Por LINDA LOAIZA / LUISA KISLINGER

La mañana del 27 de marzo de 2001, a pocas semanas de haber llegado a Caracas, salió del edificio Nathaly en la avenida Panteón, con su tesis de bachillerato más varios documentos con los que debía hacer algunos trámites ante el Ministerio de Educación. Es una calle ciega en la que funcionan una pequeña librería, una panadería y una ferretería. A unos pasos de la puerta, un individuo la abordó por la espalda y, a punta de pistola, la arrastró hasta una camioneta Cherokee color vinotinto, a la cual la obligó a entrar por el lado del conductor en medio de un intenso forcejeo. Una vez en el carro, la acostó por la fuerza en el suelo, la amenazó de muerte y arrancó calle abajo, hacia un hotel no muy lejos de donde la había raptado.

Los primeros momentos fueron de confusión y de angustia. Linda lloraba y pedía que la dejara ir. Pero realmente era poco lo que ella podía hacer. Su captor, un hombre 18 años mayor que ella, la doblaba en estatura y fortaleza física. Con apariencia de ejecutivo, pero de ademanes agresivos, portaba un arma con la que la amenazaba. Le decía que si se resistía la mataría. La llevó al Hotel Aventura, ubicado en San Bernardino, una urbanización al noroeste de Caracas, a los pies del cerro El Ávila. Antes de estacionar, volvió a advertirle que la asesinaría si intentaba gritar y procedió a guardar el arma dentro de su saco.

El hombre que la había secuestrado era Luis Antonio Carrera Almoina, quien pertenece a una familia acomodada y notable, parte de la élite intelectual y política venezolana. Es el segundo hijo de Gustavo Luis Carrera Damas, conocido investigador, escritor y profesor universitario, miembro de la Academia Venezolana de la Lengua, parte del clan Carrera Damas formado por varios hermanos, todos conocidos en predios políticos y académicos. Gustavo Luis, quien para el año 2001 se desempeñaba como rector de la Universidad Nacional Abierta, es tres años menor que su celebrado hermano, el historiador e intelectual Germán Carrera Damas, y once años menor que Jerónimo Carrera Damas, quien en vida fuera presidente del Partido Comunista de Venezuela. Otro de sus hermanos era Felipe Carrera Damas, médico psiquiatra y sexólogo, muy conocido y apreciado por sus investigaciones en torno al comportamiento sexual de la población venezolana, además de fundador de la Sociedad Venezolana de Sexología. Su madre, Pilar Almoina de Carrera, fallecida en el año 2000, era también una reconocida investigadora, escritora y profesora universitaria de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela (UCV), especializada en la recopilación de cuentos de la tradición oral venezolana. Su hermana mayor, Laura, arquitecta egresada de la UCV, ha estado íntimamente vinculada a los gobiernos de la era chavista y a sectores culturales afines al oficialismo. Estuvo involucrada en el proyecto para la creación del Museo de Arte Popular, del cual fue nombrada directora, además de haber sido directora interina del Museo de Barquisimeto. En 2012 participó activamente en la convocatoria de un concurso para conmemorar los 20 años del golpe de Estado llevado a cabo por un grupo de militares encabezados por Hugo Chávez. Ese concurso, dirigido a artistas a nivel nacional, lo describió como “una oportunidad que (ayudaría) a establecer una memoria sobre este importante momento histórico que ocurrió en el país.”

Carrera Almoina mantenía una relación muy cercana con su padre, tras cuya sombra parecía vivir. Hablaba diariamente por teléfono con él. Se presentaba como ingeniero agrónomo, ganadero e “hijo del rector.” En realidad, no tenía trabajo estable conocido ni residencia fija. Vivía, más bien, en función de lo que su papá podía proveerle material y simbólicamente. Su estatus socio-económico prominente fue de las primeras cosas que le hizo saber a Linda tras secuestrarla, así como el cargo de rector que detentaba su padre. Y a lo largo del cautiverio se aseguró de repetirle que ese estatus, el cargo de su papá Gustavo Luis y sus numerosos contactos, eran los salvoconductos que le garantizaban impunidad. Hizo sus estudios de bachillerato en un colegio privado del este Caracas, combinados con una temporada en Francia. Su personalidad extrovertida y facilidad de expresión son dos de las características que la gente más recuerda de él. Durante uno de los juicios, Luis Antonio fue sometido a evaluaciones para determinar si tenía algún tipo de alteración psicológica o emocional que pudiera explicar algunos de sus comportamientos o actuaciones. El diagnóstico reveló que no se evidenciaba enfermedad mental alguna. Sin embargo, el informe señaló que presentaba “(…) rasgos disociales de la personalidad, no teniendo capacidad de empatía (y) (…) un bajo nivel de tolerancia a la frustración (…)”

II

En la entrada del Hotel Aventura hay una rampa que conduce a los vehículos hasta la puerta del lobby. Allí se detuvo la camioneta. Antes de bajarse, Carrera Almoina le habló en tono amenazante y agresivo a Linda.

“No llores. No grites. Actúa normal. Sonríe. O si no te mato.”

Aterrorizada, a Linda le costaba contener las lágrimas. Pero logró disimular lo justo antes de entrar al lobby mientras él la sujetaba con fuerza por el brazo. Con aire de confianza, Carrera Almoina entró al hotel preguntando por la señora Nancy, quien apareció unos minutos después para informarle que su habitación aún no estaba lista. Con la mirada, Linda trató de hacer señas a la gente que se movía a su alrededor para que la ayudaran, pero nadie le puso atención. Tendrían que esperar aproximadamente una hora. Lloró y a trató de gritar. Carrera Almoina apresuró el paso para sacarla de allí. Se devolvieron hacia la rampa, mientras él la apretaba por el cuello tratando de evitar que alguien la viera. Tenía miedo y no paraba de pensar en cómo escapar. La empujó dentro del carro y le colocó el cinturón de seguridad. Cerró su puerta y caminó hacia el puesto del conductor. En ese breve trayecto, Linda se sacó el cinturón y abrió la puerta del carro para bajarse y correr, pero él se percató rápido de lo que sucedía. Ágilmente corrió por delante del carro hacia la puerta de ella para forzarla a quedarse adentro y amenazarla. Se volvió a subir y comenzó a golpearla con saña mientras echaba a andar el carro.

Se desplazaron hasta las residencias Dorávila, en la urbanización Los Palos Grandes, al noreste de Caracas, lugar de residencia de su padre. Nuevamente, antes de bajarse, la amenazó y esta vez la abrazó para caminar desde el estacionamiento hasta el ascensor. Allí se toparon con unas señoras que se detuvieron a hablarle y saludarlo.

“Ella es mi novia.”

Linda lloraba. No podía parar. Al darse cuenta del llanto, Carrera Almoina salió al paso.

“Está llorando porque decidió venirse a vivir conmigo. Ella es muy sentimental, pues. Le da pena por su familia.”

Las señoras asintieron con aire de lástima y continuaron atentas a lo que él decía.

“¿Queda algo para comer en la casa?”.

“Sí. Ahí está la comida de tu papá. Él no va a venir a comer”.

Sin más, se despidieron y se dirigieron al apartamento donde se dispuso a recoger calmadamente varias cosas, entre ellas un bolso negro que ya estaba preparado, además de películas, una correa de cuero, prendas de vestir, algunas en ganchos y otras dobladas, además de unas pesas y un VHS. Mientras Carrera Almoina hacía esto, no permitió que ella se sentara ni se separara de él. Para el momento en el que terminó de juntar todo lo que se llevaría, había transcurrido suficiente tiempo como para que la habitación estuviera lista. Entregó entonces a Linda un par de bolsas pesadas y ropa en ganchos. Era una táctica que usaría repetidamente para evitar que ella pudiera correr. Se reservó para sí el bolso negro, además de las otras bolsas y las pesas. Aun teniendo las manos llenas, la abrazó durante todo el trayecto entre la puerta del apartamento y el estacionamiento, donde se encontraba la camioneta. Abrió los seguros remotamente con su control. Nerviosa y angustiada, Linda se detuvo frente a la puerta, sin subirse.

“Móntate.”

Sintió que no tenía más opción en ese momento. Se sentó en el puesto de copiloto y Carrera Almoina colocó sobre ella toda la ropa que llevaba. En el piso, a los pies de Linda, colocó algunas de las bolsas. Le ajustó el cinturón y bajó el asiento.

“Por favor, déjame ir. Te lo suplico. Déjame tranquila. Mi familia me debe estar buscando”.

La ignoró. Se subió al carro y salieron rumbo de vuelta a San Bernardino.

En el Hotel Aventura les esperaba la señora Nancy, quien, diligente y animadamente, recibió a Carrera Almoina.

“La habitación ya está lista”.

Parada frente a la recepción, Linda no podía ocultar el miedo. Pero la señora Nancy parecía no notarlo. Actuaba como si ella no estuviera allí. No le preguntó su nombre ni le pidió identificación alguna. Se limitó a hablar solo con Luis Antonio.

Una vez en la habitación, Carrera Almoina hizo una breve inspección de las puertas, las ventanas, las cortinas y el baño. Mientras él hacía esto, Linda observó que había una puerta que llevaba a la habitación contigua. Pensó en usarla para escapar. Pero Luis Antonio, que estaba detrás de ella, leyó sus intenciones.

“Señora Nancy, tenemos un problema con la habitación. Necesito cambiarla. Vamos bajando”.

De nuevo, diligentemente, la administradora del hotel le dijo que no habría problema y le buscó otra habitación. Esta vez no hubo espera. Les asignarían la habitación 303, que estaba lista. Y una vez allí, comenzaron los gritos, los insultos y los golpes. La amenazó con matarla a ella y a su familia si no accedía a lo que él le pedía que hiciera. La primera exigencia era guardar la calma para poder ir a una tienda a comprarle ropa. Más tarde quedaría claro el porqué: esa misma noche se celebraba un evento en el Teatro Teresa Carreño donde bautizaría un libro del prominente criminalista y profesor Elio Gómez Grillo, amigo íntimo de su padre y muy allegado a toda su familia. Allí se darían cita otras personalidades destacadas de la política, la academia y la cultura. La crema y nata de la intelectualidad nacional.

Luego de los primeros forcejeos y agresiones, por alguna razón el plan de compras se frustró, pero la ida al teatro no. En un intento por hacer menos visibles los golpes que ya le había propinado, Carrera Almoina sacó del bolso negro, que funcionaba como una suerte de botiquín de primeros auxilios, una pomada que aplicó en la cara de Linda. Luego buscó en la cartera de ella un polvo para la cara y la maquilló él mismo. Le puso unos lentes oscuros. Poco después, sonó el celular. Era su papá. Le dijo que ya casi estaban llegando. Se arregló el saco y en el bolsillo interior guardó el arma.

“Si intentas escaparte te mato a ti y a toda tu familia”.

Empezó un patrón que marcaría su comportamiento en los meses por venir: Carrera Almoina planificaba con antelación sus movimientos. Como si de un director de escena se tratara, explicaba a Linda lo que tendría que hacer y decir a cada paso.

“Te quedas callada. No llores. Si intentas algo te mato”.

Una camioneta de color oscuro se aproximó a la entrada del hotel. En ella venían su papá Gustavo Luis y el chofer asignado por la Universidad Nacional Abierta. Con disimulo, la obligó a abordar el vehículo en la parte de atrás. Se sentó al lado de ella, apretándola por el brazo durante todo el camino. Y de nuevo la presentó como su novia.

“Es maracucha. Es gritona y odiosa. Los maracuchos son ordinarios”.

“No soy maracucha. Soy merideña. No tengo nada que ver con maracuchos”

El comentario de Linda quedó flotando en el aire sin provocar reacción alguna. El padre de Carrera Almoina, sentado en el puesto de copiloto, instruyó al chofer dirigirse al Teatro Teresa Carreño. Transitaron entonces la relativamente corta distancia entre el hotel y el teatro donde les esperaba una muchedumbre inocente de lo que tendría ante sí. El soirée estaba muy concurrido, uno de esos eventos sociales que todavía abundaban por los días en los que comenzaba la era chavista. Era una estampa con muchos hombres bien trajeados y mujeres entaconadas, hablando y riendo animadamente, sujetando copas y comiendo finos pasapalos con los sobrios espacios del Teresa Carreño como escenario. Al tiempo que sonreía y saludaba con facilidad a los asistentes, Carrera Almoina sujetaba con fuerza el brazo de Linda, haciéndola pasar por su novia. La obligó a tomarse dos copas de vino, a pesar de que a ella no le gustaba el alcohol. Las personas hacían fila para saludar al homenajeado Gómez Grillo y ellos no serían la excepción. Ocurrió entonces otro de muchos intentos de Linda por escapar. Pero le fue muy difícil. No pudo escabullirse por ningún lado. El control de Luis Antonio era total. Esforzándose por disimular el llanto, trató de negociar con él preguntándole, en tono de súplica, que por qué no la dejaba marcharse en ese preciso instante. Su reacción fue violenta. La apartó de la gente por un momento para amenazarla de nuevo y tratar de forzar un alto al llanto.

“Mi papá es una personalidad”.

“No me puedes hacer pasar pena”.

“Mi papá es una persona conocida”.

“No puedes hablar”.

“Si hablas, voy a matar a toda tu familia”.

“Vamos a hacer la cola”.

Saludaron a Gómez Grillo, señalando que se marcharían pronto para ir a cenar con el padre. Antes de salir del teatro y abordar nuevamente la camioneta oficial conducida por el chofer, volvió a advertirle:

“No puedes llorar. Mi papá no se puede dar cuenta de lo que pasa”.

Llegaron a un restaurante con muy pocos comensales. Se trataba de un local ubicado en la exclusiva zona de Altamira, pero Linda nunca supo el nombre. Se sentaron en una mesa mientras que al chofer del padre lo sentaron en otra mesa aparte. Linda no pudo dominar más el llanto. Las lágrimas bajaban por su rostro sin cesar. Con palabras entrecortadas, trató de hablar.

“Me tengo que ir a mi casa”.

“Mi hermana me está esperando”.

“Mi familia me debe estar buscando”.

Carrera Almoina la pisó con fuerza por debajo de la mesa mientras la pellizcaba disimuladamente en el brazo. El padre, probablemente incómodo por lo que ocurría, se levantó al baño, oportunidad que Carrera Almoina aprovechó para renovar sus amenazas de matarla a ella y a su familia si decía algo de lo que pasaba. Le instruyó decir que era maracucha, que quería ser modelo y estudiar. Que dijera que eran novios. La desesperación de Linda creció. La obligó a que comiera algo. Tenía el día entero sin probar un bocado, pero tampoco tenía hambre. Pidió por ella algo que no le gustó. Algo con carne de cerdo, nada agradable a su gusto. En seguida sintió deseos de vomitar, pero tuvo que contenerse. Al finalizar la cena, el chofer, luego de hacer una parada en Los Palos Grandes para dejar al padre, los trasladó de vuelta al Hotel Aventura en San Bernardino, donde comenzaría el horror del cautiverio.

III

En la habitación todo estaba planificado: la cadena de seguridad debidamente pasada en la puerta; los seguros puestos; las toallas diligentemente dispuestas en la rendija inferior de la puerta para impedir que saliera el humo de lo que sea que Carrera Almoina consumiera dentro de la habitación; el volumen del televisor a todo lo que daba para ahogar los gritos de Linda; las cortinas bien cerradas; la pistola lista para amenazar ante cualquier insubordinación. Era evidente que era asiduo al lugar por el trato afable y cercano del personal del hotel y su disposición a cumplir con sus demandas. Su voz y su manera de hablar emanaban autoridad. Posteriormente se conoció que la gerente de recepción del hotel, la señora Nancy, tenía para con él atenciones especiales, como aceptar que pagara la habitación mensualmente y no a diario, como normalmente lo hacían los otros huéspedes. La ficha de registro en el hotel nunca dejó constancia de la presencia de Linda en la habitación. La propia gerente se encargó de que solo apareciera Carrera Almoina.

Linda describe la primera noche de su secuestro como terrorífica. En realidad, la narración de los hechos y sus detalles obligan a buscar otro adjetivo, uno que concentre horror, conmoción y desespero en una sola palabra. Abominable viene a la mente. Atroz también. Los golpes que habían comenzado antes de salir al teatro continuaron con cada vez mayor brutalidad a su regreso al hotel. A ello se unió la violencia sexual —la primera violación de tantas que vendrían—.

Tan pronto entraron en la habitación del Hotel Aventura, la forzó a entrar al baño y a desnudarse. Buscó maneras aberrantes de humillarla. La obligó a comer jabón. Eran duros y no sabía cómo masticarlos y tragarlos. Él los empujaba dentro de su boca mientras ella empezó a botar espuma. Comió tres jabones en total. La sacó del baño y le ordenó juntar las dos camas individuales de forma que quedaran como una cama matrimonial. Una vez cumplida la instrucción, la empujó contra la cama y se le fue encima con todas sus fuerzas. La penetró con tal brutalidad que manchó las sábanas con sangre. Ella lloraba y rogaba que no lo hiciera. Mientras la violaba, le decía que tenía que poner de su parte.

“Tienes que cambiar de actitud. Tienes que colaborar”.

Esa noche también comenzaron las súplicas por llamar a su familia.

“Déjame ir. Mi hermana me debe estar buscando. Debe estar preocupada. Te lo pido”.

En esas primeras horas, él trató de engañarla simulando que llamaba al número que Linda le había proporcionado de su hermana Ada desde el teléfono de la habitación y desde su celular, solo para decir luego que el número no caía. Fue una noche larga, intensamente cruel y amarga. Los golpes, el dolor, el miedo, el abuso sexual y la desesperación la hicieron defecarse encima.

Las torturas, los maltratos y las violaciones se hicieron cada vez más brutales durante la semana siguiente. Y con ellas comenzaron las quejas en el hotel que fueron ignoradas por Carrera Almoina. La esposó a la cama y controló todos sus movimientos, incluso a la hora de dormir y de ir al baño. Hubo puñetazos y patadas. Quemaduras de cigarrillos apagados en su cuerpo o del encendedor aplicado directamente a su piel. La encerraba amordazada en el baño o en el clóset de la habitación. Se aseguraba de que ella nunca estuviera cerca del teléfono. Cuando salía, la dejaba esposada y metía el teléfono en un bolso que cerraba con candado para que ella no pudiera llamar. La violaba 3, 4 o 5 veces al día. Cuando se sentía satisfecho la apartaba despectivamente.

“Ya no te doy más por hoy”.

En el bolso negro que trajo de la casa de su papá, guardaba todo tipo de objetos, convertidos muchos en instrumentos de terror: drogas, pastillas, antifaces, lentes oscuros, gorras, alcohol, gasas, guantes desechables, agujas e hilos de sutura y ungüentos para magulladuras y hematomas. Carrera Almoina no trabajaba, ni tenía actividad alguna que requiriera su presencia. Los días del secuestro transcurrían con él al teléfono o golpeando e insultando a Linda, o en la calle resolviendo quién sabe qué cosas. Hablaba mucho. Era un tipo elocuente y con buen léxico, pero no decía nada. Más bien, divagaba entre frases elaboradas que no tenían mucho sentido. Hacía muchas llamadas telefónicas. Linda confiesa que hoy en día entiende que era quizás el consumo de drogas lo que le provocaba ese estado de euforia casi permanente que lo hacía hablar tanto, pero en aquel momento ella era muy joven para comprender lo que pasaba. Todo lo que ocurría en aquel cuarto le era extraño. Luis Antonio pedía drogas por teléfono. Era exigente.

“Que sea de la buena”.

Se las traían hasta el hotel. Cuando no quería que Linda escuchara lo que estaba hablando, la encerraba en el baño y abría la ducha para asegurarse de que no pudiera descifrar lo que conversaba.

La situación en el hotel comenzó a complicarse. Algunos huéspedes se quejaban del ruido que provenía de la habitación y el personal comenzó a llamarle la atención. Desconectaba el teléfono para no escuchar los reclamos. No permitía que se hiciera servicio y el volumen del televisor era cada vez más alto en un intento por tapar gritos y súplicas. En pocas ocasiones llegaron a salir de la habitación. Cuando lo hacían, ella lloraba por los pasillos y en el ascensor. Sangraba y estaba visiblemente golpeada. Sin embargo, nadie indagó. Nadie denunció. Era como si no ocurriera nada.


*Doble crimen. Luisa Kislinger y Linda Loaiza. Prólogo: Daniela Kravetz. Editorial Dahbar. Caracas, 2021.


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