GERTRUD GOLDSMITH -GEGO-. MUSEO GUGGENHEIM BILBAO

Por LUIS PÉREZ – ORAMAS

I.

Hacia finales de los años setenta, en Venezuela la modernidad en materia de artes visuales había alcanzado a identificarse preponderantemente con la constelación de artistas abstracto-constructivos cuyas carreras habían emergido en París a comienzos de los años cincuenta (1). Estos artistas encontrarían, con el retorno de la democracia al país, a partir de 1958, un contexto privilegiado para desarrollar sus obras, particularmente a escala civil, durante las dos décadas siguientes (2).

Hacia 1978 era no obstante claro, para cualquier observador acucioso, que la obra de Gego, sin dejar de articularse plenamente en aquella constelación constructiva venezolana, se distinguía por marcar una diferencia significante, al permitir vislumbrar, más allá de los postulados estrictamente modernos, un territorio diferente para las artes visuales en el país (3). La crítica Marta Traba, exilada en Caracas durante esos años y testigo de excepción de la escena artística de la época, dejó constancia escrita del espacio inédito que se abría por entonces con la obra de Gego: «Implantada en Caracas —escribía en el catálogo de su primera retrospectiva—, la obra de Gego tiene una dimensión especial: se convierte en sinónimo de reposo y claridad, como los nenúfares tardíos de Monet, como los paisajes últimos de Turner: es el sitio-lago, el lugar que queda fuera de la contienda” (4).

A partir de esta aseveración, me pregunto entonces: ¿cuál es la relación de la obra de Gego con el lugar? ¿Qué tipo de lugar encarna en el panorama general de la modernidad venezolana? ¿Dónde, cómo, cuándo hace lugar su obra?

Más allá de la certeza indiscutida sobre el espacio simbólico que ocupa la producción de Gego, al abrirse hacia campos inéditos para la práctica —y para el pensamiento— del arte contemporáneo en aquel momento crítico en que se clausuraba un proyecto artístico constructivo identificado con la modernidad, mis preguntas se circunscriben a la dimensión más específica, singular, de la noción de lugar.

En otras páginas he argumentado que la modernidad para las artes visuales en Venezuela tuvo un sitio de origen, entre otros, al confluir la producción de obra y la invención de lugar en la figura de Armando Reverón, hacia el final de la década de 1920 (5). Desde entonces, el lugar de la obra se hizo indisociable de esta, mientras el mito moderno de la autonomía estética —obra sin lugar, obra desasida de lugar— se hacía notablemente ausente en el repertorio de la modernidad venezolana. Mi argumento buscaba entonces enfatizar la indisociabilidad de obra y lugar, subrayando el ejemplo del improbable artista moderno que fue Armando Reverón, quien para poder encarnar su intuición creativa tuvo necesidad de construir una casa adánica, un hortus conclusus, un tablado hechizado, un refugio, una escena, una ermita, un castillete. Este lugar singularísimo fue la vivienda y el taller de Reverón desde 1925 hasta su fallecimiento en 1954: choza y fortaleza rodeada de muros de piedra, su estructura central hecha con palmas de cocotero, tallos de caña y madera servía de enramada desde donde el artista podía ver, a contraluz, el enceguecedor paisaje del litoral caribeño. Desde entonces la modernidad en Venezuela tiene que ver también, además de con la inscripción de lugar, con las escaramuzas del aislamiento y con la idea de isla.

Es importante entender hasta qué punto aquella casa reveroniana, aquel lugar aislado, se había erigido a contrapelo de la eclosión monumental de arquitectura moderna que surgió con celeridad en un país de modestas escalas. Pero también se hizo aquella casa como una isla, como un impulso para contener en sus muros un fragmento de Arcadia —cuya pérdida la misma modernidad acometía— mientras alrededor la historia mutaba abrupta, sin cesar, en los cuerpos y las cosas.

Así como se puede argumentar que aquella fue una coordenada originaria para la aventura moderna en Venezuela, también se puede afirmar que la obra de Gego, especialmente a partir de 1969, y concretamente de su materialización como lugar reticuláreo, ocupa un sitio instrumentalmente conclusivo en esa historia de lugares y para esa misma modernidad. Me gustaría pensar que, ocupando dos extremos de un vector narrativo del arte moderno en Venezuela, Reverón y Gego están extrañamente vinculados. De allí la pregunta: ¿qué hay de lugar en la obra de Gego? Y ¿hasta dónde se puede pensar que también fue, a su manera, la Reticulárea una isla?

Esas islas, esos lugares son hoy, hasta cierto punto, ruinas. Porque las vicisitudes históricas de la nación que le dio refugio a Gertrud Goldschmidt en 1939, especialmente analizadas desde la perspectiva del presente, han tenido por efecto que se pondere el destino del proyecto moderno venezolano en términos de fracaso, como un campo devastado.

Pero esas ruinas son, sin duda, también, lugares modernos, y en ellas persiste, inconclusa o incoativa, la modernidad (6). Para citar a Louis Marin, sobre las ruinas:

Se lee en Vitruvio que uno de los tres modos de representación de la arquitectura es la ichnographia: el dibujo del plano, el geometral del edificio. Dibujo y destino: esta grafía, esta escritura o inscripción sobre la hoja de papel del arquitecto es la base de su proyecto, de la construcción por venir que se alzará sobre el suelo así marcado, desde el origen. Perrault en su traducción anota a Vitruvio para ofrecer la explicación etimológica del término «ichnographia». Del griego ichnos, huella. El plano sobre el suelo, a ras de superficie no es otra cosa que la huella que dejaría el edificio destruido por el tiempo, por la violencia de los meteoros y los hombres: el plano, dibujo primitivo del proyecto de construcción, es su ruina; equivalencia estructural perfecta en la que el pasado y el porvenir coliden, el origen y el fin se anulan a condición sin embargo de que el tiempo, la naturaleza o los hombres empujen su furor hasta el colmo de no dejar aflorar encima de la superficie ni el más mínimo muro, ni la más mínima columna, ni la más ínfima piedra sobre piedra. Colmo no negativo, sino neutro: el rastro del muro, la huella de la columna, la marca de la piedra como una escritura. El plano, la ichnographia, es una ruina limpia: propiamente la ruina donde se revela al ojo del arqueólogo el diseño razonado, la estructura ordenada, el ritmo del proyecto. El tiempo en esta estructura de presencia (o de representación) vacila entre dos orientaciones: flujo o reflujo, hacia el origen o hacia el final  (7).

Se pudiese argumentar entonces que, de Armando Reverón a Gego, el proyecto moderno de las artes visuales en Venezuela se identifica con el lugar, con la noción de lugar; primero haciéndose el lugar indisociable de la obra en la casa adánica de Reverón para, luego, hacerse la obra misma lugar, en la gran Reticulárea de Gego, concebida en 1969 y modificada e instalada en diversas ubicaciones hasta la muerte de la artista en 1994 (8).

Desde entonces la obra de Gego estará signada, en sus momentos más significativos, por su potencia de mareaje del lugar, notablemente a través de la proyección de sus sombras y, contrariamente al mito de transparencia desde el cual se ha pretendido interpretarla (9), generando opacidades en el espacio que ocupa; opacidades que se desdoblan en su prodigiosa vacilación estructural, en una aparente indecisión que anuncia, con ser híbrida y rizomática, o más bien archipelágica, los complejos y vastos territorios de lo neutro, sobre todo si se la considera en relación con una modernidad claramente determinada por la voluntad de poder, operadora de metamorfosis permanente, como máquina de transformaciones, así sea a nivel puramente óptico, tal como pudo serlo el Cinetismo (10).

Entre las ruinas y las islas, pues, entre los restos de modernidad y las estrategias o efectos de aislamiento que la encarnaron, cabría preguntarse por el rol de Gego, de su obra, en aquella contienda moderna de Venezuela, como la evocaba Marta Traba.

II.

Se puede establecer en Venezuela, quizás también en otros lugares de América Latina, una diferencia esquemática, genérica, entre las ruinas y las islas, entre ruinas que aparecen como signos truncados y aislamientos que se manifiestan como instancias de opacidad, de impenetrable densidad existencial, aislamientos que enmarcan la emergencia de manchas: obras hechas de manchas, obras marcadas, obras cuyas estrategias discursivas, cuya enunciación pasa por un sistema de maculaturas (de lenguaje, de materia, de sentido, de visibilidad).

Pudiera ser que la tradición moderna, la modernidad que adviene en Venezuela hacia la mitad del siglo XX, y que fue mayormente una suerte de voluntarismo modernizante, aquella modernidad voluntaria que pretendía redimir siglo y medio de atraso y de miseria, de aislamiento geopolítico  (11), no hizo más que producir ruinas ante las cuales es posible identificar islas: los aislamientos, los lugares-fuera-de-la-contienda en los que aparece otra faz de la experiencia moderna. Una modernidad no-destinada, una modernidad involuntaria, carente de proyecto o emancipada de su regulación proyectual, despojada de voluntad de poder, cuya resonancia no procedería de la inscripción —a imagen del signo— tanto como emergería en el síntoma —a imagen de la mancha—.

Es difícil imaginar a Gego en estos términos, pero eso es precisamente lo que estas líneas quieren sugerir: artista racional e ingeniera, inteligencia matemática, acaso la artista con mayor capacidad analítica de toda la constelación constructiva venezolana, pero también inmensamente poética; su obra marca una diferencia radical en el campo de la abstracción venezolana precisamente al acoger, estructuralmente, pero quizás también ideológicamente, a la mancha, a la huella, al rastro, al síntoma como elementos determinantes de sus efectos estéticos.

Se pudiera argumentar que, en la tradición constructiva venezolana, literalmente, la gran Reticulárea de Gego encarna ella misma la potencia crítica de una mancha. Una mancha de lento hacer, de diferimientos ralentizantes (12). Una mancha que opone su estática diferencia a la celeridad metamorfósica de las máquinas cinéticas. Una nube, también. Una nube de nudos e hilos de hierro. Una sombra, sin duda. Una sombra opaca en la claridad del espacio.

La Reticulárea es, pues, como tal, también, una isla en el proyecto constructivo venezolano, en el seno del cual emerge contra la primacía del signo —y de la claridad óptica— como una mancha informe. Ahora bien, no se trata de argumentar con este término complejo —y a menudo contradictorio— que la Reticuláreo carece de forma, al contrario: si algo la caracteriza es la exacerbación de sus propias claves formales hasta el punto de quebrar su dependencia de un modelo ideal, regulador. La Reticulárea sería informe solo en un sentido: que en su largo hacer(se) su forma no puede ser determinable; que va aconteciendo en el distendido tiempo de su producción sin que se pueda saber cuál será su forma, o su destino formal. Es por ello que Gego afirmaba, en una carta destinada a desistir de una invitación para que se instalase la Reticulárea, que esta empresa era imposible sin su presencia personal: porque no había plano regulador ni resultado previsible (13).

Por oposición al Penetrable, concebido en 1967 por Jesús Rafael Soto, figura central de la constelación constructiva venezolana, y luego instalado en incesantes y diversas «iteraciones», incluso después del fallecimiento del artista —una obra que es siempre idéntica a sí misma—, la Reticulárea no cesó de variar en cada una de sus instalaciones: cada vez, a cada ocasión, su forma mudó estructuralmente. Y cada vez, en la superficie de su apariencia, de sus diversas emergencias, la Reticulárea resultó, también, absolutamente inextricable: podemos percibir su totalidad, incluso la penetramos, pero no podemos desentrañar, en el acto de su percepción, su complejidad estructural (14).

Es precisamente en su inextricabilidad estructural que la Reticulárea resulta ser, a la vez, mancha e isla. Yo me pregunto también, con el ánimo de trascender el cerco binario: ¿es la Reticulárea, de otra forma entonces como mancha o como isla, también ruina?

El único elemento rigurosamente «ichnográfico» en la obra de Gego es su dimensión de sombra. En ello, junto a otros artistas que en menor grado elaboraron este asunto en sus obras, como Alejandro Otero, Gego se oponía a un principio rector del Cinetismo venezolano: la eliminación de las sombras, la aniquilación del efecto estético de las sombras (15).

Quizás para asentar su modernidad programática —y en su voluntad de aniquilar la representación— el Cinetismo se opuso a aquella antigua definición de la pintura como «escritura de las sombras» o «skiagraphia». A pesar de sus contradicciones y desviaciones, tales como las fases «barrocas» de Soto o «informales» de Otero, momentos literalmente umbrosos en medio de una lucha por convertirse el Cinetismo en un arte del tiempo presente, y en tiempo de presente, radicalmente anti-melancólico, el proyecto constructivo venezolano evolucionó mesiánicamente hacia el futuro eliminando todo rastro de melancolía, toda huella, toda mancha. No es pues en el rastro, no es en la huella, que opera la obra cinética, sino en la presencia, en el presente de su operación dinámica.

En ese sentido es esclarecedor pensar diferencialmente en la Reticulárea desde el Penetrable, y viceversa: el Penetrable no soporta huella alguna, no acepta que dejemos allí nuestro rastro salvo como anomalía de su programa, mientras que la Reticulárea es toda ella un sistema de huellas: buena parte de sus elementos estructurales manifiestan el rastro, la huella de su manipulación por la artista —presencia del material marcado, de la materia maculada— que se acentuará en la obra de Gego, notablemente en su segunda serie de Dibujos sin papel, hacia la década de 1980.

Pero aún más: instalada en el recinto blanco, ideal, diseñado por Gego para su última «iteración», la Reticulárea se presenta como una sombra en el espacio; en la inextricabilidad de todos sus rizomas y anudamientos, la Reticulárea aparece en el espacio como un archipiélago de sombras: como una gran mantilla, un inmenso velo en tejeduras, como una nube gris, como una estría en el ojo, como una mancha. Como un laberinto, también: «Los rincones, los recovecos, los callejones sin salida, aporos, las pistas falsas, los ángulos muertos, los encaminamientos hilflos, los skolia en zigzag, las escoliosis del espacio” (16).

Hay, además, un elemento cavernario en la gran Reticulárea: la irregularidad de sus inextricables formas —estas escoliosis espaciales— crean «nichos» a través de los cuales los espectadores transitan: por ello la Reticulárea se inscribe en el linaje artístico de la tipología de los penetrables, notablemente rico en América Latina (17). Pero, a diferencia del Penetrable de Soto, dentro del cual nuestro cuerpo es absorbido, incapaz de hacer «nicho» que persista como huella o rastro de nuestro pasaje o estadía, los “nichos» de la Reticulárea son espacios proporcionados a nuestro cuerpo: se pudiera decir que son, en esa moderna caverna de redes, anticipatoriamente, nuestros «nichos», el “nicho» de nuestros cuerpos, la huella (cóncava, vacía) de nuestro pasaje por la obra, o de nuestra anticipada venida, de nuestra estadía.

El asunto, a mi entender aún no discutido, es de gran importancia para una interpretación fenomenológica de la obra: porque toda obra «opera» o «agencia» a sus espectadores, incluso antes de que estos vengan a confrontarse con ella, puede decirse que toda obra contiene los indicios que anticipan esta presencia, y que forman parte, analógicamente, de su «aparato de enunciación” (18).

Lo que tendría de ruina la Reticulárea, pues, lo que tendría de rastro y de huella. No es, como en la ruina moderna, el efecto de una falla de programa, sino más bien el indicio de su ausencia. Por ello, la Reticulárea como mancha, su valor como presencia inextricable, aparentemente a-programática en el seno de la constelación constructiva venezolana interesa dentro de la lógica de las ruinas modernas, a condición de que la pensemos desde su potencia de perturbación, en su capacidad para «arruinar» precisamente los postulados rectores de aquel proyecto constructivo, neutralizándolos.

La Reticulárea-isla cobraría entonces una dimensión teórica dentro del panorama histórico de las artes venezolanas del final del siglo XX: la isla, para revenir sobre las palabras de Traba, es el sitio-lago, el lugar fuera de la contienda. Lugar neutro —nunca intermedio—, lugar —también— ajeno, lugar de extrañamiento, como la grande, progresiva, impredecible, indeterminable e inconclusa (siempre diferida) Reticulárea, la cual puede entonces interpretarse como una instancia desde donde se desmonta la dialéctica entre signo y mancha, así como las oposiciones binarias (que tanto y tan erradamente impulsaron Traba y sus seguidores) entre la constelación cinética y la (mal) llamada constelación informalista (19).

La noción de isla o lago —su poder neutralizante en la contienda— nos permite emanciparnos de la insulsa tiranía de la síntesis. Porque lo neutro:

Es el grado cero de la síntesis, o la síntesis de contrarios reducida al estado de pura virtualidad […]. Ni lo uno ni lo otro, a la espera de ser lo uno y lo otro, [lo neutro] es la potencia y no solamente el pasaje de lo uno a lo otro, zona, vacía aún, donde lo uno y lo otro vendrán a reconocer la figura de su unidad superior, su dómine. Pero también será el signo de su ‘polemicidad’ absoluta, la marca de su mutua destrucción… (20).

Trascendiendo esta oposición binaria, a menudo reductora y carente de matices, sería cuestión de dibujar un proceso —más que un estado determinado de cosas— en el cual la modernidad visual en Venezuela se permitió, incesantemente, con estrategias progresivas y regresivas, el acometimiento de pasajes entre el dominio del signo y el campo de la mancha, entre una estética de las inscripciones y una estética de las emergencias. El texto clave de este esquema de pensamiento es un temprano ensayo de Walter Benjamín, titulado De la pintura o signo o mancha (1917). En ese texto de juventud, procediendo contra el fondo conceptual de dos inferencias monumentales, a saber, las ideas de signo absoluto y de mancha absoluta, Benjamín se aproxima a la pintura para terminar definiendo, en la conclusión de su breve reflexión, precisamente, la existencia de «la mancha en el espacio”:

La esfera de la mancha aparece igualmente en las formaciones espaciales, así como el signo tiene sin duda una significación arquitectónica (y por lo tanto espacial) en ciertas funciones lineales. Dichas manchas en el espacio están, ya por su significación, visiblemente vinculadas a la esfera de la mácula; de qué manera lo hace es asunto que espera aún un análisis preciso. Porque ellas aparecen sobre todo como cenotafios o tumbas, entre los cuales, por supuesto, no son manchas en el sentido riguroso más que las formaciones arquitectónica y plásticamente informes (21).

Pensemos entonces en la gran Reticulárea como obra «informe»: estructuralmente inextricable, inexorablemente opaca. Forma que escapa a toda regulación previa para existir únicamente como acontecimiento en la lentitud temporal de su proceso de emergencia y en la stásis vectorial de su silenciosa apariencia. Pensemos, literalmente como la vemos, a la Reticulárea como una «mancha en el espacio», como una sombra, como una nube de mil alambres bordada. Pensemos, en fin, en la Reticulárea como en un cenotafio del proyecto constructivo venezolano, allí donde este desfallece.

La historia singularísima de la isla reticulárea, la historia de su lento hacer(se) no ya en (o contra) la constelación constructiva, sino en el paisaje más integral de las artes visuales del continente (y de aquel país) cobra así una dimensión fundamental porque narra, de iteración en iteración, de instalación en instalación, el proceso de su propia emergencia como mancha.

Interesaría volver, pues, a la frase de Traba, casi microscópicamente: esta isla mancha, este lago, este lugar-isla-lago en la contienda se convierte en reposo y claridad «como los nenúfares tardíos de Monet, como los paisajes últimos de Turner». Los ejemplos de Traba son elocuentes y particularmente pertinentes porque refieren a modelos de ‘tachismo’ pictórico, es decir encarnan en la historia del arte occidental el colmo, el summum, el más depurado de los resultados de la tradición de la mancha en pintura: de la pintura como mancha (y no como signo).

Habría entonces que volver a leer a Benjamín en aquel texto seminal sobre la pintura como signo o mancha. No para volver a quedar atrapados en las coordenadas del binarismo dialéctico, sino para entender esta sorprendente continuidad generativa de las islas-manchas en la historia de las artes venezolanas del siglo XX. Para así entender, quizás, que el ovillo oscuro y denso de la malla (y de la mancha) reticulárea se hizo eco también —a su manera deformada, antitética, sobreviviente, póstuma— de la primera mancha moderna, aquella blanca y eclipsada, brumosa y esfumada que empieza a manifestarse en la pintura de Armando Reverón a mediados de los años veinte para ir señalando la compleja escaramuza de una modernidad a-programática, también residual, in-destinada y acaso involuntaria, iniciando así una historia de entramados, de enramadas que aún espera por ser adecuadamente interpretada.

Me gustaría pensar que hacen sistema, en un guarismo hermético aún por comprender, Reverón, los Nenúfares, los últimos paisajes de Turner, el avatar reticuláreo y su epifanía como gran Reticulárea, Gego la arácnida tendiendo sus redes, horadando el espacio, distendiendo el tiempo; y que en ese opaco sistema, en esa tejedura improbable se articulan, desracinados y archipelágicos, neutralizantes en la contienda, a la vez, el silencio de los aislamientos y el enigma siempre indescifrable de las manchas.


Notas:

1 Como recapitulación de este proceso de emergencia, véase Arte constructivo venezolano 1945-1955. Génesis y desarrollo, cat. expo. (Caracas: Galería de Arte Nacional, 1980).

2 Un análisis más completo de este proceso, en Luis Pérez-Oramas: «Caracas: A Constructive Stage», en The Geometry of Hope: Latin American Abstract Art from the Patricia Phelps de Cisneros Collection, ed. Gabriel Pérez-Barreiro, cat. expo. (Austin: Blanton Museum of Art-The University of Texas at Austin, 2007), págs. 74-85.

3 Para un desarrollo más complejo de este argumento, véase Luis Pérez-Oramas, «Gego and the Analytic Context of Cinetismo», en Inverted Utopias: Avant-Garde Art in Latin America, ed. Mari Carmen Ramirez y Héctor Olea, cat. expo. (New Haven, Conn.: Yale University Press; Houston: The Museum of Fine Arts, 2004), págs. 255-61.

4 Marta Traba, «Gego», suplemento a Hanni Ossot, Gego, cat. expo. (Caracas: Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, 1977), pág. 11.

5 Para una discusión más amplía sobre la significación de este lugar en la narrativa de la historia del arte moderno en Venezuela, véase Luis Pérez-Oramas, «Armando Reverón: La gruta de los objetos y la escena satírica», en Luis Pérez-Oramas y Maria Elena Huizi, Armando Reverón: El lugar de los objetos, cat. expo. Caracas: Galería de Arte Nacional, 2001), págs. 11-51.

6 No pretendo afirmar que las obras de estos artistas son, materialmente, ruinas, aun cuando desde 1999 aquel lugar originario que fue la casa-taller de Armando Reverón devino, literalmente, en ruinas, al ser destruida por los trágicos deslaves que afectaron a la costa norte de Venezuela ese año. Igualmente, desde finales de la primera década del nuevo siglo, el conclusivo lugar reticuláreo en la obra de Gego, su Reticulárea (1969-97), se encuentra paradójicamente sin lugar, desincorporada del espacio donde Gego la concibió, desmontada, embalada, ella que es todo —y en todo- lugar permanece acaso a la espera de un mejor día en la historia cultural de la nación venezolana. Aun cuando la literatura sobre la ruina moderna es abundante, nuestro argumento se circunscribe al país que vio surgir inmensas iniciativas modernizantes traducidas en obras de escala civil, así como ambiciosos proyectos de infraestructura, hoy convertidos en campos de ruinas: una nación que ha perdido la capacidad de encontrar en la obra de sus grandes artistas modernos un vínculo promisorio, un sentido histórico. Al afirmar que aquellas «islas de modernidad» son hoy ruinas queremos subrayar la dimensión antropológica de algunos significantes de modernidad cuya resonancia, interrumpida por los accidentes de la historia, espera acaso un nuevo campo de recepción, una nueva efectuación.

7 Louis Marin, «Fragments d’un parcours dans les ruines de Poussin», en Sublime Poussin (París: Seuil, 1995), pág. 153.

8 Me refiero aquí a la instalación in situ en Venezuela de la obra comúnmente referida como Gran Reticulárea, que Gego instaló en 1969 en el Museo de Bellas Artes de Caracas y en la cual continuó trabajando, a lo largo de diversas oportunidades de reinstalación, hasta el final de su vida. Una segunda iteración de esta pieza, parcialmente compuesta de esculturas individuales, usando un sistema similar de articulación, fue instalada por la artista en el Center for Inter-American Relations (en la actualidad, Americas Society) en Nueva York el mismo año. Gego reciclaría algunas de estas partes y añadiría otras para una tercera reinstalación de la obra, con ocasión de la inauguración de la ampliación del edificio sede del Museo de Bellas Artes en 1974. Como consecuencia de la decisión administrativa de establecer un museo exclusivamente consagrado al arte nacional, la Galería de Arte Nacional (GAN) de Venezuela, cuyo acervo se alimentó inicialmente con las obras de artistas venezolanos que se encontraban en el Museo de Bellas Artes, la Reticulárea de Gego pasó a formar parte de la GAN, reinstalada por la artista en 1977.

La artista requeriría desde entonces de una sala especifica destinada a albergar permanentemente la Reticulárea, como condición de su cesión al nuevo museo; la obra fue reinstalada con participación de Gego, por última vez, en 1981. Finalmente, habiéndose acondicionado de forma permanente la sala según los requerimientos de la artista, la obra fue finalmente instalada en 1997, tres años después del fallecimiento de Gego, como parte de un proyecto expositivo titulado La invención de la continuidad, en el cual se investigaban las fuentes modernas del arte contemporaneo venezolano, para el cual actuamos como curadores Ariel Jiménez y quien esto escribe. Resulta importante señalar la distinción entre esta obra magna, central, en la cual Gego trabajó por más de veinte años, y la tipología de obras que la artista produjo usando el sistema de articulación y formal reticuláreo. Como resultado de esta distinción se puede definir en su producción: a) una instalación mayor, desarrollada durante más de dos décadas por la artista, conocida como la Reticulárea; b) un concepto estructural reticuláreo manifiesto en muchas obras de la artista, en todos los medios; c) un conjunto de obras escultóricas de menor escala, individuales, que responden a dicho concepto y son identificadas como Reticuláreas. Véase ut infra nota 12.

9 Para la más articulada elaboración de este mito de transparencia aplicado a la obra de Gego véase Mari Carmen Ramírez: “Between Transparency and the Invisible: Gego’s In-Between Dimension», en Gego. Between Transparency and the Invisible Houston: The Museum of Fine Arts Houston, 2005).

10 La clave de lugar que así se marca desde la modernidad hasta el arte contemporáneo en Venezuela espera aún mejores interpretaciones. Para alimentar los archivos por venir de esta reflexión me permito subrayar hasta qué punto los artistas que, a partir de Gego, determinaron la posibilidad del arte contemporáneo en Venezuela, re-inciden en la ideación de lugar, desde el célebre Impenetrable de Eugenio Espinoza (1972) hasta Héctor Fuenmayor (con su obra Citrus 6906 de 1973), sin olvidar a artistas como Antonieta Sosa o Claudio Perna, en cuya producción el lugar como estructura o como geografía ocupa un protagonismo preponderante.

11 Esta modernidad voluntarista fue también, en alguna medida, una tradición autoritaria o no plenamente despojada de los automatismos autoritarios ejercidos por las élites: celerista y ejecutiva, a veces fascinada con la autárquica primacía de la acción, que soñó identificarse con la nitidez del signo -claros mensajes, edificios funcionales, promesas productivistas- supeditándose siempre a la idea reguladora que procede del proyecto modernizador.

12 Es conocido el lento proceso de adiciones y sustracciones estructurales -nunca detenido hasta su muerte- que Gego dedicó, entre 1969 y 1994, a la hechura de esta obra, en sus múltiples «iteraciones» espaciales e instalaciones, así como en sus diversas variaciones. Para un estudio pormenorizado de la historia de esta obra, véase Maria Elena Huizi y Esther Crespin (ed.), Untangling the Web: Gego’s Reticulárea. An Anthology of Critical Response/Desenredando la red: La Reticulárea de Gego: Una antología de respuestas críticas, ed. Mari Carmen Ramirez y Melina Kervandjian (Houston: International Center for the Art of the Americas/Museum of Fine Arts, Houston; Caracas: Fundación Gego, 2013).

13 Véase carta de Gego a James Harithas, director del Emerson Museum of Art en Syracuse, Nueva York, 21 de julio, 1972. Archivo Fundación Gego, Registro ICAA 1148350.

14 Hacemos recurso de una distinción fenomenológica señalada por Maurice

Merleau-Ponty, entre la dimensión objetiva del conocimiento analítico y la dimensión fenomenal, constituyente, de la percepción. Según la primera, podemos conocer analíticamente lo que percibimos, pero nuestra percepción fenomenal, real, puede no coincidir con la realidad que revela ese conocimiento. Véase Maurice Merleau-Ponty, Phénomenologie de la perception (París: Gallimard, 1945), pág. 26g.

15 Véase Luis Pérez-Oramas, The Shadow’s Resistance: Alejandro Otero and Gego, cat. expo. (Caracas: Fundación Cisneros, 2005).

16 Véase Pascal Quignard, Leçons de solfège et de piano (París: Arléa, 2013), pág. 31. La traducción es del autor.

17 Sobre este tema, véase Luis Pérez Oramas, «Abstraction, Organism, Apparatus: Notes of the Penetrable Structure in the Work of Lygia Clark, Gego, and Mira Schendel», en Modern Women: Women Artists at the Museum of Modern Art, ed. Cornelia Butler y Alejandra Schwartz (Nueva York: The Museum of Modern Art, 2010), págs. 316-33.

18 Si bien las obras de arte visual no constituyen necesariamente discursos, ellas se presentan yen general responden al esquema de la enunciación en el que es posible distinguir lo que se enuncia, la enunciación como evento de apropiación de un instrumental semántico, significante, y el aparato de la enunciación que sirve a este propósito y soporta la calidad del enunciado. Para este esquema, véase Émile Benveniste, «L’appareil formel de l’énonciation», en Problèmes de linguistique générale, 2 (Paris: Gallimard, 1974), pág. 79-88.

19 La tentativa continua, renovada en el espacio internacional por el ánimo asimilador de la industria museal nor-atlántica, de reducir el panorama de las artes visuales modernas venezolanas a los términos exclusivos de esa contienda binaria —Cinetismo versus Informalismo — padece de una afligente incapacidad para constatar la complejidad de la realidad al desconocer los constantes pasajes entre uno y otro (Elsa Gramcko, Alejandro Otero, Mateo Manaure, Gego, el mismo Soto), las excepciones (Carlos Puche) o las singularidades absolutas (Alberto Braun, Alfredo Cortina).

20 Véase Louis Marin, «Du neutre pluriel et de l’utopie», en Utopiques: jeux d’espaces (París: Minuit, 1973), págs. 32-33.

21 En dicho texto Walter Benjamin plantea la distinción entre la inscripción exterior del signo —»la marca de Caín, el signo con el cual estaban marcadas las casas de los israelitas durante la décima plaga de Egipto, el signo parecido a este de Alí Baba y los cuarenta ladrones»— y lo que emerge como mácula —»los estigmas de Cristo, el rubor, quizás la erupción leprosa, las manchas de nacimiento»-.Véase Walter Benjamin, «De la peinture ou signe ou tache» (trad. Marcus Coelen) en Interlope la curieuse (Nantes: École Supérieure de Beaux Arts de Nantes, n.° 13, diciembre de 1995), págs. 47-49.


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