sufre Elisa González por su esposo (convertido luego y de manera intempestiva, por no decir forzada, en un asesino), lo que terminará por construir una atmósfera pesimista. De esta manera presenciamos en parte una historia que manifiesta el trauma acarreado tras el advenimiento de la Revolución bolivariana en los ciudadanos (algo ya presente, mutatis mutandis, en piezas tan diversas como En rojo [2011] de Gisela Kozak-Rovero, Liubliana [2012] de Eduardo Sánchez Rugeles o más recientemente Nuestra tierra tan pobre [2020] de Jan Queretz).

La tercera parte de la novela explora, por el contrario, el tema de la emigración a través del diario de Enrique Arenberg. Aquí lo más resaltante es el registro de una experiencia marcada por una crisis existencial que a su vez cuestiona las creencias y valores del protagonista. Por ello vemos que no solo hay una constante reflexión ante tragedias humanas como el Holocausto, sino muy especialmente el derrumbamiento de un gran mito que se acentuaba especialmente en una población venezolana asediada por todos los flancos: el extranjero como lugar de salvación y promesa de felicidad. Sin embargo, la narración deja en evidencia todo lo contrario, pues será para el protagonista un lugar de melancolía (205) y de nostalgia perenne. Así, alejándose un poco de la tendencia narrativa nacional sobre este aspecto, encontramos que no hay paz ni sosiego en la patria, pero tampoco fuera de ella, en un pesimismo que, al acentuarse y expandirse aún más en las anécdotas, adquiere tintes, digámoslo así, tanto existencialistas como espirituales.

Es por ello que el autoritarismo sufrido por los personajes en Venezuela funciona como uno de los varios marcos contextuales de la historia que permite el desarrollo de una noción clave en tanto eje temático que busca articular al texto en su totalidad: la pérdida (o en términos más neutrales: el cambio) como principio rector de la vida. Y es que el título Nada nos pertenece funciona a nivel semántico como un signo dirigido que aspira a cohesionar una serie de experiencias de diversos grados en donde ninguna cosa es permanente, todo está signado por lo efímero y este, al menos en el plano estructural, está asociado siempre a transiciones hacia eventos de carácter negativo que desmontan cualquier representación o intención de vivir el mundo de manera óptima. Tras el asesinato de Carlos, Mónika dirá de sí misma que ‘‘creía en algo y tenía convicciones’’ (55), luego en la segunda parte rechazará la autoría de sus escritos y se las cederá a Enrique Arenberg (130) y finalmente en la tercera parte este personaje tendrá una doble pérdida del país, pues no solo la pierde estando físicamente sino que también la añora una vez se radique en Madrid.

Si bien la novela tiene muchos componentes ficcionales previamente presentes en la producción narrativa reciente, me parece que esta perspectiva híbrida entre un pesimismo social conectado con una razón espiritual con la que los narradores enfrentan tales acontecimientos es un elemento peculiar de la poética de Rotter Bechar. Esto es relevante porque protege en parte a la pieza de la ancilaridad (vale decir, de la instrumentalización de su confección lingüística en función de objetivos de grupos de poder ajenos al campo cultural) en la que no pocas veces caen las obras que intentan tocar temas política o socialmente sensibles.

Dicho cariz espiritual viene dado por la conciencia de personajes como Ricardo, quien entiende que ‘‘la tierra no pertenece al hombre’’ (115) y que cualquier pretensión de posesión, de apego, es una máscara para ocultar la realidad última, a saber, que es una quimera tal pretensión, pues la muerte al final triunfa; de Enrique, quien asume que ‘‘todo este mundo y universo es UNO y mi conciencia, también’’ (223), y se conecta con las variadas formas de la pérdida que sufren los personajes que viven tanto en Venezuela como en España. Esto lleva a que el efecto más notorio que deje la lectura de Nada nos pertenece sea que el mundo de estos personajes está atravesado por el dolor, pues a pesar de las aspiraciones grandes que los mueven solo se encuentran con aquello que no puede durar pues, se quiera o no, habitan en lo vano. Esta herida, como dirá eventualmente Enrique, solo podrá ser sanada por el arte (222).

Sin embargo, a pesar de estos elementos en común tanto en las narraciones ambientadas en Venezuela como en España (la pérdida, el dolor, el sufrimiento, la caída de grandes narrativas que giraban en torno al progreso, el amor eterno o la patria), me parece que la obra falla en construir orgánicamente sus bloques. Es verdad que hay un intento de establecer esta conexión a través de la segunda parte donde, en una manera un tanto metaficcional, Enrique dice que Mónika ‘‘no tiene intención de publicar bajo su nombre [la primera parte del libro que leemos] y ha cedido su autoría intelectual a mí, un joven fanático de su escritura’’ (130), con lo cual se pretende establecer un juego autoral ambivalente que recuerda a aquella táctica de Juan Ruiz en El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952) de Guillermo Meneses. Pero el efecto de ambigüedad que se espera alcanzar no ocurre en este caso por dos cosas. La primera es que el enunciado metadiscursivo de la segunda parte lejos de difuminar los límites entre el texto de Mónika y el de Enrique, los acentúa más, pues tal ambivalencia es forzada, solo nominativa (es decir, Enrique indica que, digamos, ‘‘legalmente’’ ambos textos a partir de ahora son suyos, lo que implicaría que el lector deba a partir de entonces interpretarlos como tales). La segunda es que entre la primera parte y la tercera no existen vasos comunicantes de peso que permitan establecer en la lectura una relación sistemática entre toda la obra a tal punto que la sección de Mónika y la de Enrique bien podrían leerse como piezas independientes en su gran parte. Al final esto atenta contra la comprensión cabal del proyecto estético del novelista y reduce la cohesión estructural que se promete con sus historias y personajes.

Anclada en un contexto donde aún queda mucho por ver en cuanto a la interpretación del trauma que ha significado el chavismo y la consecuente migración de sus habitantes, Nada nos pertenece ingresa a un corpus literario donde, a pesar algunas imperfecciones técnicas, aporta matices importantes cuando se trata de pensar por vía figurativa a la sociedad venezolana contemporánea, una que, dicho sea de paso, comprenderemos mejor en la medida en que aceptemos su actual naturaleza transterritorial.


*Samuel Rotter Bechar, escritor venezolano, estudió un doble grado en Filosofía y Literatura en Bard College, Nueva York. Desde 2017 vive en Madrid, donde ha desarrollado una actividad como dramaturgo y productor audiovisual. También se ha desempeñado como colaborador del Papel Literario.

*Nada nos pertenece. Samuel Rotter Bechar. Oscar Todtmann Editores. Venezuela, 2021.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!