Gallegos
Rómulo Gallegos (1947-48). Biblioteca Ayacucho, 1980 | Foto: Archivo

Por RÓMULO GALLEGOS

Salgo del país expulsado por las Fuerzas Armadas, que se han adueñado del gobierno de la República, y de las cuales he sido prisionero desde la mañana del miércoles 24 de noviembre de 1948. No he renunciado a la Presidencia de la República a la que me llevó el voto del pueblo en la jornada democrática de las elecciones efectuadas el 14 de diciembre del año anterior, y al dejar el territorio de la Patria no quiero dirigirme al pueblo en formas altisonantes de alocuciones para pedirle sacrificios en la defensa del derecho que se le acaba de arrebatar, sino para invitarlo a reflexionar sobre el verdadero sentido del acontecimiento que acaba de producirse, porque es un momento dramático de su historia éste que atraviesa Venezuela.

Ya dije, repetidas veces, en las plazas públicas de casi todo el país, durante mi campaña electoral por la Presidencia de la República, que la suerte que entonces se estaba decidiendo no era la de unos determinados partidos en contienda electoral, sino el destino de la democracia venezolana que por primera vez en nuestra historia iba a campar por sus fueros sin restricciones ni artimañas en el terreno del sufragio y por desventura nuestra lo que ha sucumbido bajo el golpe militar no es solo la actividad lícita de mi Partido, sino todo el sistema político de auténtica consulta de la voluntad popular para la constitución de gobiernos legítimos, sistema que no puede realizarse sino por medio de la existencia de organizaciones políticas con efectiva libertad de acción.

Y la verdad, la ingrata verdad, es ésta: la usurpación del poder llevada a cabo por las Fuerzas Armadas va encaminada forzosamente a la supresión de la actividad de los partidos políticos, siendo necesario reconocer que el proceso que acaba de culminar comenzó desde la misma noche del 19 de octubre de 1945 cuando se organizó la Junta Revolucionaria de Gobierno con mayoría de hombres de Acción Democrática.

Dos corrientes comenzaron a producirse en el seno de las fuerzas militares desde el primer momento: por un lado los jefes y oficiales dispuestos a mantenerse fieles al compromiso contraído con el pueblo de Venezuela de restituirle el uso plano de su soberanía política, fundamento de nuestro régimen institucional aunque nunca realmente practicado, a fin de que no fuese ya la voluntad omnímoda de jefes militares con respaldo de fuerzas armadas, la que decidiese en qué manos podrá quedar el gobierno de la República, sino la soberana voluntad del pueblo en comicios libres de toda presión; y al contrapuesto lado, los hombres de armas que no aceptan que se rompiese la tradición venezolana de que ellos y solo ellos pueden ser, en última instancia, los verdaderos electores puesto que eran legítimos herederos de aquel que alzó la arrogancia armada de sus arrestos de valentía ante la serenidad hermosa y enérgica, pero totalmente ineficaz del presidente José María Vargas. Conspiraciones y golpes frustrados fueron las tentativas por medio de las cuales los sostenedores de la tesis militarista quisieron detener la marcha del proceso cívico que se había iniciado y que queda señalado en nuestra historia por dos jornadas electorales: la que dio origen a la Asamblea Nacional Constituyente, el 27 de octubre de 1946, y la de la elección del presidente de la República y los senadores y diputados el ya mencionado 14 de diciembre de 1947, hermosos momentos de nuestra historia en los cuales el pueblo venezolano —hombres y mujeres, letrados y analfabetos— dio un admirable ejemplo de madurez de consciencia política y de plena capacidad para los ejercicios pacíficos del civismo. Pero si eso debió satisfacer a los militares de la primera de las actitudes mencionadas y definidas y que podríamos calificar de civilistas, en cambio, no podía sino lanzar por el camino de la violencia a aquellos otros que no estaban dispuestos a renunciar al tradicional privilegio que hasta el octubre revolucionario detentaron, directa e indirectamente, y he aquí cómo acaba de producirse el zarpazo.

Antes agotaron sus esfuerzos algunos altos jefes del ejército y entre ellos el ministro de la Defensa, en quien yo había depositado mi confianza, en el propósito de ablandarme para obligarme a ceder a sus ambiciones de prepotencia, llegando hasta a intentar imponerme líneas de conducta política. Resistía tales pretensiones con la entereza a que me obligaba

la confianza del pueblo depositada en mí, pronuncié las palabras enérgicas que el destino me dictaba, como también las más persuasivas que las circunstancias requerían, y cuando ya nadie podía dudar de mi inflexibilidad en la defensa del honor del poder civil con que el pueblo me había investido, cuando ya nadie podía acariciar la esperanza de que yo fuese un juguete en manos voluntariosas, se produjo una vez más el atentado de la fuerza contra el derecho.

Paralelo a ese antagonismo entre el poder civil y el poderío militar que tiene en Venezuela carácter histórico, venía desarrollándose y acentuándose el que se planteaba entre los tenedores de las fuerzas económicas más poderosas del país y la política de democratización de la riqueza y de justa remuneración del trabajo que por medio de créditos fáciles y baratos, en auxilio del pequeño industrial, del campesino y del obrero necesitado de vivienda propia, mediante una justa aplicación de la Ley del Trabajo amparadora de las legítimas reivindicaciones obreras, iba firmemente adelantando mi gobierno constitucional. Fuerzas de raigambre reaccionaria, aquellas, en la mayor parte de sus componentes humanos —porque hay, sin duda, honrosas excepciones— que no podían cruzarse de brazos ante esa mencionada política y a las cuales yo acuso, sin mínimo temor de incurrir en imputación calumniosa, de haber sido animadoras de esta concitación de las Fuerzas Armadas contra los derechos del pueblo en lo político y contra sus legítimas conquistas logradas en lo económico y social.

Poderosas fuerzas económicas las del capital venezolano sin sensibilidad social y, acaso, también las del extranjero explotador de la riqueza de nuestro subsuelo, del cual no era dable esperar que aceptase de buen grado las limitaciones que les hemos impuesto en justa defensa del bienestar colectivo con el aumento de sus tributaciones al fisco nacional y con la determinación de no continuar prodigando nuevas concesiones petroleras que han de ser reservas de la riqueza del porvenir de Venezuela, han sido ellas —no vacilo en denunciarlas, repito— las que han inflado la gana tradicional de poderío que alimentaban los autores del golpe militar hoy victorioso.

Pero hay todavía algo más que Venezuela e Hispanoamérica entera deben saber. Aquí ha ocurrido un acto más de la tragedia que en nuestra América viene ya padeciendo la democracia. ¿Quién maneja esa máquina de opresión que ya se ha puesto en marcha sobre nuestro Continente? ¿Qué significa la presencia constatada, por personas que me merecen fe absoluta, de un agregado militar de embajada de potencia extranjera en ajetreos de cooperador y consejero en uno de las cuarteles de Caracas mientras se estaba desarrollando la insurrección militar contra el gobierno Constitucional y de puro legítimo origen popular que yo presidía?

No ha sido pues, tal insurrección un accidente de nuestra vida política, de suyo propicia a las conmociones de este género, sino un síntoma más sobre la América de nuestra lengua y de nuestro espíritu, de algún propósito prepotente de impedir que nuestros pueblos afirmen su esencial característica democrática y desarrollen libremente su riqueza para obtener su independencia económica, a fin de que no puedan decidir su propia suerte histórica como pueblos soberanos.

Piensen en todo esto siquiera un poco los que hoy, ofuscados por las pasiones políticas, celebran el derrocamiento del gobierno constitucional que yo he presidido: penetren con ánimo sereno en el verdadero sentido de este acontecimiento y adviertan que no es cosa de que pueda regocijarse ningún partido político nutrido de sentimiento venezolano, y realmente puesto al servicio de la Democracia. La obra llevada a cabo por los hombres de Acción Democrática que hemos asumido responsabilidades de gobierno será juzgada por la historia imparcial, pero el destino que se está decidiendo en estos momentos no es el de un grupo político, sino el de un pueblo, nuestro pueblo, con derecho o no a decidir su propia suerte.

Y yo he cumplido el deber que me fue señalado, yo he defendido hasta el último momento de responsabilidad activa, la dignidad del Poder Civil cuyo ejercicio se me confió dentro del marco de las leyes y de esta nueva experiencia de mí mismo ante el destino no me llevo amarguras sino profundas satisfacciones: he sido objeto de la confianza de mi pueblo, fui lealmente asistido de la recta colaboración de compañeros de partido y de meritísimos ciudadanos políticamente independientes —lamentable excepción la del ministro de la Defensa Carlos Delgado Chalbaud— y junto con ellos he contribuido a que Venezuela hiciera, a su vez, una experiencia enaltecedora de su dignidad histórica que difícilmente podrá olvidar.

Respondan desde ahora de su porvenir quienes han empeñado las armas de la violencia contra los legítimos ejercicios del derecho.

Caracas, diciembre de 1948.


*Copiado del libro 24 de noviembre de 1948, de Marco Tulio Bruni Celli. Editorial Dahbar. Caracas, 2021.


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