Guillaume Apollinaire

Por RAFAEL ARRÁIZ LUCCA

El fervor de los poetas

Por su parte, José Antonio Ramos Sucre leyó con fervor algunas obras de la literatura francesa, dejemos que sea él mismo quien lo exprese en una carta que le envía a su hermano Lorenzo, el 24 de marzo de 1921. Afirma:

“La Ilíada, La Odisea, Plutarco y Virgilio, El Edda o sea la Mitología escandinava (este último libro te lo consigue Francois Jarrin, Rue des Ecoles 48 o J. Gamber, Rue Danton 7), la Divina Comedia, Orlando Furioso por Ariosto, Don Quijote en español, el Fausto de Goethe, el Telémaco, las Mil y una Noches.

Leer, aunque no los tengas:

Teatro inglés (Shakespeare), Teatro español (Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina, Alarcón) Teatro griego (Esquilo, Sófocles, Eurípides), Teatro francés (Molière, Racine y Cornielle). Con leer algún drama de cada autor te basta.

Te basta leer algún ejemplar de cada tipo de novela: Novela picaresca (Gil Blas). Novela de casualidades inverosímiles (Tres Mosqueteros). Novela histórica (Walter Scott). Novela típica de Inglaterra (Dickens, Jorge Elliot que es mujer). Novela típica de Francia (Balzac). Novela típica de Rusia (Dostoyevsky). Novela típica de España Moderna (Galdós, Pedro Antonio de Alarcón, el dramático es Ruiz de Alarcón).

Los mejores manuales de historia universal son los de Duruy, y la mejor historia de Venezuela es la de Baralt que debes tener propia.

El día que hayas leído todo esto poseerás una cultura literaria enorme. Ya ves, no es necesario leer muchos libros, sino los libros característicos de cada nación y de cada época”.

(Ramos Sucre, 1980: 451)

Imposible que a un hombre de la cultura de Ramos Sucre le fuera ajena la literatura francesa, al igual que a Salustio González Rincones, el poeta de la promoción de la revista Alborada (1909), que vivió en París muchos años y murió muy joven en la travesía entre Francia y Venezuela, del mal de la época.

A la generación de 1918 le siguió la de la Vanguardia. Esta tuvo en Áspero de Antonio Arráiz un detonante, en 1924. La Vanguardia, propiamente, estuvo integrada por Pablo Rojas Guardia, Luis Castro, Miguel Otero Silva y Carlos Augusto León, quienes, evidentemente, entregaron sus versos por un propósito revolucionario en el terreno político. Los trabajos del tiempo que, dicen, van poniendo las cosas en su sitio, fueron decantando las obras de estos poetas de la Generación de 1918 y de la Vanguardia, al punto que lo mejor de sus creaciones surgió después de sus momentos de irrupción generacional. Es el caso de Paz Castillo con El muro (1964); de Luis Barrios Cruz con Respuesta a las piedras (1931); de Luis Enrique Mármol con La locura del otro (1927); de Jacinto Fombona Pachano con Las torres desprevenidas (1940), de Rodolfo Moleiro con Tenso en la sombra (1968) y del desmesurado Ramos Sucre con sus tres libros: La torre de Timón (1925), Las formas del fuego (1928) y El cielo de esmalte (1928). A la nómina anterior se suman dos poetas singulares: Alberto Arvelo Torrealba quien, más adelante, nos dejó su recordado Florentino y el diablo (1957), y el extrañísimo Salustio González Rincones, cuya obra singular casi no se conoció en su momento en Venezuela y fue luego, gracias al trabajo de antólogo de Jesús Sanoja Hernández, cuando pudimos conocerla, en la Antología Poética publicada por Monte Ávila Editores en 1977.

Es evidente que la Vanguardia venezolana forma parte de una eclosión unánime en el arte del mundo occidental. En tal sentido, suscribo lo dicho antes, en cuanto a la influencia determinante de Guillaume Apollinaire en los movimientos vanguardistas del mundo, y en cuanto a haber sido París el epicentro de este movimiento del arte: “La vanguardia no fue, como sabemos, un movimiento literario exclusivamente; fue un movimiento estético, fruto de circunstancias históricas, que atañó a todas las esferas del arte y, en consecuencia, de la política, de la vida social; todas la esferas de la realidad fueron tocadas por su influjo en movimiento de ola: dando y recibiendo. La comunión entre diversas manifestaciones del arte fue su signo: ¿cuánto no le debe el simultaneísmo de Apollinaire al cubismo? ¿No es evidente la relación entre los procedimientos simultaneístas y la técnica cinematográfica? Pero el trasvase no fue solo genérico; también lo fue geográfico o, lo que es lo mismo, cultural: ¿de dónde vienen los haikú que de súbito comienza a cultivar el poeta mexicano José Juan Tablada? ¿No seguía entonces la ruta ya señalada por Darío en su búsqueda oriental? Si algo caracteriza a la Vanguardia, y ciertamente en analogía con el Romanticismo y el Modernismo, fue llevar la búsqueda hasta sus consecuencias más arriesgadas: el Cosmopolitismo estuvo de la mano de su pariente más cercano: lo mestizo, lo vario; de allí que la indagación traspasó las lenguas y, más que políglota, fue polilingüe en el sentido combinatorio simultáneo; pero también fue poliforme y acercó a disciplinas del arte, en su afán combinatorio, que antes no sobrepasaban la vecindad…

Pero Apollinaire no se queda quieto: frente a sus hazañas espaciales sobre el blanco del poema, ¿qué puede significar la rima? Nada, su sentencia de muerte acaba de ocurrir: nace el verso libre; adiós al corsé de la rima, adiós a los metros, campo libre para el poema directo, campo libre para todas las formas. Estamos en dos guerras: la de las trincheras, a la que ha ido también Apollinaire, y la de las palabras y las formas y las imágenes. De aquellas batallas regresa con el vómito en la boca el poeta, y pronuncia, en 1917, su manifiesto intitulado “El espíritu nuevo”, su última conferencia, muere en 1918. Afirma: “El espíritu nuevo admite las experiencias literarias aún más arriesgadas, y esas experiencias son a veces poco líricas. Por eso el lirismo en la poesía de hoy no es más que un patrimonio del espíritu nuevo y se conforma a menudo con búsquedas e investigaciones sin preocuparse en darles significación lírica. La sorpresa es el más importante resorte nuevo”.

Al mismo tiempo, Tristán Tzara, un húngaro enfebrecido, ha sido el catalizador de la misma impronta de Apollinaire; es el formalizador de lo que está en el ambiente: Dadá. Todo y nada o, mejor aún, la negación de todo para el surgimiento de algo. Que nada quede en pie para que todo se levante; frente a todo, nada; frente a la razón, lo absurdo. El movimiento dadaísta es naturalmente provocador, erosivo, abrasivo; sus integrantes son los precursores de la performance de hoy, los que primero toman conciencia de la conceptualidad del arte, de su futilidad, de su delicuescencia espectacular: se consume en un acto.

La capital de toda esta revuelta es París, y es en ella donde Apollinaire y Tzara ofician sus misas, y es allí también donde un compañero de viaje rompe lanzas por su lado: André Breton. Sin los descubrimientos de Sigmund Freud, en Viena, lo que va a llamarse el surrealismo no habría existido. Su deuda es evidente: el arte ahora va a darle respuesta a ese otro mundo hallado por Freud: el subconsciente, algo que está por debajo de lo otro, algo subracional, algo que nos visita en sueños y cuyas imágenes son imposibles. De allí a la escritura automática hubo un paso: el sueño de Breton tomaba cuerpo sobre el papel; sin la mano de la razón iban llegando hasta la página en blanco los hijos naturalmente oníricos de aquella experiencia inédita. La partida de nacimiento de esta experiencia arroja una fecha: 1924, año del Manifiesto Surrealista redactado por André Breton. Ya la vanguardia ha llegado al centro del laberinto, donde brama el minotauro. Será desde allí desde donde irradie su influjo.” (Arráiz Lucca, 2002:125-127).

La muerte del general Gómez, el 17 de diciembre de 1935, condujo a que en el año siguiente se iniciara un ciclo de eclosiones de diverso signo. La poesía no estuvo ausente y dejó lo suyo con el grupo Viernes. Inspirado por la-rosa-de-los-vientos de los navegantes, este grupo le abrió las puertas al mundo. En él cerraron filas Vicente Gerbasi, José Ramón Heredia, Pascual Venegas Filardo, Luis Fernando Álvarez, Otto D`Sola y Pablo Rojas Guardia. El espíritu de Viernes es múltiple, como el emblema de la Rosa de los vientos lo proclama, pero el aliento predominante es el del Surrealismo.

“De todos los ismos inaugurados por la vanguardia, el más cercano a los viernistas es el del surrealismo, pero no el surrealismo en su versión afecta a las experiencias de la escritura automática, sino al surrealismo como licencia, como clima propicio para indagaciones en los territorios de lo onírico, del subconsciente, del misterio. Más que imágenes imposibles, frutos de alucinaciones oníricas, lo que este surrealismo viernista busca es la articulación de la voz profunda, la de las entrañas… Además de sus propias obras, que algunos comienzan a publicar a partir de 1936 en ediciones auspiciadas por el propio grupo, en la revista que comienzan a producir a partir de 1939, y hasta 1941, dieron a conocer unos autores que los lectores venezolanos desconocían casi totalmente. Rilke, Hölderlin, Rimbaud, Valery, Novalis e incluso Eliot fueron algunos de los nombres que comenzaron a divulgarse a partir de la publicación de sus poemas en la revista. Con ello, ofrecían claves sobre el universo de sus lecturas, a la par que le abrían las puertas a la obra poética acometida en lenguas distintas al español desde universos psicológicos diversos, que venían a enriquecer el ambiente literario de aquella Venezuela periférica. Este aporte universalista ya sería suficiente para considerar a Viernes un grupo fértil, ya que ensanchó los campos de ejercicio de nuestra poesía, pero las obras de sus oficiantes también aportan lo suyo. (Arráiz Lucca, 2002:145).

De modo que André Breton y su Manifiesto Surrealista de 1924, así como el espíritu y el desenfado de este movimiento, será el que mayor influencia tendrá en los poetas de Viernes. Imposible no vincular al Surrealismo con los hallazgos de Freud acerca del subconsciente, como apuntamos en la cita anterior. También es evidente a los efectos de nuestra indagación, la influencia de un movimiento artístico nacido en Francia, el Surrealismo, que prendió en la psique de los poetas venezolanos del grupo Viernes y no se detuvo allí, ya que en la poesía de los años 60 la impronta surrealista todavía era determinante.

Liscano califica como “reacción hispanizante” a los poetas de la llamada generación de 1942, que entonaron su canto en reacción a Viernes. A esta camada pertenece el propio Liscano, junto a Juan Beroes, Aquiles Nazoa, Ana Enriqueta Terán, Luz Machado, Luis Pastori, Rafael Clemente Arráiz y, poco tiempo después, Ida Gramcko y José Ramón Medina. Beroes y Terán blanden la fuerza del soneto castellano, algo similar intentan Medina y Machado. Liscano y Nazoa hacen sus intentos personales y Gramcko inicia su verso enigmático. Como siempre, los mejores poemas llegan después de la irrupción. Es el caso de Liscano con Cármenes (1966), Los nuevos días (1971) y Vencimientos (1986); de Machado con La casa por dentro (1965); de Gramcko con Los poemas de una psicótica (1964); de Medina con La edad de la esperanza (1947) y de Terán con El libro de los oficios (1975).

En esta promoción la literatura francesa influirá en términos individuales, pero no grupales porque el énfasis de esta camada estuvo, precisamente, en volver a España, apartándose del Surrealismo francés. Liscano mismo fue muy cercano a Francia, allí estudió el bachillerato, hablaba francés como el español, se refugió en los años 60 en París, en el exilio político, de modo que si alguna cultura influyó en su formación fue la francesa, no así los otros integrantes de esta promoción.

Entre los poetas que se inician en la década de los cuarenta y los de los grupos literarios de los sesenta, irrumpen tres autores principales: Juan Sánchez Peláez, Elizabeth Schön y Alfredo Silva Estrada. El libro que hizo de Sánchez Peláez un autor muy leído fue Elena y los elementos (1951), esta obra fue piedra de base para la generación posterior. Schön y Silva Estrada, cada uno con su voz propia, supieron cazar sus formaciones filosóficas con la palabra poética. Schön es autora de un texto hermosísimo: El abuelo, la cesta y el mar (1967), además de otros poemarios de significativa coherencia. Silva Estrada, por su parte, ha sido fiel a sí mismo. Su poesía abstracta, afecta a las formas geométricas, se distingue en el panorama venezolano. En la poesía de Sánchez Peláez se respiran aires surrealistas, sin la menor duda; mientras en la de Silva Estrada advertimos cierto abstraccionismo que nos recuerda estructuras artísticas francesas. No en balde Silva Estrada amplió sus estudios de filosofía de la Universidad Central de Venezuela en La Sorbona, en París, donde vivió durante casi diez años.

La llamada generación de los sesenta se agrupó en tres equipos: Sardio, El techo de la ballena y Tabla redonda. Vistos a la distancia, sus propósitos eran ensamblar la épica revolucionaria política con la palabra poética. Enfrentar a los correctos usos de “la burguesía” los disparates maravillosos del Surrealismo. En cierto sentido, fueron tanto o más románticos que los románticos. A la distancia, también, lo mejor de estos autores ha sido fruto de sus bodegas personales y no de sus almacenes colectivos: Los cuadernos del destierro (1960) y Falsas maniobras (1966) de Rafael Cadenas, Fantasmas y enfermedades (1961) de Francisco Pérez Perdomo, Dictado por la jauría (1965) de Juan Calzadilla, para citar sólo poemarios valiosos que fueron escritos y publicados en aquellos años. Luego, como siempre, la nómina de autores ha entregado sus mejores joyas, después. Se iniciaron en aquellos años del proyecto de unir arte y vida, los poetas Guillermo Sucre (La mirada, 1970), Luis García Morales (Lo real y la memoria, 1962), Ramón Palomares (El reino, 1958, Paisano, 1964), Caupolicán Ovalles (¿Duerme usted, señor presidente?, 1962), Arnaldo Acosta Bello (Hechos, 1960), Víctor Valera Mora (Amanecí de bala, 1971) y José Barroeta (Todos han muerto, 1971). A los grupos caraqueños se suma uno zuliano: Apocalipsis, integrado por Hesnor Rivera y Miyó Vestrini, entre otros.

De los sesenta hasta nuestros días la voz poética ha seguido soplando su fuego. De la misma generación, pero habitante de Valencia, la obra de Eugenio Montejo no ha dejado de crecer. Memorables son sus libros Algunas palabras (1976), Terredad (1978) y Alfabeto del mundo (1987), para sólo citar tres de los poemarios de este sólido autor, ya leído fuera de su patria. De la capital de Carabobo son Reinaldo Pérez Só, Alejandro Oliveros y Teófilo Tortolero. Los dos primeros, integrantes de la primera promoción posterior a la de los sesenta. Formada por Alfredo Chacón, Luis Alberto Crespo, Hanni Ossott, Enrique Hernández D’Jesús, Luis Camilo Guevara, Alfredo Coronil Hartmann, Eleazar León, Gustavo Pereira, Blas Perozo Naveda, Eduardo Zambrano Colmenárez, Joaquín Marta Sosa y Eli Galindo.

Los años setenta coinciden con la llegada a Venezuela de la práctica del taller literario. En el Celarg, en la UCAB, se inició esta práctica favorable. A mediados de la década se forma el taller Calicanto, que guió por años Antonia Palacios. A él asistieron los futuros integrantes de los grupos Tráfico y Guaire que, decididamente, iniciaron una revisión crítica de la poesía que los precedía. Querían salir de la cárcel del poema breve, del ontológico, del magicista, para acercarse a la voz de la comunidad. En estos grupos estuvieron Yolanda Pantin, Miguel y Alberto Márquez, Igor Barreto, Armando Rojas Guardia, Rafael Castillo Zapata, Luis Pérez Oramas, Leonardo Padrón, Nelson Rivera, Armando Coll, Alberto Barrera Tyszka y quien esto escribe. A esa impronta grupal le queda el mérito de haber abierto las puertas del poema aún más.

El fenómeno siguiente más interesante fue la conformación de un sistema planetario femenino, que fue haciéndose imperceptiblemente, pero que, sin embargo, constituye un hecho principal. De él forman parte los libros de Yolanda Pantin, María Auxiliadora Álvarez, Blanca Strepponi, Alicia Torres, Sonia Chocrón, Marta Kornblith, Laura Cracco, Cecilia Ortiz, Patricia Guzmán, Verónica Jaffé, Blanca Elena Pantin, María Clara Salas, María Isabel Novillo, María Antonieta Flores y Carmen Verde Arocha. Por su parte, al margen de los grupos y de los fenómenos socioliterarios, ha avanzado la poesía de Harry Almela, Alejandro Salas, William Osuna, Santos López, Tarek William Saab, Adhely Rivero y José Antonio Yépez Azparren, y tantos otros que trajinan con la palabra poética.

Casi todas las promociones surgen negando a sus inmediatos antecesores y afirmando nuevos propósitos, correspondiendo así a la llamada “tradición de la ruptura”, que tanto ha cundido en Latinoamérica de la mano del mito revolucionario. Pareciera que esto puede cambiar, pero no somos videntes. En todo caso, una comunidad se reconoce madura cuando es capaz de establecer sus líneas de continuidad, más que los puentes rotos de los estallidos. La poesía venezolana se ha desarrollado en medio de las tensiones naturales de todo proceso sociocultural. No obstante, estas líneas dan cuenta de una tradición, de una continuidad que se enriquece con los cambios.

La influencia de la literatura francesa es notoria en promociones generacionales y en individualidades, como hemos señalado a lo largo de estas líneas. Veamos ahora el universo de la narrativa.


*Las tres entregas restantes de este ensayo serán publicadas los días 1, 2 y 3 de diciembre, en este mismo espacio.



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