Era solo bajar una espiral de escaleras alfombradas de rojo, que en el Teatro Municipal llevan hasta los camerinos, pero la agitación que brillaba en los rostros que pasaban como ráfagas de un lado a otro, hacían de aquello un purgatorio de nervios, con ángeles delgados en négligée y a medio pintar, apretando como a escondidas el botón de los filtros de agua; señoras atravesando pasillos con vestidos azules, plateados, brillantes, como si estuvieran guillotinando reinas o desnudando reinas a toda velocidad.

Un hombre con ojeras de agotamiento y cara de “me lleva el diablo”, exclamó frente a una torcida pared de papel:

―Dios mío, que Gilda y los demás artistas no vean ese catálogo… ¡escóndanlo, escóndanlo!― refiriéndose al programa completo de la temporada de ópera, que había sido mal encuadernado, peor impreso y para colmo alguien olvidó incluir allí a Gilda Cruz-Romo, la intérprete de Adriene Lecouvreur.

Era precisamente ella la artista que debía ser entrevistada poco antes de la salida a escena. Y ahí estaba ella frente a un espejo grande, rodeado de bombillos comunes y corrientes, maquillándose y soltando frases en varios idiomas, dependiendo de quien se asomase al camerino.

La entrevista fue a través del enorme espejo. Insinuó una silla que estaba al lado y no interrumpió su labor. Su esposo norteamericano de origen latino, grande y bien vestido, llamado Roberto B. Romo, se alejó un poco y ella dijo: “hola” mientras ponía en su rostro una base de maquillaje claro, una más oscura debajo de la barbilla y se trazaba una raya color toddy en el filo de la nariz.

La pregunta fue para el espejo:

―¿Este es el momento de más nerviosismo para usted?

Ella, una soprano mexicana que ha logrado desarrollar los papeles más difíciles por su privilegiado tono de voz y una disciplina de astronauta, respondió:

―Por eso me maquillo yo misma, para relajarme y no pensar en lo que voy a hacer, además de que me agrada hacerlo…

―¿Cuál es el acto más exigente para su interpretación de Adrienne?

―El tercer acto. El recitado viene muy pesado y luego el bel canto… aquella línea delicada de la última aria… –explica, haciendo alusión a la parte en que debe recitar la Fedra, de Racine.

Pesca submarina

Gilda Cruz-Romo toma un espejo pequeño: debe pegar minuciosamente, sobre sus ya largas pestañas, unas postizas, exigidas por la obra. Se pone rímel con destreza mientras habla:

―¿Cómo me inicie? No sé… una puerta abre a la otra y así seguimos. Lo más duro es triunfar en tu propio país, pero lo logré y casi no lo creí cuando sucedió. Lo demás ha sido dedicación y más dedicación, ante una responsabilidad que aumenta con cada ópera.

―¿Qué público es más complicado?

―Todo público es difícil cuando uno no está preparado. Antes, en mis inicios, decía que tenía los nervios de acero; después aprendí que no es así, que la responsabilidad que uno tiene es terrible.

A estas alturas tiene un ojo maquillado, mariposeado más bien, y otro no. Su esposo se asoma sin interferir. No tienen hijos “porque no los podríamos dejar, ni cargar como gitanitos”, según Gilda.

Se ríe alto, con repique de cencerro y música de saxo. Su voz es muy bella. Le causa gracia hablar de cómo se sacude el agotamiento, después de las temporadas de ópera en las cuales actúa. Ella y su esposo, quien tiene negocios en Nueva Jersey, donde están residenciados, se van de pesca submarina.

―Donde no suenan los teléfonos –se le ocurre decir y vuelve a reír, pero instantáneamente se vuelve melancólica y señala como un secreto, que de hotel en hotel, de avión en avión, se dedica a bordar. “Si no, te vuelves loco. Cuando se tiene el hogar y no se puede estar allí, dan ganas de cocinar, de hacer cosas caseras”.

―Debe haber tenido alguna actuación repleta de disgustos en su larga carrera…

―No. Siempre me he llevado bien con mis compañeros y no he tenido dificultades con las compañías. A propósito, creo que ha aumentado el número de compañías de ópera, al igual que se ha multiplicado nuestro público en el mundo… –comenta; cuando ya su rostro ha sido casi tomado por el de Adrienne Lecouvreur.

―¿Por qué se enamoró de su esposo?

―Ha sido muy bueno conmigo y a él le debo lo que soy… C’est l’amour… –contesta y se parece más a Adrienne que a Gilda, pero en bata de seda moderna.

Casi nunca van a la ópera cuando ella no actúa. Es un descanso. Se ladea un poco y la pregunta es ahora directa para Gilda:

―¿Cuál ópera la gustaría hacer?

―He estado en casi todas, pero quisiera ser Lady Macbeth. Y me ha gustado mucho hacer Tosca…

Sus ojos tienen un brillo lejano. Su voz está cambiando. Mueve las manos como una actriz de la Comedia Francesa. Adrienne observa las paredes del camerino, como buscando algo que sea familiar. Gilda se escapa irremediablemente de la entrevista. Tiene una sonrisa inquietante, y dice que adora la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer: “¡Ah, Gustav. Gustav, qué delicioso!”, expresa con ímpetu y luego le murmura al cristal caluroso del espejo: “Soy así de romántica aún”.

Su esposo se acerca. Es él quien habla esta vez, para decir que su angustia básica es enfrentarse al hecho de que su esposa, amante, amiga y compañera, cuando sube al escenario, es otra mujer: “Tengo que aceptarlo, luego la recupero cuando la ópera termina”.

―Teniendo la voz tan valiosa y hasta vital para su existencia íntima, ¿le teme a la gripe?

―Tengo la mentalidad extraña, mon ami. Soy fría en ese aspecto. No me envuelvo en frazadas, porque no puedo hacer más difícil esta carrera teniéndole miedo a la gripe –arguye, en tono distante. “Soy muy sana, es una bendición del cielo, no me quejo”, añade.

Es la tercera temporada, en varios años que trabaja en Caracas. Retorna al principio de la entrevista y saluda en francés a la mujer que entra con parte del vestuario.

―El tercer acto es hablado, hay que impostar la voz mucho más que si estuviera cantando. Con Adrienne tengo que pensar en francés, en la Francia de aquella época… ¡pero soy latina un doscientos por ciento!

―Tengo que comprender cuál es la estrella… –dice cerca de ahí el señor Romo, observando a Gilda, definitivamente enamorado de su mujer. Ella ha dejado encima del tocador los pinceles, las brochitas, el rímel y sus brazos han caído sobre sus piernas. Es Adrienne Lecouvreur. El espejo devuelve un rostro atormentado por el romanticismo, una nariz tan hermosa, que junto con la sonrisa conforma un conjunto estético casi agresivo: tiene que ser Adrienne, porque el señor Romo está mudo, petrificado bajo su traje de etiqueta negro y el cristal es una mujer de otra época, que se contempla para amar y morir; su pecho parece volcánico, anegado de música.

Los camerinos suenan como un hervidero de lentejuelas y pelucas tiesas; Adrienne está lista para salir del purgatorio hacia la escena después de 251 años. Gilda Cruz-Romo ha desaparecido, pero quizás es su voz la que susurra desde el fondo de su garganta un sencillo “adiós”.

¿Podía preguntársele a Gilda en ese instante desde cuándo no va a Guadalajara?


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