Agustín Fernández Mallo | Wikipedia

Por CLAUDIA CAVALLIN

Lo que para muchos significa una clara distancia entre dos formas de analizar nuestra existencia, la realidad y la ficción, para Agustín Fernández Mallo se ha convertido en una fusión indispensable que nos permite conectar la física elemental con el arte y la escritura. Su aporte teórico y filosófico en la poesía pospoética, o en novelas como Nocilla Dream, Nocilla Experience y Nocilla Lab – tres obras publicadas como Proyecto Nocilla– ha logrado diluir las fronteras entre disciplinas hipotéticamente opuestas. Más aún, en la reconstrucción de una nueva realidad ficcional, Fernández Mallo ha colocado una ruta de acceso a cierta manera de viajar, a través de la ficción o del ensayo, a ciudades que denuncian lo que somos y anuncian lo que vendrá, bajo el movimiento continuo de nuestro mundo. Parte de sus teorías se detallan con ciertos pasos definidos y acotados, en un orden literario que le concede al lector la posibilidad de redefinir al universo con la certeza de las palabras.

Claudia Cavallin: En primer lugar, quisiera felicitarlo por el Premio de Ensayo Eugenio Trías, concedido a La forma de la multitud. Capitalismo antropológico, religión, identidad estadística, que estará en nuestras manos pronto. En otras conversaciones, usted ha mencionado que allí se detallan ciertas decisiones de la vida de hoy, que se reflejan como algoritmos, y que se someten a una estructura de mercado. Partiendo de ese contexto que usted divide en dos formas de capitalismo, el capitalismo del tiempo infinitesimal, que asume la interdisciplinariedad en Internet y el capitalismo antropológico, que nos traslada a lo más antiguo de los negocios entre unos y otros, ¿hasta dónde podríamos llegar los lectores en el llamado emocapitalismo? ¿Hemos perdido nuestra libertad en este nuevo “universo”, que fue llamado “biblioteca” como citaba Jorge Luis Borges, pues las emociones ya se diluyen en las redes o se pueden usar en nuestra contra?

Agustín Fernández Mallo: En primer lugar, muchas gracias por esta entrevista, es un honor para mí. Lo que en ese libro, que saldrá publicado en febrero, llamo emocapitalismo es el modo en que el mercado de compra-venta e intercambio monetario ya no sólo se restringe a bienes materiales sino a las emociones. Digamos que los sistemas de inducción de comportamientos en las poblaciones humanas -y tanto por parte del capital como de los Estados-, hasta finales de la segunda mitad del siglo 20 se basaba en una coerción, un promover obligaciones so pena de sanción si aquellas no se cumplían –el conocido sistema descrito por Michel Foucault de “vigilar y castigar”-. Sin embargo, en algún momento de principios del siglo 21 eso cambia y los poderes se dan cuenta de que lo más efectivo no es dar órdenes directas sino manipular la sentimentalidad de los ciudadanos, venderles un relato por el cual hagamos las cosas gustosamente, aunque eventualmente nos perjudiquen. En ese punto, ese sistema económico al que vagamente llamamos capitalismo –y ojo, también la política real de los Estados y de las subregiones de éstos-, ha sabido –precisamente- capitalizar nuestras emociones para extraer réditos sin fin. Por ejemplo, el ocio. A fecha de hoy, estar de vacaciones es trabajar para otros; no existe un periodo de vacación de un trabajador que, bajo la apariencia de desconexión de la vida laboral, no implique trabajar para los demás. O en la vida online, las plataformas de contactos y de búsqueda de pareja, un evidente negocio por la puerta de atrás. O, sencillamente, cada vez que, voluntariamente y por gusto, participamos en alguna red social internauta: inmediatamente una serie de algoritmos dibujan un perfil nuestro con el cual el mercado explorará publicidad a la carta, etc., que terminaremos comprando. Es la técnica de la seducción en vez de la coerción.

C.C.: Partiendo de esa existencia múltiple, pero ya no en las redes, sino en el papel, me interesa mudarme a El libro de todos los amores. Las coincidencias y disidencias entre “Él” y “Ella” se mueven como un péndulo entre lo que usted integra, como en una enciclopedia, en las múltiples páginas de las definiciones del amor. “Ella le dijo: El amor es una fantasía / Él le dijo: pero una fantasía exacta”. Partiendo del “amor pantone”, “amor navaja”, “amor fósforo”, “amor ángel de la Inteligencia Artificial”, y muchísimos más, pasando por múltiples conversaciones sobre el amor y los amores, los lectores llegamos a teorías tecnológicas y mitológicas, como la del “amor exponencial” que cito en esta pregunta. ¿Qué lo animó a escribir esta conversación dinámica que nos lleva al retorno de los verdaderos nombres originarios, Adán y Eva, para recalcar la infinitud absoluta de la palabra amor?

A.F.M.: Bueno, hacía años que venía viendo que el amor era una constante en mi obra, y quería hablar de él explícitamente pero no sabía cómo hacerlo; es un tema tan universal, eterno y amplio, que es probable que hagas el ridículo. Entonces vi una paleta de colores hecha en el siglo 18 por el botánico Tadeo Haenke, quien para catalogar científicamente las flores tuvo que definir miles de colores que antes no existían como tales, y me dije que ese era el camino para mí y el amor, ir definiendo multitud de “microamores” que veía a mi alrededor. Y entonces, como yo trabajo mis novelas y mis ensayos como si fueran poemas -por una suerte de inspiración o “pensamiento analógico”-, todo lo que veía me llevaba al amor, el cual detectaba en los lugares más insospechados. Y así se fue tejiendo ese catálogo-pantone de amores que es El libro de todos los amores. Por otra parte, algo que estaba ya en otra de mis novelas, Trilogía de la guerra, (Seix Barral, Premio Biblioteca Breve), es que un personaje dice que los humanos legislamos el mal, y que tiene sentido hacerlo, pero también se pregunta ¿y habría que legislar el bien? Y en ese caso, ¿qué sentido tiene legislar aquello que supuestamente es bueno? Lo que subyace ahí es que el bien –por ejemplo, el amor- si lo usamos para nombrar todas las cosas indiscriminadamente pierde su sentido, porque aquello que lo explica todo, no explica nada. Decir que lo amas todo es tanto como decir no amas nada. ¿Cómo se pueden amar cosas como un libro, una camisa, una idea o un animal? No tiene sentido. Más bien son cosas que te gustan o satisfacen, pero no a las que amas, por la sencilla razón de que el amor, si lo es, exige una conciencia de reciprocidad que esos objetos no tienen.

C.C.: Si me permite seguir preguntándole sobre El libro de todos los amores, quisiera mudarme ahora hacia la ciudad de Venecia. Extrañamente, por las fotografías en sus redes sociales, pude contactarme con usted para comentar su visión sobre la obra de Anish Kapoor. Yo estuve allí. Coincidimos en el espacio, no el tiempo, pero, más allá de las redes y las imágenes, un viaje a Venecia se puede hacer también a través de su libro. Venecia 1, Venecia 2, Venecia 3, y Venecia 4, son como los pines que se colocan en un mapa de las palabras. ¿Por qué Venecia nunca se detiene? En su obra ¿Es un destino al que nunca se puede arribar completamente?

A.F.M.: Yo planteé mi ficción de esa pareja en Venecia por una cuestión de metáfora o de analogía. Si nos fijamos, Venecia es una “ciudad inversa” –casi como en aquel genial libro de Italo Calvino, Las ciudades invisibles-, porque al contrario que nuestras ciudades, la parte visible de Venecia es muy sólida -piedra, mármol, etc.-, pero sus cimientos son endebles, móviles, fanganosos, vegetales, porque como usted sabe, toda la ciudad se asienta en millones de troncos de árboles clavados verticalmente en las marismas. Y esta idea de Venecia como una ciudad inversa se me apareció de repente como metáfora del amor, el cual siempre creemos muy sólido pero en realidad se asienta en unos cimientos endebles, móviles, “vegetales” y siempre en un equilibrio inestable. Es decir, Venecia nunca se detiene porque, como el amor, es móvil e inestable. En cierto modo, Venecia no existe, es una ficción, una emoción personal del viajero, como lo es el amor.

C.C.: Ya que menciona esa particular emoción del viajero, quisiera mudarme ahora a una breve parte de su escritura que nos motiva a todos a viajar. En Ya nadie se llamará como yo, Poesía reunida (1998-2012) ese movimiento viajante se traslada en el tiempo: 67.1 “Hubo tres maníacos de lo inútil en el siglo pasado / Joyce, Borges y Kafka (JBK), porque maníaco es / quien cambia / el curso de la Historia, e inútil porque / es tal su soledad que muere sin saberlo/ [así me ocurrió a mí contigo]” A través de la poesía, del amor, y del permanente retorno a la filosofía ¿Podemos cuestionar las razones o las manías de los seres humanos, a quienes siempre nos falta algo, para no caer en la tentación de no querer vernos a nosotros mismos? ¿Es la poesía un arma de salvación? ¿Un viaje esparcido al azar?

A.F.M.: En realidad habría que preguntarse algo anterior ¿salvación de qué o de quien?, para darnos cuenta de que esa clase de preguntas pueden retroceder hasta el infinito en el espacio la lógica, sin llegar a ninguna solución. En efecto, al ser humano, y desde es humano, le falta algo, y no sabe qué es lo que le falta, pero ése es, precisamente, su motor. Las piedras, el petróleo, los ríos, los animales o los productos comerciales están en constante sintonía con el mundo, ni les falta ni les sobra nada, pero el humano está en constante dialéctica con su entorno, busca algo y no sabe qué, y por eso –precisamente- inventamos un lenguaje metafórico, un lenguaje que va unas décimas de segundo por delante de la realidad. Es decir, esa tara que tenemos es también nuestra virtud y lo que nos dota de una inteligencia compleja. Entonces, la poesía, tal como yo lo veo, es ese momento máximo de querer ir por delante de la realidad misma, de lo factual, de las cosas contantes y sonantes. Pero no creo que exista una salvación como tal porque, en realidad, no hay nada de lo que salvarse. A no ser que queramos regresar al mismo estado que los peces, los automóviles o las piedras. No es mi caso. En resumen, no creo que exista un “nosotros mismos”, o sí, pero en ese caso no es otro que esto que vemos, esta complejidad humana. Eso que siempre nos falta.

C.C.: Sí, es algo complejo lo que vemos, pero también lo que conectamos con nuestra existencia. Las fotografías en Nocilla Lab -el libro que cierra el Proyecto Nocilla-, o los fragmentos encontrados y la multiplicidad de horizontes narrativos en muchas de sus obras, siempre nos estimulan como lectores a imaginar. También lo hace la música, donde una lista de genealogías puede unir a Beethoven con Animal Collective, o a Wagner con Nirvana, en Limbo; o los textos no literarios, como Twitter, donde usted cita “Dice Kundera que dice Gudbergur Bergsson que en Islandia los granjeros enfocan sus prismáticos en la lejanía para observar a otros granjeros quienes, a su vez, también miran con prismáticos”. Volviendo al punto de inicio de nuestra conversación. ¿Cree usted que la literatura se terminará implícitamente convirtiendo en mundo necesario de soledades que se espían y no paran de girar?

A.F.M.: Es que yo creo que eso es la literatura desde siempre. En las redes sociales internautas parece que eso es algo nuevo, pero es lo mismo, aunque un poco más intensificado. Coincido con algo que decía Borges: escribir es un oficio muy raro, uno escribe en soledad y con el paso de los años se da cuenta de que es el centro de un vasto círculo que desconocía y desconoce, y ese círculo son los lectores. Es decir, la literatura es un acto que conecta a la gente mediante una interface que es el libro. El libro es una suerte de intercambiador universal de emociones. Y eso es como espiar, como ver a alguien en diferido. A mí es algo que me agrada, en general no me gusta el contacto directo con mis lectores, nunca sé bien qué decirles. Por eso, precisamente, soy escritor y no, por ejemplo, actor de teatro, que implicaría un contacto en vivo con la gente.


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