Beverly Pérez-Rego / Archivo

Por JESÚS MONTOYA

La hilandería es antigua: cobija en amalgamas de colores los cuerpos. Muchas historias, desde su oficio humilde y silencioso, fueron contadas en diferentes culturas a través de los tejidos. Abrigo o relato, las hebras hilvanan los distintos tránsitos del texto como noción barthesiana. El hilo atroz, la obra más reciente de la poeta venezolana Beverly Pérez-Rego, comprende un espacio de reflexión sobre construcciones coautoreales, en un sentido apropiativo, cuya desfiguración o reivindicación de tradiciones literarias sucumben como referencias encriptadas, unas más explícitas que otras.

Estas van trazando una modulación en tensión, por la cual pasan procedimientos de la poesía de la gran tradición hispanoamericana y anglosajona, enfocando la escrita por mujeres en español –especialmente la producida en el modernismo de América Latina– y en inglés –de donde provienen traducciones de Virginia Woolf y Jane Kenyon, como también ciertas formas del modernismo anglosajón, entre otras–, creando rincones donde los productos verbales rompen parámetros por medio de ambas lenguas: la peculiaridad de la rotura deviene de unir estas como hilachas. Un hilo verbal. Un hilo genésico al Uno, heterogéneo; un cordón umbilical que constituye paradigmas a ser expresados innovadores dentro de la poesía contemporánea venezolana, donde esta marca de referencia en tanto exploración intertextual desarrolla los espacios de un extrañamiento; una especie de pertenencia desdoblada, una mecánica de reclamación y renuncia con la tradición: tributo y ludismo, homenaje y sátira juvenalia.

El funcionamiento del texto recae en materiales escritos que confirman cierto inacabamiento; la arquitectura de una ruina, las calles de un espacio en caos. Ese caos, no obstante, se presenta desde la genealogía de una tradición plural, la cual viaja hacia un idioma fraccionado, lo que convierte el hilo conductor del libro en una perenne extranjería: “¿Qué confuso laberinto es este, / donde no puede hallar / la razón el hilo?”. Existe una conjetura entre lo que es ilegible, lo bocal/vocal y lo audible en el tejido como desmemoria, puesto el tejido viene fruncido en retazos. Sin embargo, este llega a embargar un tratamiento con la propia máquina y el taller de costura, valga decir, con su fabricación inicial.

En el poema “Capítulo XIII. (título ilegible)”, Pérez-Rego apunta: “El taller es el templo, el taller es el tiempo”. Así, es posible evidenciar en ese hilar una condición pasajera donde la escritura misma es la tejedora: desfigura el silencio transformado en tiempo, a la vez que este oficio, llevado en el pasado en su mayoría por mujeres, se vulnera: la acción de hilar comprende un intercambio de lo patriarcal a lo matriarcal: “Las místicas arañas enhebran la herencia: hilvanan la matria, descosen la patria”. Y esta herencia, de hecho, va estableciéndose como una tradición que suele verse opacada por la masculinidad del canon; provocando, a su vez, fluctuaciones, inadecuaciones, no solo con ese espacio masculino, sino también con el mismo femenino, sobre todo cuando se trata de una rememoración de la poesía escrita por mujeres en Venezuela: se ven los nombres y las referencias a Ana Enriqueta Terán, a Luz Machado, a Enriqueta Arvelo Larriva, pero también un (des)encuentro respecto a estas. Habría que apuntar, en este sentido, que el (des)encuentro de Pérez-Rego con sus precursoras y la transposición del título del libro, es sugerente a la obra El hilo de la voz. Antología crítica de escritoras venezolanas del siglo XX (2003), compilación hecha por Yolanda Pantin y Ana Teresa Torres. No obstante, esa moldura de poetas se extiende y traspasa, como comenté, a un espacio latinoamericano: allí son evidenciadas caricaturas y desfiguraciones, por ejemplo, a Neruda; en tanto que aparecen, por otro lado, como ludismo y reconocimiento, los nombres de Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Juana de Ibarbourou o Lucila Godoy –nombre de pila de Gabriela Mistral–, entre otros. Estos llegan a ser, hasta cierto punto, intercambiables, este efecto aviva la existencia de híbridos nominales como Juana Orozco: lo que apunta a un espacio donde el tejido pasa a ser innombrable, componiendo una función de mixtura y ensamblaje, completamente reflexiva a la poética de la obra de Pérez-Rego.

Ahora bien, lo referencial también atañe un elemento arqueológico como símbolo: en el poema “SEÑORA XOC”, concerniente al dintel 24, se alegoriza el poder político ejercido por la mujer en la civilización maya, el cual dispone, en este caso, un ritualismo a la torcedura del tejido. Los poemas aparecen muchas veces en metro, con leves rimas que los hacen expandir su resonancia, a través de ellas y de constantes repeticiones se genera un canto iniciático: “Y el hilo atraviesa mi lengua, / Y ensarta en la tuya su obsidiana, / Y tus ojos se cierran como libros, / Y tus manos se abren como lirios, / Y ruedan tus cuchillos por las losas”. Por otro lado, las referencias adquieren un potencial socio-político, su orden deviene a modelo de centón. Estas exploran una barbarie desatada que alegoriza el presente actual venezolano. Las fuentes, como en el caso del poema “Informe”, pasan a jugar un papel central, a través del ellas es manifestado al lector que la escritura no ampara una idea de originalidad, sino todo lo contrario. De esta forma, van apareciendo frases que conjeturan un collage de unoriginal genius (Marjorie Perloff). Tales frases en gran medida entrelazan una selección que alegoriza la misma concatenación que el libro propone; allí pueden leerse los nombres de los autores y los títulos provenientes de estos en tanto orígenes, los cuales son autorreferenciales para el entendimiento del reciclaje al que están siendo expuestos: “Ibarbourou, Juana: La promesa”; “Lope de Vega, Que los libros sin dueño son tienda y no estudio”; “Quevedo, Francisco, Las tres musas últimas castellanas”; “Mistral, Gabriela, Mientras baja la nieve”… Se trata de trece referencias y fuentes numeradas como notas al pie; las cuales reposan bajo un texto –informe– de tono blanquecino sobre su escritura, lo que exige cierto esfuerzo para entenderlo, como si las palabras quisieran hundirse en la página con las víctimas que retratan a manera de documento: “He prometido seguir denunciando sus preocupaciones a las autoridades pertinentes y a abogar por la justicia y la reparación para las víctimas, independientemente de quiénes sean los autores. Sé que hay muchas más víctimas y familias que no pude conocer, pero permítanme decir esto: Su lucha por la justicia es importante”.

La intertextualidad, la referencialidad y la apropiación fomentan el hilo mismo, son su marca ontológica. Los precursores, cuyos textos son diseccionados, intervenidos, remarcados, contienen un papel que va desde la traducción como invención, hasta el traslado del monólogo shakesperiano en su mecánica. El camuflaje de la escritura es ser otras escrituras, tejer con todos esos hilos ajenos. A su vez, como dije al principio, existe la figuración de un destiempo, una memoria imperceptible, donde hilo y poema –propio o ajeno– poseen la misma carga enunciativa: “Mi obra se llama incesto de hilachas, mi obra se dice a sí misma ágrafa, mi obra malhorada”; “Hay algo que me reconforta en el sonido de la desmemoria, en la vajilla estrellándose, que me hala; la bárbara locución del hilo de baba. El sonido que forjo. La mujer que no tiene una puerta en su boca. Alguien dice eso ahora y sigue diciendo y sigue diciendo”. Las referencias, por otra parte, comienzan a tornarse imágenes, a establecerse dentro de la narrativa: “Y pregunto a las tejedoras, mis hermanas, ¿qué horas son, Irenea? ¿Qué horas son, Luz? ¿Qué horas son, Ana Enriqueta? No podemos distinguir lo que vivimos de lo que soñamos, no puedo recordar si las viví o las soñé”. Este poema, titulado “Capítulo X. Un ave, un yunque, un garfio” –el cual es reescrito continuamente en la obra–, contiene un epígrafe de Borges que nos lleva hasta Funes el memorioso como subversión –habría que remontarse a ese cambio, incluso, genérico de Ireneo-personaje como cita– de una escritura y de una tradición que se va desdoblando, por ejemplo, en las tres versiones del poema titulado “Santa Erzsébet”.

El lector consigue, pese a la mutación de registros –poemas en prosa, poemas extensos en verso y, en ocasiones, otros más cortos– la manifestación de una lengua elidida, incómoda de un entre-lugar, proporcional a una borradura: en ella apenas es un bosquejo lo dicho. Murmulla así el lenguaje de las tejedoras –las ciegas, las sastras–, las cuales van dejando de lado, incluso, a quien las teje a ellas como materialidad indómita: “Resido en un reino de fragmentos que se inclinan, se doblan, platean mediatintas y astillas; me encuentro en lugares que niegan sus propios cimientos sumergidos, que cifran extravíos al material del que fueron construidos”. Son las tejedoras mismas la genealogía de las fibras verbales de una lengua en la que sopesa una condición de venezolana y en la que, además, el exilio abre surcos: “No distingo si esto es página o trapo. Mi condición de desmemoriada me impide honrar al plagiario de mi recuerdo. Mi condición de inadvertida me impide atribuir la nimiedad de quien me recuerda. Mi deplorable condición de venezolana me impide incurrir en el ditirambo, mas burlando la censura le digo al lector”. De tal manera que la identidad, sabiéndose en un peregrinaje, en una desmemoria (“Hay algo que me reconforta en el sonido de la desmemoria, en la vajilla estrellándose, que me hala”), en un silencio forzado, quiere quebrarse entre la reescritura de una tradición, embebida de distintos intertextos. La unicidad del libro es amparada en la variación de una voz que, aunque modifique continuamente su camuflaje, expone su fuerza a partir de un hilar que ha mantenido a lo largo de los poemas. Es decir, la resonancia como principal recurso parte de un ensamblaje de las distintas citas o referencias, bien sean, como apunté, implícitas o no; estas fundamentan la armonía de los registros variables a los que el lector va siendo expuesto.

Cuando el texto se fracciona en este hilo, la lengua se enrarece de haber regresado, de haberse ido, de no estar, en apariencia, en ninguna parte. No obstante, esa estadía mutable tiene nombre: Caracas; y ese regreso es, de alguna manera, inminente: “¿Cuál es el propósito de su estadía? / The unmeasurable light behind the eyes. / ¿Cómo se llama? / I have two moons and I am deserted”. El retorno siempre parece ser de manera forzada a una Caracas tachada: esto puede verse en los poemas “Llegar” y “Puerta”. La imagen del retorno es una senda en ruinas, como la desmemoria del hilar que Pérez-Rego –de manera magistral– en tanto mecánica textual propone a los lectores.


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