Ella disimula, vuelve a recorrer los precios de la vidriera, acerca el rostro al cristal y observa como muy interesada los detalles de una tela para cortinas. La cartera plateada cuelga de sus manos y bailotea golpeando sus muslos: a la distancia se percibe un intenso perfume exagerado ¿frambuesa? y su maquillaje es de los que dejan rastro en las camisas asustadas.

Bajo la máscara hermosa hay un rostro amargado, incrédulo y acorralado. En su mente tiene que haber gratos recuerdos, momentos entretenidos, noches y más noches de discoteca, adolescencia playera, escapadas a los programas en vivo de TV, ilusiones y más ilusiones. Los recuerdos que tenga son piezas de museo para una sola espectadora.

Está al otro lado de la calle, comienza a caminar por la acera de enfrente y de este lado, en el hall de un pequeño hotel, está el filósofo y escritor Fernando Savater.

Él ha pasado varios días en Caracas dictando conferencias a los estudiantes de la Universidad Central de Venezuela. Savater es filósofo y poeta.

Como filósofo y poeta dice: “lo que más le sirve al poeta es la soledad. Hay poetas que también desean ser útiles. Al poeta no le faltan buenas causas a cuyo servicio ponerse”.

Savater reflexiona en una ponencia: “ser útil es la mejor forma de no encontrarse nunca solo”. Ahí está el problema según su apreciación, ya que si se es útil se pierde soledad y si se pierde soledad “se deja de poseer una mirada propia”.

“El poeta con vocación de servicio pierde su soledad, renuncia a su voz y se convierte en portavoz”, expresa.

―El poeta ¿es un filósofo ligero o un escritor sintetizado?

Savater tiene dos anillos, uno con una “S” y otro que parece una serpiente mordiéndose la cola. Es joven y los pelos de la barba se confunden con la pelambre del pecho. Oye con atención y habla como deseoso de que jamás haya silencio a su alrededor. No pierde un instante.

“El poeta es ante todo poeta, es un creador”, manifiesta y considera que un poeta produce imágenes con una gran importancia teórica. Por supuesto que él entiende por poeta a quien se dedica a la creación literaria en cualquiera de sus formas: “ya sé que poeta en otro sentido es algo más, mucho más y que para alcanzar este tipo más alto habría que subrayar el factor creación y atenuar en cambio el componente literario”.

Afuera camina de este a oeste la mujer de la cartera plateada. Si le preguntaran ¿qué es un poeta? probablemente ella respondería “un tipo que no está en nada”, cortando en dos, con gracia feroz, la palabra “na-da”.

Los filósofos no son unos utópicos e inútiles subempleados de la sociedad contemporánea: ahí están los ejemplos de Jean-Paul Sartre y Hebert Marcuse o Bertrand Russell: a juicio de Savater, han tenido proyección y trascendencia social. Ellos han acertado en sus reflexiones. Claro que los filósofos creadores e investigadores son pocos. Los demás son profesores de filosofía, que es harina de otro costal.

―¿Yo? Hombre, soy escritor y he escogido la filosofía como tema. Me desenvuelvo en la docencia, porque de algo hay que vivir, hay que ganarse la vida. Me gusta compartir con los jóvenes, la confrontación. El ritual académico me fatiga.

Es escritor pero tiene fama de filósofo, y eso se reafirma cuando se le pregunta si hay un signo específico de la época.

―¿Será la confusión, el caos? ―se le añade a la interrogante y Savater apunta:

―Quizás esa sensación de confusión es un poco permanente a lo largo de la historia… nunca el hombre ha visto su momento con nitidez y claridad, siempre ha vivido una sensación de crisis: su vida es una permanente crisis. Yo diría que ahora, con el aumento de los medios de comunicación, hay una sobresaturación de información, de teorías, de novedades y palabras.

―¿Es negativa esa sobresaturación?

(Savater ha encendido un tabaco de tamaño decente que no huele a chocolate pero llena de humo el salón. No hay que ser muy sagaz para adivinar cómo se ha quemado su camisa en algunos sitios).

―No es obligatoriamente mala. Yo casi prefiero la confrontación caótica que la unanimidad― responde y añade que algo anda mal cuando las ideas son unánimes.

Detesta lo banal. Prefiere conversar con el vecino, con cualquier persona sincera, que hable de béisbol o cine.

No carece de importancia la conversación de una persona común y corriente. Todo es cuestión de receptividad. Como filósofo está siempre muy cerca de la gente, observando, captando, y a solas se pregunta por milésima vez sobre los elementos no racionales que impulsan a razonar.

Esa es la esencia, la búsqueda del filósofo callado y cerebral: ¿qué te impulsa a razonar? ¿De dónde viene esa fuerza? ¿Por qué construir naves interplanetarias? ¿Cuál es el verdadero dios y qué van a hacer con los dioses falsos cuando los descubran? Y si solo queda Marylin Monroe ¿se usarán frasquitos de somníferos como medallas, como crucifijos?, ¿somnifijos?

Una hora para cada cosa

Respecto a la poesía, Savater opina que no se puede leer a cualquier hora. Una novela se lee quizás en un autobús, en un avión, por lo menos parte de ella. La poesía requiere de un estado de ánimo particular. Por eso se lee menos poesía. “La poesía exige una concentración, no es solo pasar los ojos encima del texto”.

Sobre los autores cree que “no todos escriben buscando muchos lectores: hay quienes tienen necesidad de ser elitistas. Se debe combatir la trivialización del lenguaje. Hay obras literarias que llegan a muchas personas y tienen gran calidad, pero hay otras que son masivas y triviales”.

Prefiere una sola página escrita con artesanía, con solidez, a un libro banal, manipulado y estúpido.

Fernando Savater se llama Fernando Fernández y el Savater es su segundo apellido. Debido a que se hizo conocido con su segundo apellido, ha tenido muchos inconvenientes a la hora de cobrar sus cheques.

Tiene una novela publicada y varios libros de ensayos. También crónicas y poemas. Ahora escribe una novela cuyo personaje central es Job, el de la Biblia, a quien ubica en el presente, en el mundo moderno, “Job ha sido una fijación para mí”, confiesa Savater.

Escribir la novela le resulta más difícil que escribir sobre sus investigaciones, porque requiere de un estado de ánimo especial y de continuidad. Por eso se enfrenta con la novelística en vacaciones y en largos fines de semana.

―¿A quién le darán el Nobel de Literatura? ―es una pregunta que el escritor vasco se esperaba. Quizás había meditado y deseaba decir “una cosa es en quién recaerá y otra quién lo merece”.

―Creo que el escritor más importante de la actualidad, en el mundo, es el alemán Ernst Jünger pero a él no se lo darán… Jorge Luis Borges me parece uno de los escritores de habla hispana más importantes, no solo de ahora sino de los últimos siglos, pero tampoco se lo darán. Me parece que esta vez podría tocarle a América Latina: Octavio Paz es un “nobelable…”.

Después de eso habla de Los Beatles, del rock, de los fenómenos que se relacionan con la juventud y no cree que tengan una base totalmente publicitaria: tienen que ver con necesidades sociales. Cuando el joven carece de algo propio crea, inventa, encuentra o escoge sus alimentos espirituales.

Fernando Savater es joven y sin duda alguna de la generación beatle.

Sin embargo, ha madurado tanto que se asemeja a un patriarca.

―Me voy caminando, para pensar un rato ―dice, porque la universidad le queda cerca. El color violeta de la tarde anuncia la llegada inminente de la noche, pero no tan espectacularmente como lo grita la fuente de la Plaza Venezuela, cuando lanza su gigantesco chorro al aire y enciende un arcoíris. Más o menos.

Ya se encienden marquesinas, anuncios luminosos de cabarets; llegan las taquilleras de los cines y los autobuses braman agónicamente, como esperando que llegue alguna vez el Viernes Santo, para dejar la calle solitaria y convertida en bulevar.

El filósofo camina con ganas de tragarse por los poros todo el aire fresco con olor a invierno que viene de la montaña. La mujer de la cartera plateada ha tomado el mismo rumbo de Savater; los vehículos pasan lanzando humo caliente y maldiciones.

En la esquina, donde el cielo pasa de naranja a nazareno, alguien, un hombre gordo, ha detenido a la mujer y el escritor pasa cerca de allí sin darse cuenta de lo que sucede. El hombre gordo ofrece y ella rechaza.

Ya solo el brillo de la cartera plateada reluce en la esquina, aunque, seguramente, los ojos cansados de la mujer han fulgurado un segundo, cuando le grita al hombre gordo en plena avenida Solano López:

―¡Desgraciado!


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